El orden y el caos

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 10-12-2025

Para aquellos que por primera vez nos visitan, quiero deciros que nosotros creemos en un sistema de conferencias que sea un contacto profundo, en donde aquel que habla y aquel que escucha estén unidos por una especie de hilo invisible. Nosotros creemos que el ser humano debe tener la suficiente responsabilidad como para decir sus pensamientos, sentimientos y palabras, por pobres que sean, y poder recrearlos frente a un público como si fuese en familia, porque después de todo, y, de alguna manera, somos todos hermanos, somos todos seres humanos, más allá de las diferencias que pudiésemos tener.

El tema de hoy es sobre el caos y sobre el orden. El caos ha sido representado y concebido por todas las antiguas religiones y formas de pensamiento de todas las partes del mundo.

Encontramos, por ejemplo, en la Teogonía de Hesíodo, que el caos es el que da origen a todos los dioses; o sea, del caos nacerán todos los dioses griegos que nosotros conocemos. De allí vendrán desde el alto Zeus hasta los multiformes Hecatónquiros.

En China el caos estaba representado por un círculo, por un huevo del cual surgían todas las cosas; desde el vacío de ese círculo, de esa circunferencia, mejor dicho, de ese anillo de jade que habéis visto a veces en los museos, surgían todas las cosas.

En la vieja India se hablaba también de grandes periodos de caos, los Pralayas o los Maha-Pralayas. En esos Maha-Pralayas dormía la vida, dormía todo, y, como dicen los antiguos libros, no existía ni el mar, ni la tierra, ni el cielo estrellado. Los textos tibetanos más antiguos, prebudistas, como el Libro de Dzyan también nos recuerdan la misma situación. En el principio no existía nada, todas las cosas estaban esperando para ser, la primera dualidad, Prakriti o Múlaprakriti, o sea, la sustancia primordial, y Purusha, el espíritu, van a gestar, como una especie de pareja primordial, todas las cosas.

También lo encontramos en la Cábala hebrea, cuando nos hablan de Adam Kadmon, no del Adán que nosotros conocemos, de Adán y Eva, sino del primer Adán, de Adam Kadmon, que es el primero que surge de este caos; y también en la parte numérica, en el Sepher Yetzirah, aparece el Kether, la Corona, como el promotor, el causante de todas las cosas manifestadas, el Malkuth y el Shekinah.

El caos también se representó en el antiguo Sumer, en Babilonia, en todos los pueblos de la zona entre el Éufrates y el Tigris y las altas montañas que están al oeste, como un gran objeto o una gran piedra de diorita, que surgía de las aguas, de las aguas negras, de las aguas desconocidas, esas aguas que nadie podía definir.

Sabéis también que en la Biblia, en el Antiguo Testamento, en la parte hebrea aceptada luego por los cristianos, también se nos va a hablar de que al principio no existía nada y que Dios creó los cielos y la tierra.

Aun en esos pueblos precolombinos, un poco exóticos tal vez para nosotros, de los cuales conocemos tan poco, también se mencionó el caos como el origen de todas las cosas, ya sea en el Popol Vuh, ya en el Chilam Balam; en todos los libros o códices que hemos podido rescatar se menciona siempre al caos como contraparte del cosmos, o sea, del orden, de lo que va a venir.

Sabéis también que en las ideas platónicas el caos ocupa ese lugar primero, ese lugar previo a toda manifestación. Van a aparecer, entonces, los arquetipos, que, siendo puros y absolutos, siendo abstractos, se van a ir materializando poco a poco, gradualmente, hasta llegar a formar el universo y los seres humanos. Esto lo va a repetir Plotino, y también Marción en sus ideas neoplatónicas sobre el macrobios y el microbios: de qué manera el macrobios, el universo, va a surgir de ese caos y va a dar origen al microbios, que sería la pequeña vida que es el ser humano, imagen y reflejo del universo.

Aun en el pueblo algonquino de Norteamérica también tenían el mismo concepto: Manitú, el dios del rayo, el dios del cielo había surgido de una noche sin estrellas, de una noche oscura, o de las fauces de un lobo.

También lo tenemos en la parte de Europa del Norte. En todas las mitologías nórdicas y germánicas aparece el caos como el principio de todas las cosas. Tratan de darle un aspecto, pero es difícil darle un aspecto a lo que no lo tiene, o sea, dar características a lo que no tiene características. Lo llaman el Gimnungagap, que es algo así como el gran abismo congelado donde todas las cosas están en potencia, pero no existen realmente; el gran abismo de polvo helado donde hay una mole de hielo en el medio y una suerte de vaca que va a lamer esta mole de hielo hasta darle la forma de los elementos primordiales que luego se van a plasmar.

caos y orden

Incluso en la campiña inglesa actual se habla de Humpty Dumpty, que es un personaje que se rompe la cabeza contra un muro y los miles de pedazos de su cabeza luego van a dar origen a gnomos y a diversos personajes. Es algo parecido al Padma-pani hindú, al que también le estalla su cabeza blanca en los múltiples colores que van a conformar el universo.

Vemos, entonces, que todos los pueblos, ya sea debido a profundidad histórica o amplitud geográfica, se han hecho esta pregunta fundamental sobre el caos y sobre el orden, pregunta que hoy, esta tarde, nos hacemos nosotros, es decir: qué es el caos, qué es el orden, qué podemos entender por caos, qué podemos entender por orden, hasta dónde nos afecta realmente y cómo podemos vivirlo.

Nosotros hoy, damas y caballeros, vivimos momentos especiales. ¿Por qué? Porque no solamente la crisis de nuestro sistema, sino también la posición cósmica o astrológica, hace que hayamos entrado desde 1950 en la Edad de Acuario. Y Acuario, el agua, el alkahest de los alquimistas, es el gran disolvente, es algo que lleva al caos, que promueve el caos. Quiero aclarar que estas influencias astrológicas no tienen nada que ver con lo que puede aparecer a veces en los periódicos: «Si usted es Libra no salga hoy, porque le puede pasar algo, o si usted es Virgo le van a hacer un regalo, o va a tener un éxito amoroso». No, no tiene nada que ver. Estoy hablando de la vieja astrología, en el sentido serio, en el sentido científico.

No es ninguna novedad que nuestro cuerpo, por ejemplo, está constituido en su mayor parte de agua, o sea, de líquidos, de fluidos; nosotros, de alguna manera, somos –físicamente– una especie de «coloide inestable», y todos los coloides inestables están sometidos a las atracciones magnéticas. Si los astros son grandes masas de polaridades magnéticas, es obvio que las posiciones de los astros pueden influir sobre nosotros física, y también psíquicamente. Y es evidente también que los rayos cósmicos que en este momento nos están traspasando –algunos, porque otros van siendo detenidos sucesivamente por los distintos objetos con los cuales tropiezan–, nos llegan también a cada uno de nosotros no solamente de manera individual, sino también de manera colectiva. O sea, que hay una especie de modificación paulatina de la conciencia individual y por ende de la conciencia colectiva del mundo.

Esto no lo podemos apreciar fácilmente. Es como cuando nos afeitamos frente a un espejo. A mí me ha pasado varias veces, como creo haberos dicho, que me miro en el espejo cuando me estoy afeitando y digo: «Oye, ¿y este gordo cincuentón quién es?». ¡Este gordo cincuentón soy yo! Lo que pasa es que ha pasado el tiempo, a uno le parece siempre que es joven, o que es chico, y de golpe se da cuenta de que ya no es más ni joven ni chico. O cuántas veces un niño que hemos visto hace tres o cuatro años, lo vemos ahora grande y bien vestido, y decimos: «¡Es un hombre!, oye, el chaval, ¡cómo ha crecido!», pero es que ha crecido porque ha pasado el tiempo. Lo que sucede es que ha pasado el tiempo de una manera tan lenta, tan imperceptible, que no nos hemos podido dar cuenta, que no lo hemos podido captar exactamente.

El tiempo pasa muy lentamente, se mueve tan lentamente, que no podemos percibir sus movimientos si no es a través de una ciencia muy necesaria para todos nosotros: la ciencia de la historia. Porque, así como nosotros, si comparamos nuestras fotografías de hace veinte años, por ejemplo, nos vamos a encontrar completamente diferentes a este momento, así también si retrocedemos con nuestro pensamiento y nuestro conocimiento a través del tiempo, a través de la ciencia de la historia, y vemos lo que ocurrió en Grecia, en Roma, en la Edad Media, etc., ahí sí vamos a poder ver el cambio fundamental que produce el tiempo sobre la humanidad. No solamente el cambio en los factores físicos, sino también en los psicológicos y en los espirituales.

Hoy, entonces, estamos en plena Era de Acuario, en una era que está dominada obviamente por el caos, o sea, que en la actualidad todo es más o menos caótico. Pero antes de lanzarnos a hablar sobre esto, querría yo dar cierto valor a las palabras, porque si no, no nos vamos a entender.

Precisamente una de las características de esta etapa más o menos caótica es que las palabras pueden ser empleadas con varios sentidos, incluso con sentidos completamente contrarios a los que se les dio originalmente. Esa es la crisis de nuestros idiomas, la crisis del lenguaje, que hace que muchas veces no nos podamos comunicar con exactitud entre nosotros, y que incluso entre diferentes generaciones que hablan una misma lengua haya expresiones que son distintas y que hacen que no se puedan entender mutuamente.

Tenemos que ver primero que las gentes suelen relacionar el caos con la libertad, suelen decir: «¿Para qué queremos el orden? ¡No, debemos tener libertad, que cada cual haga lo que quiera!». Pero ese «cada cual haga lo que quiera» no es libertad. Porque ninguno de nosotros somos Budas como para estar completamente liberados; ninguno de nosotros hacemos lo que queremos: hacemos lo que podemos, y además, lo que nuestros propios instintos, temores y limitaciones nos permiten hacer.

Esa es la realidad, realidad que a veces nos negamos a aceptar, pero que os la tengo que decir, pues como filósofo estoy obligado a deciros la verdad. Tanto vosotros como yo estamos condicionados; no somos seres libres porque no nos hemos liberado de una serie enorme de cosas que me imagino que no hace falta que las estemos detallando. Así que no podemos ser libres. No podemos hacer el chiste de aquel señor que dijo: «¡Paren la Tierra, que me quiero bajar!». No, es inútil. Podéis golpear la Tierra una y mil veces que no se va a parar y no nos podemos bajar. Y no solamente no nos podemos bajar del planeta Tierra, a veces no nos podemos bajar de una situación familiar, de una tradición política, de una situación económica. No podemos –vamos a suponer– cambiar de sexo, no podemos cambiar de edad. Hay una serie de limitaciones en nosotros, algunos entendemos peor las cosas, otros las entendéis mejor, unos podemos sentir de una manera las cosas, otros de otra manera. Alguien ve llorar a un perro y a lo mejor lo toma en brazos, y otro quizás le da una patada. Eso depende de la reacción interna que se pueda tener, de la bondad de corazón, o de con qué estaba asimilando la imagen del perro.

Entonces, lo primero que tenemos que hacer es no identificar caos con libertad. La libertad no está en el caos; la libertad precisamente está en el orden. Seguramente, sabéis la diferencia que hay entre el grafito –lo que forma la mina de un lápiz– y el diamante. Los dos son carbono, exactamente igual, pero en el grafito la disposición molecular es completamente caótica, es decir, no tiene ritmo, y entonces la luz no pasa a su través. Por eso podéis escribir con el grafito, porque es deleznable, o sea que es frágil, vosotros lo colocáis sobre un papel y va dejando pedazos de sí mismo. Sí, pero frotad el papel con un diamante, y ahí se rompe el papel. Porque el diamante tiene orden, tiene canalización, sus moléculas están canalizadas de tal manera que pasa la luz y la fuerza a través de ellas, y están fuertemente retenidas, de tal suerte que hay un orden en ese diamante y hay un desorden o un caos dentro del grafito.

Por otra parte, hoy se identifica todo lo que sea orden con multinacionales o sistemas militares. Debemos preguntarnos primero por qué las multinacionales o los militares son ordenados. Quizás hay algún gerente de alguna gran empresa o algún militar aquí, pero para los clientes o civiles les digo que los empresarios y los militares son ordenados porque quieren colocar en el mercado sus productos y ganar guerras, porque saben que el que no es ordenado no vende sus productos y no gana guerras, las pierde. Cuando hay una gran catástrofe, cuando hay una gran quema de bosques, cuando unos alpinistas se han perdido en una montaña, o cuando un barco está a la deriva, ¿a quién se llama? A los militares. No se llama a los hippies, se llama a los militares. ¿Por qué? Porque ellos están preparados y pueden hacerlo. Entonces, tenemos que entender que, en ese sentido, el orden permite desarrollar toda una doctrina de la existencia, o sea, el ser humano no pierde su libertad siendo ordenado, al contrario.

En la actualidad hay una serie de loas hacia lo desordenado, a las «parálisis», a todo aquello que desmiembra, que rompe. Pero –si es que queremos volver realmente a la naturaleza, si es que de alguna manera nos hemos dado cuenta de la crisis de nuestro sistema–, hagámonos preguntas muy simples, mis queridos amigos. Por ejemplo, vamos a suponer que todos nosotros estamos de acuerdo con el derecho de huelga. Perfecto. Yo sé que el derecho de huelga es una cuestión muy debatida, que no la vamos a tocar ahora tampoco, que puede tener muchas causas: injusticias sociales, subidas económicas, presiones a los distintos estamentos, etc., pero preguntémonos ahora individualmente y de manera silenciosa: ¿Le daríamos a nuestro corazón la posibilidad de declararse en huelga en este instante? No. ¿Por qué? Porque la huelga del corazón se llama paro cardíaco y es la muerte. ¿Y le daríamos derecho a nuestros pulmones, vamos a suponer, para que se detengan en sus funciones? No, porque eso es paro respiratorio y nadie quiere morir ahogado. Y, a los jóvenes, sobre todo, ¿os gustaría una continuada huelga sexual, por ejemplo? No, obviamente.

Todos queremos lo que tenemos naturalmente. No queremos contaminar lo que tenemos y queremos tener las cejas sobre los ojos y no debajo; queremos tener saliva en la boca y queremos tener los dedos en la mano. ¿Para qué me servirían a mí los dedos en la nuca, no sé, salvo para rascarme la cabeza?

O sea, que necesitamos las cosas donde están. Y todo mi cuerpo y todo vuestro cuerpo, cada cuerpo que hay aquí, es una imagen misma de la plasmación de un orden, de un sistema armónico. Vosotros tenéis arterias, venas, un sistema nervioso; es tan inteligente quien hizo el cuerpo –o algunos dicen que se hizo solo, ¡maravilloso!–, que corren juntos los paquetes de arterias, venas y nervios, para aprovechar un mismo orificio óseo a veces, y poder pasar a través de un hueso. Y lo mismo hace un buen cirujano. ¿Qué pensaréis de un buen cirujano?, que ve al enfermo y dice: «Bueno, hombre, qué barriga más grande, ¿por dónde empezamos?». No, el buen cirujano sabe cuál es la zona donde va a hacer la primera incisión y luego tiene una vía operatoria para poder llegar hasta el lugar donde está la enfermedad, o sea, donde está el tumor o donde hay que extirpar algo, para poder extraerlo. Y luego va a coserlo, va a remendarlo de alguna forma, para que tratemos de estar como antes.

Si estos principios simples que estamos aplicando nosotros en la vida diaria y que aplica el médico en su medicina, puesto que la vida es importante para todos nosotros, los aplicásemos en todas las cosas, nos daríamos cuenta de la necesidad que tenemos de superar nuestra etapa caótica y de llegar a una etapa ordenada.

Orden, mis queridos amigos, no es rigidez. Muchas veces al hablar de orden se nos ocurre pensar inmediatamente en un señor, generalmente con uniforme, con un látigo en la mano, y unos pobrecitos que están al lado de él marchando todos como locos. No, eso no es orden. ¿Habéis visto volar a los pájaros en el cielo? Los grandes pájaros: las avutardas, los gansos, ¿cómo vuelan en el cielo?, ¿de manera desordenada u ordenada? Vuelan, obviamente, de manera ordenada. Y para que las pequeñas partículas de nieve puedan caer hasta la tierra, se reúnen entre sí, porque si no, no llegarían a caer. Hay un orden en el declive de la tierra que lleva el agua de los ríos de las montañas al mar. Hay todo un equilibrio dentro de la naturaleza que nos demuestra la necesidad de ese sistema de orden, que no es el de las historietas de los señores con uniformes y los demás contra la pared todos asustados. No, señores, no es orden llevar botas o llevar zapatos. Es algo mucho más profundo, está mucho más allá. El ser humano fundamentalmente es un objeto físicamente ordenado; psíquicamente debería serlo, y espiritualmente es un arquetipo, la chispa misma de un orden que se establece sobre la naturaleza.

Ahora podemos pensar que en esta Edad de Acuario, en este momento en que las potencias del “agua”, las potencias disolventes están triunfando, ¿cómo poder ser ordenado?, ¿cómo podemos tener orden, y aplicar todo esto que estamos conversando?, o sea, ¿qué práctica puede tener? Aparte de que pueda caerle bien o no a la gente que me está escuchando, ¿esto tiene alguna aplicación? Sí, señores, tiene una aplicación. Lo que pasa es que la alienación del momento también nos hace muy difícil toda esta aplicación.

Generalmente –salvo por necesidad, y entonces ya saldríamos del programa de la libertad–, somos muy desordenados, tendemos a ser desordenados, incluso no hay unión suficiente entre nuestra mente y nuestro cuerpo. A veces, estamos haciendo una cosa físicamente, por ejemplo, friéndonos un par de huevos fritos, y en ese momento mismo estamos pensando en un artículo o en algo que vamos a escribir o estamos pensando en una poesía, o lo que sea. Y cuando luego vamos a escribir la poesía o vamos a escribir el artículo, pues nos viene la imagen de los huevos fritos. Tenemos que superar esa dicotomía interior. Yo ahora os estoy dando una pequeña charla, pero también en este momento puedo sentarme y jugar al ajedrez. Aparte de que sería una falta de respeto para todos vosotros que habéis tenido la bondad de venir a escucharme, sería una tontería de mi parte. Primero, perdería la partida de ajedrez, porque no puedo hablar al mismo tiempo que juego, luego también vosotros no entenderíais nada, porque muchas veces me quedaría meditando a ver si tengo que mover el peón, el caballo o cualquier otra cosa. O sea, no se pueden hacer dos o más cosas al mismo tiempo. Mahoma lo dijo ya hace más de mil años: «No se pueden montar dos camellos al mismo tiempo».

Lo mismo podría decirse de nuestras modernas formas de comer, donde ya casi nadie se sienta para comer, sino que esto ha de hacerse lo más deprisa posible, porque no hay tiempo que perder. Este sistema de «comida rápida» ha llegado a incorporarse en nuestros hogares, donde hay un comedor diario y el comedor para las visitas: el comedor diario donde comen de pie, encima de la cocina, y el otro es simplemente para poder estar sentado cuando vienen nuestros familiares. Parece ahora que estar sentado es un privilegio de príncipes de la Etruria. Nos hemos ido reduciendo poco a poco en todas las cosas, y no nos damos cuenta. ¿Cuántas casas hace cien años tenían salón de música? ¿Cuántas? Un salón de música con un piano era la cosa más normal del mundo. ¿Cuántas casas tienen hoy salón de música con un piano? No, no. Hoy está el tocadiscos o el radio-cassette, donde oímos lo que los demás han grabado, lo que los demás han ejecutado, pero hemos perdido la capacidad de interpretar nosotros, de hacer algo nosotros, de sentarnos a un piano para hacer música para nuestra familia o amigos. No, tenemos que escuchar todo lo que nos viene ya modulado, lo que nos viene preconcebido desde afuera, y eso entonces, en nuestro caos, es más esclavitud que otra cosa. Y lo mismo pasa con los alimentos y con tantas cosas.

Por ejemplo, es completamente absurda y estúpida la forma que en la actualidad se trata de hacer «presión social», por ejemplo, paralizando los trenes. Decidme una cosa: ¿a quién afecta la paralización de los trenes? ¿A la gente pobre que solamente puede ir en un tren, al millonario que puede alquilar un avión o al hombre simplemente de buena fortuna que tiene coche? Obviamente, al que no tiene nada. Hay muchas cosas que están por completo pasadas de moda, están en otra época, hoy no tienen ningún sentido y, sin embargo, debido al caos en el cual vivimos, seguimos soportando esas situaciones y aun seguimos promoviéndolas, cuando realmente necesitaríamos superarlas.

¿Cómo superarlas? Superándolas individualmente, comenzando por conocernos a nosotros mismos, por saber dónde comienzo y termino física, psicológica, emocional y mentalmente. ¿Dónde estoy, quién soy? ¿Hasta dónde puedo hacer cosas? ¿Cuáles son mis aptitudes desarrolladas e íntimas? ¿Es que puedo interpretar música en un piano, es que puedo pintar, es que puedo esculpir, es que puedo simplemente leer un libro, o puedo caminar, o puedo jugar al fútbol, o qué es lo que puedo hacer? ¿Qué es lo que puedo hacer psicológicamente? ¿Puedo mantener una conversación? ¿Puedo, aunque me ofendan, no reaccionar a lo bruto, a lo bestia? ¿Puedo tener afectos reales y sinceros, sin engañar? ