Las comunidades humanas han tratado desde los más antiguos tiempos de convivir con la Naturaleza. Se sentían parte de la misma y la figura mental de la madre física se fusionó siempre con la de la Madre del Mundo, siendo así las Deidades femeninas más antiguas que las masculinas en cuanto a la importancia de su culto. Un “Secreto Instinto” avisaba al Hombre, desde las mismas entrañas de su conciencia, de que su imperio sobre los minerales, vegetales, animales, distancias y tiempos, estaba atado inexorablemente a su entorno cósmico y que su propio cuerpo y psique eran también componentes de esa Naturaleza, cuyo origen ontológico no era otra cosa que Aquello superior a toda dualidad y a todo razonamiento discursivo que hoy llamamos Dios. Así, Dios-Naturaleza-Humanidad formaron la Primera Tríada de todos los cultos, desde los predinásticos egipcios hasta el mismo Cristianismo.
El culto a los dólmenes y “piedras del cielo”, al Árbol de la Vida, a las formas animales es, asimismo, patrimonio espiritual de la Humanidad de todos los tiempos. El Sol, la Luna, las Estrellas, los Ríos, el Mar, las Montañas, los Abismos, figuran siempre asociados con los Dioses y con los primeros hombres.
La Civilización, como arquetipo de la plasmación de la Cultura, fue concebida entonces en colaboración y no en lucha contra la Naturaleza. Lo contrario de esto se tuvo siempre por suicidio colectivo y por peligrosísimo desafío al destino.
Tal vez convenga diferenciar el concepto vulgar de “salvaje” del de “natural”, dado que el primero encierra la actitud pasiva de hombres movidos por su entorno y el segundo de aquellos que se mueven modificando el entorno pero sin oponerse a él, sino colaborando activamente con él.
La civilización romana, por citar un ejemplo, a pesar de aquellos que la atacan basándose en abstracciones, es un verdadero modelo de “Civilización Natural”, dentro de las posibilidades que hasta ahora ha demostrado la Humanidad. 0 sea, que dejando de lado las utopías, debemos reconocer que, en la práctica, fue un modelo de civilización multinacional bellamente insertada en la Naturaleza. No nos detendremos en la mención de sus caminos, que generalmente corren por debajo de los actuales; ni de sus acueductos que daban a Roma ocho veces más agua por habitante que en la actualidad, ni en tantas cosas extraordinarias, desde sus conceptos artísticos a los filosóficos. Tampoco en sus defectos, que también los tenían y de los cuales ningún grupo humano se ha mostrado carente.
Simplemente queremos destacar, a la luz de los últimos descubrimientos arqueológicos, que la civilización romana transformaba los elementos naturales sin destruirlos y sin contaminar el medio ambiente. Desde sus templos de madera y piedras que mansamente vuelven a la Madre Tierra de donde han salido, hasta sus baños y gabinetes higiénicos en los cuales no se echaban papeles que hoy motivan las talas de los bosques y la putrefacción de las tierras, sino esponjas de larga utilización, lavadas cada vez que se usaban en aguas corrientes y vinagre.
Sus carros se movían por tracción animal y si bien menos veloces y menos cómodos que los nuestros, sus “motores’ consumían pastos, que eran luego abonados con sus desechos para que crecieran nuevos pastos.
Las chatarras de su metalurgia, al basarse en metales naturales o en aleaciones simples, volvían a la Naturaleza sin contaminarla. Sus buques eran movidos por los vientos, que no se ensuciaban por ello y por remeros que hacían su gimnasia, voluntaria o involuntaria, pero siempre útil a la Comunidad, cosa que tanto contrasta con las individuales gimnasias estériles y las contracciones por descarga eléctrica que endurecen los músculos y tornan elásticas las arterias de nuestros contemporáneos, sin más beneficio que para el que lo hace.
Sus fuentes lanzaban chorros de agua cristalina a muchos metros de altura sin recurrir a otro motor que los vasos comunicantes que llevan, por la fuerza de la gravedad, a la estabilización de los líquidos.
Sus relojes lo eran de sol, hidráulicos o de pesas.
Sus taxímetros, aplicados a carruajes y a naves, eran simples bolitas que caían en un recipiente según las distancias recorridas… y servían para cargar el aparato otra vez.
