En el centenario de “Azul” de Rubén Darío

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 05-09-2023

Mes de rosas. Van mis rimas
en ronda, a la vasta selva,
a recoger miel y aromas
en las flores entreabiertas…

Con estos versos comienza Azul, el libro que el gran Rubén editó en Valparaíso, Chile, en 1888. Estuvo a disposición del público en octubre, o sea, hace cien años.

Rubén nació en 1867 y murió en 1916, una vida asaz corta si la comparamos con la obra monumental que nos dejó. Cuando salió a la luz Azul, tenía no más de veintiún años. En verdad, escribía versos y prosas desde su niñez y no es Azul su primera publicación, pero sí un libro concreto y completo, aunque se mezclen en él diferentes prosas poéticas y versos de distintas épocas.

La poesía, en lengua castellana –desde el siglo XV, española- se había casi agostado con el tardío romanticismo de Gustavo Adolfo Bécquer, que fue, junto con Espronceda, aislada montaña en el páramo que nos dejó Quevedo en 1645. Fueron dos colosos, Rubén Darío –nicaragüense- y Amado Nervo –mexicano- quienes impulsaron una nueva generación de poetas españoles –por su cultura y su lengua- con numerosos exponentes que, sin alcanzar jamás la altura, soltura y arte de sus prototipos, supieron sin embargo inyectar nueva savia, y alcanzar puntualmente cumbres muy blancas y muy bellas.

Mucho se ha escrito y se escribirá sobre las fuentes y la bibliografía que nutrió a Rubén, y debemos reconocer que gran parte de lo investigado es cierto; pero eso no hace de Darío una resultante ni un producto. Es mucho más: un crisol alquímico en donde el plomo se convirtió en oro. Así como hay “encarnaciones históricas” en lo político o en lo militar, también las hay en la música y en la literatura. Nadie podrá explicar racionalmente la aparición de un Mozart, de un Wagner, de un Cervantes, ni la de un Rubén Darío. Ni la teoría de la evolución ni la de la mutación sirven para ello. Existen misterios que los hombres no pueden alcanzar, salvo superando la etapa estrictamente humana. Y si bien estos genios – y tantos otros que necesitaría cien páginas para mencionarlos- fueron humanos y, algunos hasta “excesivamente” humanos, gozaron de un “descendimiento divino”, una chispa, un aliento que los relaciona y los hermana en un Olimpo inaccesible a los demás.

Se ha acusado a Rubén de afrancesado, pero su amor por Francia era debido, no a una renuncia de sus orígenes hispanos, sino a que Francia, en realidad París, era entonces la “Ciudad Luz” en donde los “ateneístas” tenían su “Parnaso”. Haciendo una antiestética comparación, pero que puede poner claridad en el asunto, no renegaría de su lengua ni de su origen, un español que queriendo aprender astronáutica, frecuentase USA y tuviese amigos allí. Su carácter de diplomático le proporcionó, desde muy joven, viajes y relaciones humanas interesantes.

Rubén Darío no es un fenómeno aislado en la poética de su tiempo, pues unos dos años antes de la aparición de Azul, se publicaron Las Iluminaciones de Rimbaud, y Jean Moréas difundía su Manifiesto Simbolista. A la vez, el genial D´Annunzio publicaba Elegías Romanas.

Mas, en la lengua hispana, Azul encarnaba una novedad y un empuje que hizo que, en pocos años, surgieran multitudes de literatos y poetas, periodistas y ensayistas que habían sido conmovidos por esa obra. Hoy, con el correr del tiempo y conociendo las obras posteriores de Darío, se nos aparece como un esbozo, una promesa de lo que llegaría a ser esa poesía fluida, de extraordinarios colores y formas, que nos introduce en un mundo fantástico pero no exótico, pues todos lo llevamos dentro.

En sus Sonetos Áureos encontramos las semillas de sus obras maestras.

Su “Marcha Triunfal” es la epopteia del tema que sigue, extraído de esos primeros versos publicados en forma de libro.

Caupolicán

Es algo formidable que vio la vieja raza;
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.

Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.

Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.

“¡El Toqui, el Toqui!”, clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La Aurora dijo: “Basta.”,
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.

Y aquel tan entrañable de la princesa triste, bien podría ser el capitel sonoro del tierno fuste que sigue:

DE INVIERNO

En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.

El fino angora blanco, junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.

Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño;
entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño.

Como una rosa que fuera flor de lis.
Abre los ojos, mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de París.

Para todos aquellos que, buenos o malos, hemos nacido poetas, es un dolor muy grande constatar que en la actualidad no sólo se le llama “poesía” a la prosa recortada con tijera, sino que ya casi ni se sabe leer este tipo de versos con la entonación debida, esa que es imprescindible para catar correctamente estas y otras maravillas.

Rubén Darío tuvo la suerte de vivir en un núcleo altamente humano, alegre y maravilloso cuyos componentes se quemaron, se derrumbaron sobre sí mismos, dejando sin embargo sólo luz y música. El paganismo panteísta que los penetraba les hacía superar toda oscuridad, y la cultura cultivada en varias lenguas les daba un vocabulario rico, ecléctico y global.

Es magnífico poder recordar que, hace cien años, en un lugar entrañable de Hispanoamérica, aparecían los pétalos –que eso fueron más que páginas- de Azul. Amanecía para el español un nuevo día, poblado de princesas encantadas, guerreros invencibles, junglas impenetrables, honores que no se negocian y tradiciones que cantan al futuro. Pues ni Rubén ni sus más opacos compañeros estuvieron politizando la poesía ni recurrieron a “esotéricos” trucos para escribir mucho sin decir nada.

Ellos eran auténticos.

Tomás Morales cerraba su poesía alegórica a la muerte de Darío con estos versos:

Llore el ciprés al muerto, no al que es eterno y fuerte.
“La pena de los dioses es no alcanzar la muerte”,
clamó tu boca un día, soberbia de ideal.
No fue tuyo el destino de los demás humanos
–Thanatos y el Olvido son logaritmos vanos–
¡El Verbo, la sustancia del Dios, te hizo inmortal!

Rubén, cien años más tarde, vaya el homenaje de los Hombres Nuevos.

 

Créditos de las imágenes: Rec79

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Referencias del artículo

Artículo parecido en la revista Nueva Acrópolis de España, n.º 164, en el mes de octubre de 1988.

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