¡Albricias, felicidad! ¡Acaba de nacer un niño! ¡Nuestro hijo ha llegado a la vida!
Así festejan los hombres la aparición de un nuevo ser sobre la tierra. Todo parece poco para este pequeño cuerpecito que necesita de la protección más absoluta y de los cuidados más cariñosos. Besos, regalos, lágrimas de alegría y emoción, jalonan el acontecimiento de la vida.
¡Qué dolor más grande! ¡Cuánta pena anida en mi alma! ¡Acabo de perder a un ser querido!
Así lloran los hombres la desaparición de quienes nos acompañan y el sumirse en ese oscuro misterio de la muerte. Lágrimas de tristeza, luto y desolación marcan el paso de un alma de un mundo al otro.
Pocas veces nos hemos detenido a pensar de dónde venimos cuando nacemos. Ya no se trata de la cuestión religiosa ni filosófica del origen de las almas. Se trata de algo más simple: si llegamos a la vida, es que venimos de alguna otra parte, sea ésta cual sea, y sea como sea. ¿No dejaremos acaso seres tristes y llorosos en esa otra parte, cuando la abandonamos para dirigirnos a la tierra de los vivos? Lo que los padres festejan con alegría, ¿no será un dolor para otros padres inmateriales que ven partir un alma que les acompañaba hasta ese mismo momento?
Y cuando morimos y dejamos la tierra, ¿hacia dónde vamos? Si de algún sitio venimos, es seguro que hacia otro sitio vamos. En el infinito no caben los límites definidos. Y allí donde vamos, ¿no nos recibirán con risas y alegrías de reencuentro, mientras nuestros deudos nos lloran en la tierra?
La vida y la muerte son dos caras de una misma moneda: VIDA. Los que aquí estamos, hemos venido de alguna parte y hacia otra nos dirigimos, pero jamás dejamos de ser.
Lo que los hombres llaman vida, es la aparición manifiesta en materia de un alma en esta tierra. Y lo que los hombres llaman muerte es la misma alma que, despojada de materia, no puede sobrevivir en este mundo y se dirige a otro.
La vida terrestre es el reino de la forma. Y aquí es donde Maya se torna fuerte y segura. Ella juega con la vida, ella juega con las formas, las varía y las adapta para conseguir su cometido: más vida material, más formas, más multiplicación.
Cuando las formas aparecen en el mundo de Maya, asumen pequeñas proporciones. Es la defensa de la ilusión para proteger los jóvenes cuerpos. Nadie puede dejar de sentir compasión y ternura ante la pequeña vida. Un bebé, un pequeño animalito, una plantita que se abre… todo induce al cuidado y al cariño. Los hombres se inclinan ya no sólo ante sus pequeños hijos, sino ante los pequeños animales, por muy peligrosos que ellos pudieran tornarse luego. No es lo mismo un gran tigre, que un cachorrillo de tigre; el uno es fiero y temible; el otro es tierno y suave. Y aun los animales se conmueven ante los niños pequeños, y la misma fiera que ataca a los hombres, protege a sus bebés, porque Maya cubre los ojos furibundos con la venda de la compasión: hay que salvar la vida cueste lo que cueste; esas formas requirieron mucho esfuerzo y paciencia para destruirlas de un zarpazo.
Cuando las formas promedian su existencia en el mundo de Maya, ya pueden valerse por sí mismas, y entonces no despiertan ternura sino competencia. Es la lucha por la subsistencia, donde el más fuerte puede con el más débil. El amor puede paliar esta lucha, pero en rigor, todo es cuestión de fuerza, ya sea física, psíquica, mental o espiritual. Y siempre gana el más fuerte, en el campo que sea. Las competiciones deportivas que tanto entretienen a los hombres, son un juego replicado del otro juego de Maya, aplicado a la competencia del diario vivir.
Antes de que las formas declinen y se desgasten, ellas deben cumplir con el deber fundamental que Maya les impone: seguir produciendo formas. Con mil velos y argucias, Mara hará que nuevos cuerpos asomen a la vida material, para lo cual tiene que valerse de los cuerpos que ya existen. El egoísmo natural de los vivos, haría que ellos nunca se reprodujesen, a no ser por el juego de Maya, por el engaño del placer, por la ilusión de ser uno mismo quien toma la decisión de multiplicarse.
Y luego llega el decaer de las formas. Es la etapa final, la que los hombres llaman vejez. Las cosas viejas ya no inspiran ternura, ni llaman a la competencia. Son elementos secos y desgastados que necesitan reemplazarse. Buena despedida de la vida, para no enamorarse excesivamente del brillo de las formas. El alma, ella sola pide quitarse de encima la cáscara usada, para recobrar en otro sitio ideal la ligereza y encanto que un cuerpo pesado ya no deja traslucir. Maya misma acelera el proceso con una suerte de abulia y ensueño sin fin, pero jamás pierde energías, pues las viejas formas se renovarán en lo hondo de la tierra o en lo frágil de las cenizas. Nada se pierde: todo se transforma.
Vida y muerte son dos caras de una misma moneda, y dos momentos de un juego perpetuo que repite sus instantes, produciendo aquello que los hombres llaman ciclos.
Toda la Naturaleza juega en redondo: el día y la noche, el sol y la luna, el verano y el invierno, el sueño y la vigilia, la niñez y la vejez… Si todo gira, si todo retorna, si los mismos árboles que estaban secos, se cubren de verdor, y el mismo mar que estaba bajo engorda con aguas poderosas, ¿por qué los hombres habríamos de escapar de este juego?
No hay casualidad. Hay un perpetuo juego de Maya que, bajo la ley de causalidad nos atrae y nos obliga a cumplir con la propia experiencia. Vivir y morir a ciegas, jugando con Maya…, o vivir y morir conociendo las reglas del juego… eso es cuestión de evolución.
Créditos de las imágenes: Tim Bish
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Excelente artículo!
Interesante artículo, importante tema para vivir con inteligencia y sabiduría. Gracias
Un rincón de el Devachan ,rodeada de grandes ideales ,ambientado con la música de las esferas ,la sintonía con las musas eternas ,descanso merecido por las labores bien hechas.
Nada muere para siempre aunque aparentemente nos de esa sensación.