La caza deportiva, un crimen consentido

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 10-03-2020

El hombre, desde las épocas más remotas que puede alcanzar nuestro actual grado de investigación, hizo de la caza una de sus actividades primordiales. Los grupos humanos, hoy tenidos por primitivos –pero que cabe la posibilidad razonable de que fuesen restos degenerados de otras civilizaciones, que habiendo cumplido su ciclo biológico hubiesen quedado sepultadas bajo el olvido apenas paliado por las fuentes tradicionales que nos hablan de una Atlántida o una Lemuria– cazaron animales y hasta hombres de otros grupos étnicos, para procurarse la imprescindible alimentación rica en proteínas y calorías que exigían periodos gélidos, glaciaciones o la simple supervivencia a que obliga el instinto de conservación.

Caza deportivaEl sacrificio de las minorías cazadoras, en beneficio del resto de la comunidad, debió haber sido duro. No todas las piezas eran inofensivos volátiles alcanzados por las rústicas redes empedradas en sus bordes, o por esos instrumentos de misteriosa dinámica aérea que hoy conocemos bajo la denominación común de “boomerang”. También tuvieron que enfrentarse, sin más armas que varas de madera con la punta endurecida al fuego o sujetas a un guijarro más o menos apuntado, o con porras y hachas confeccionadas por medio de un palo atado con tientos a una pesada piedra rudimentariamente afilada por ambos extremos, a los peludos y enormes paquidermos, a los grandes felinos de dientes de sable y a pavorosas manadas de grandes cérvidos y bóvidos.

La inteligencia, factor de victoria humana desde ese entonces hasta acá, le permitió cavar pozos disimulados en los senderos de los abrevaderos, cuyos fondos estaban erizados de ramas desbrozadas a la manera de picas, y guiar mediante ruidosos batidores a las bestias aterrorizadas hacia zonas pantanosas o arboladas en donde, disminuida su movilidad, ofrecían blancos más seguros para esas armas incipientes.

Una vez muertas las presas, a veces con el costo de varias vidas humanas, eran desangradas, despojadas de su piel, de su carne, de sus vísceras y hasta los huesos separados cuidadosamente. Todo era útil, bien como alimento directo o para confeccionar ropas y tiendas de campaña y pesados cortinados que detuviesen el viento helado en las puertas de las grutas. Los huesos servían a múltiples fines, desde la confección de estatuillas religiosas talladas, hasta para hacer flautas musicales o finas puntas de jabalinas y curvos anzuelos de pesca. Con los dientes se hacían decorativos collares y amuletos. La sangre que no se bebía se usaba para mezclarla con tierras y jugos de plantas a fin de fabricar pinturas o entintarse las palmas de las manos con fines mágicos. En resumen: todo se aprovechaba por real necesidad; la muerte del animal no había sido en vano. La rueda de la Naturaleza giraba armoniosamente.

Era entonces la caza una actividad obligada, rentable y viril. Dados los medios utilizados, el equilibrio ecológico no se alteraba y la prueba está en que han desaparecido más especies animales en los últimos tres siglos que en los mil precedentes. Con el agravante de que los animales extinguidos en épocas prehistóricas y protohistóricas lo fueron por propio agotamiento natural y cambios de hábitat y clima, y los que desaparecieron últimamente lo hicieron exclusivamente a consecuencia de las cacerías deportivas o codiciosas del hombre, deseoso de adornar sus vanidades, o sus supersticiones sobre el supuesto poder afrodisíaco de los cuernos de los rinocerontes, por ejemplo.

Antes de aplicarse el poder expansivo de los gases provenientes de la explosión de la pólvora para impulsar uno o varios proyectiles –la pólvora se conocía muchos siglos antes de su aplicación en la caza–, y a pesar de que los hombres habían cogido el diabólico gustillo de cazar nada más que para experimentar emociones violentas o reafirmar su carisma ante los demás, los podemos ver, a través de grabados en piedras, metal y maderas, así como representados sobre hojas de papel de papiro, de arroz o de pieles y pergaminos, haciendo una verdadera demostración de valor en muchos casos, pues el enfrentar una manada de leones hambrientos sobre un liviano carro tirado por dos caballos y sin más armas que dos lanzas y una docena de flechas, tuvo que haber sido una verdadera prueba de coraje. Lo mismo puede decirse, por no abundar en ejemplos, de los que, con un arpón encordado, desde una barca pequeña de madera, acometían contra enormes cetáceos de treinta toneladas.

Hoy todo ha cambiado y el llamado deporte de la caza no pasa de ser un juego cruel, desproporcionado, inútil, contra esos hermanos menores, bellos y ágiles, con sorprendentes costumbres hogareñas y de sacrificio paternal, que son los animales.

Hay quienes afirman que no importa el matarlos, y hacerlo como sea, porque son seres irracionales que no tienen alma. Las recientes investigaciones sobre psicología animal y normas de comportamiento contradicen esas afirmaciones nacidas, por lo general, de una demagogia antropocéntrica digna de los jueces inquisitoriales de Galileo o de la lectura de la letra muerta de la Biblia. Es cierto que el libro hebreo-cristiano no afirma que los animales tengan alma… pero con ese criterio aplicado a otros tópicos, tampoco afirma que la Tierra sea un esferoide, ni que la sangre circule por las venas, ni la existencia del continente americano. ¿Y hemos de negar estas cosas evidentes porque no figuren en la Biblia?

Los animales no son cosas ni los anima ninguna “cosidad”; son seres vivos y los anima la vida, la sensibilidad, la emoción y la inteligencia… y hasta tal vez un alma… Que porque no sea como las nuestras, no obliga a que de todo ello carezcan. Aquel que haya gozado la dulce compañía de un perro, un gato, un cervatillo o un pájaro, lo sabe.

El poner un reclamo para que un pobre pato movido por su instinto sexual y sus deseos ancestrales de formar un nido-hogar, sea traicioneramente abatido por una feroz perdigonada, es un acto indigno. El disparar un fusil muñido de mira telescópica, a veces incluso de tipo infrarrojo, para atravesar el corazón de un cervatillo que va a beber a la caída de la tarde, es un crimen que de deportivo no tiene nada.

¿Y qué diremos del tiro al pichón real, a la paloma viva? Se mantiene al pájaro encerrado en una caja, hambriento y sediento, para que cuando se abra la tapa salga enceguecido dando confusos aletazos, para entonces derribarlo con armas de doble cañón, cuando no repetidoras que expanden una andanada de postas que se dispersan de tal manera que hasta un casi ciego lo acertaría. ¿Qué placer, qué valentía puede proporcionar a un hombre entero esta traidora matanza?

¿Qué oportunidad tiene un ciervo contra un Mauser 77, con mira telescópica, capaz de disparar 5 tiros en 15 segundos, cuyas balas en forma de pequeños misiles le persiguen a 500 m por segundo? ¿Cuál tiene el lento palomo ante la masa de postas que le ha lanzado una escopeta del 12, con cartuchos que corren a una velocidad media de 360 m por segundo? De 40 a 42 gramos de plomo ardiente salen bajo una presión de 1.200 Kg… mientras el “heroico” cazador ha almohadillado convenientemente la culata para que no le haga el menor daño en el hombro, también protegido por acolchadas cazadoras. ¡Vaya valientes! ¡Vivan los hombres curtidos!

Los hay tan cínicos que dicen que cazan para mantener el equilibrio ecológico y que los ejemplares más fuertes sobrevivan mejor. Si aplicásemos eso a los seres humanos, con prácticamente el mismo derecho a la vida que los animales, tendríamos que eliminar “ecológicamente” a todos los viejos, enfermos y heridos. Idea tan descabellada, cruel y absurda no tendría que penetrar en ninguna cabeza humana. ¿Y quién los hizo jueces de la vida y de la muerte de esos inocentes habitantes de nuestros prados y bosques?

Cazar por necesidad forzosa de elegir entre morirse de hambre o matar, es lícito, como lo hacían nuestros antepasados, como lo hacen los mismos animales, pues ni aun el más feroz de todos, salvo que esté loco por alguna herida mal curada, mata por matar.

Cazar un león con una lanza y un par de cuchillos, puede ser un acto tal vez estúpido, pero que algunos necesiten para autoconfirmarse como hombres. Pero hacerlo desde una atalaya, con un fusil que dispara hasta balas trazadoras para mejor orientar la puntería, es un acto aberrante de maldad y locura, una agresión cobarde y despiadada.

Hace falta una nueva educación que predisponga a niños y jóvenes al amor por los animales, legislaciones adecuadas al momento histórico en que vivimos y en donde el derecho a matar no se pueda comprar con dinero. Asimismo, asociaciones de defensa de los animales no sólo de los domésticos, que supervisen y colaboren en el cumplimiento de las leyes y la protección de la fauna, a nivel profesional.

Créditos de las imágenes: Stephen Baker

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Referencias del artículo

Artículo aparecido en la revista Nueva Acrópolis de España nº111, mes de diciembre de 1983

2 comentarios

  1. Nora Llaque dice:

    Busqué este artículo hace mucho y no lo encontré. Gracias por re-publicarlo.

  2. alejandro jiménez dice:

    Gracias por el artículo. No dejar de trabajar en este tan necesitado esfuerzo y labor. Hay muchas personas que nos alimentamos constantemente de esta biblioteca.

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