Es difícil y hermoso a la vez poder ser filósofo, aunque en esto, como en todo lo demás, existen evidentemente grados de perfección. Ha habido seres excepcionales que marcaron momentos inolvidables en la historia; los ha habido, los hay y los habrá más humildes y escondidos que, sin acceder a la fama, han entregado también su vida a la noble búsqueda de la verdad y a la transmisión de sus hallazgos.
Es en este último aspecto –en la transmisión- donde han encontrado las mayores dificultades tanto los sabios más destacados como aquellos otros que intentaron seguir sus huellas de pensamiento. Si los filósofos se hubieran contentado con dedicarse exclusivamente a su búsqueda personal, hubieran resultado menos molestos para la sociedad; pero el caso es que quien busca con verdadero amor, y logra encontrar respuestas y soluciones que considera adecuadas para sí, no puede evitar la ansiedad de la transmisión, una auténtica pasión pedagógica en el más estricto sentido.
La dificultad radica en el hecho de que los verdaderos filósofos han sido siempre librepensadores, no sujetos a trabas de ninguna índole, ni política, ni social, ni religiosa; las páginas de los libros están llenas de ejemplos de quienes dejaron de lado fortunas y vida regalada, puestos importantes en el gobierno y posibilidades de incidir en una u otra forma religiosa. Esa libertad de espíritu ha sido el más molesto de los tábanos que ha caído sobre las diferentes sociedades en que los sabios se han dado a conocer; esa libertad les ha llevado a expresar con la máxima claridad de sus ideas, sin detenerse en falsos prestigios ni en el miedo a las represalias. Al contrario, han sido las sociedades las que han tenido miedo de los filósofos, han sido los malos gobernantes y los falsos predicadores los que han tratado de evitar la verdad desnuda en boca de quienes servían exclusivamente al conocimiento superior.
Sin que dicho conocimiento menosprecie religión, política, sociedad, arte, ni ninguna de las actividades humanas, pretende en cambio mostrarlas en su más límpida y honesta expresión. Así ha sido y así será…
Los tiempos han cambiado mucho –aparentemente- pero en este terreno todo sigue como siempre. Hace dos mil quinientos años que Sócrates fue obligado a beber la cicuta, tras un juicio vergonzoso fundado en falsedades y malas interpretaciones. Hoy no falta quien insista en que la ejecución de Sócrates estaba justificada porque el filósofo no compartía el criterio de la democracia ateniense de entonces… Y no faltan quienes, para evitar situaciones similares, han relegado la filosofía a un conjunto vacuo de definiciones y elucubraciones que de nada sirven al hombre ni al ejercicio de la vida. Es que ni antes ni ahora es apetecible escuchar las verdades desnudas, libres y sin condicionar por la fuerza ni las conveniencias.
Pero la filosofía no es ese vacío, ni la búsqueda de la verdad es un vano revoltijo de palabras. Filosofía es amor al conocimiento, que se va adquiriendo poco a poco y sin pretensiones de verdades absolutas, pero con la convicción de que las cosas deben llamarse por su nombre y que de nada vale embellecer con velos de colores los males que padecemos por incapacidad.
Por eso es difícil y es bello ser filósofo. Por ello mismo vale la pena intentarlo, aun sabiendo que la verdad y sus buscadores nunca fueron entendidos ni apreciados por quienes hacen culto a la mentira y la ignorancia.
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Siempre se busca claridad de los actos que hacemos en sociedad. Ni presión de grupo logra acallar incognitas, sino que se teme inconscientemente la muerte Civil