Sus expendedores de agua lustral o de bebidas, automáticos, se basaban en una simple maquinaria, que al peso de una moneda en el extremo de una barra, dejaba por el otro lado salir una cantidad calculada de líquido, hasta que la moneda resbalaba al depósito y la expedición se cerraba, al volver el mecanismo a la posición original.
Sus armas no contaminaban la Tierra ni el Cielo y las destrucciones de floras y faunas estaban estrictamente controladas y eran compensadas con largueza.
Su sistema monetario era muy apto para inflaciones. Una única unidad económica abarcaba a la tercera parte de los habitantes del mundo de aquel entonces. Así como también sus leyes y un mando unificado político que permitía convivir a cientos de pueblos de diferentes colores de piel creencias y lenguas.
Su eclecticismo en materia de Filosofía y Religión eran extremos.
No creemos que debamos extendernos. Tan sólo hemos trazado unos esbozos de lo que fue una forma de Civilización Natural. Sabemos que no fue perfecta, ni mucho menos. Pero la Civilización actual es peor.
Nuestros medios de transporte se mueven debido a combustibles irremplazables: el petróleo y el carbón. Además, sus detritus contaminan el medio ambiente y estamos provocando la esterilización del Planeta, tan sólo por querer llegar más rápido a lugares donde luego perderemos el tiempo lastimosamente sin saber qué hacer o recurriendo a vanas distracciones para no aburrirnos.
Nuestros desperdicios, especialmente los plásticos, son prácticamente indestructibles y ya llenan parte de playas, campos y “vaciaderos”, que no son otra cosa que hermosos valles convertidos en cubos de basura. En el mar se vierten constantemente residuos radioactivos en envases que no presentan mayores índices de seguridad para las generaciones futuras. Nuestras fuentes urbanas mueven una y mil veces la misma agua reciclada gastando para ello electricidad costosamente producida.
Nuestros aparatos necesitan de pilas, motores, cohetes, etc. Todo esto es más o menos contaminante y hay que fabricarlo continuamente, pues continuamente se destruye o deteriora.
Nuestras armas de guerra afectan no sólo a los hombres y sus edificios, sino que modifican toda la naturaleza y pueden llegar a destruir el Planeta mismo.
Nuestra estúpida idea de la competencia ha fragmentado el mundo ya no en Naciones naturales, sino en Países artificiales, y hay cien monedas en puja. El concepto de Unidad Natural se ha olvidado totalmente y se confunde, pues ya no nos manejamos con definiciones, sino con injurias.
Hemos perdido contacto con la Naturaleza y realizamos esfuerzos inútiles que harán reír a las futuras generaciones. Pero si esos mismos esfuerzos los hiciésemos en algo útil desfalleceríamos diciendo que no aguantamos tanto trabajo. Somos débiles y artificiales. Nuestra forma civilizatoria produce y consume constantemente y lo más rápido que puede, sumiéndonos a todos en una loca carrera. Todo lo que hacemos es poco duradero; así lo podemos reemplazar más rápido. No se busca lo bueno, sino lo nuevo. No importa tanto la calidad como la cantidad.
Existe una realidad: no nos salvarán las lamentaciones ni las reprimendas. Nos salvará nuestro propio reencuentro con la Naturaleza, con nosotros mismos y con el entorno.
Así, nuestra Filosofía Acropolitana propone un retorno a la Naturaleza. Pero no al salvajismo ni a las posiciones exteriores más o menos exóticas, nos referimos a algo mucho más interior y espiritual. Algo que se refleje en todo lo que el hombre haga y deshaga. Tenemos sed de bellos paisajes, de bosques frondosos, de hermosos mármoles tallados, de música sin aditivos electrónicos, de cuadros sin clichés de serigrafía ocultos bajo la pintura, de aire y aguas puras… y de hombres y mujeres puros.
Que las drogas las tomen los enfermos para mitigar sus dolores, pero no los jóvenes para llenar sus ocios. Que no se vea el trabajo como una maldición sino como una de las mejores herramientas pedagógicas. Que el hombre no explote al hombre, ni martirice a los animales, ni tale los bosques.
Que el Hombre crea en Dios y en sí mismo.
Seamos naturales; seamos nada más y nada menos que NOSOTROS MISMOS.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
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Volver a lo natural, dejémonos de ser artificiales y superficiales. La Naturaleza nos hará reencontrarnos como Humanidad que busca la armonía y el encuentro con Dios…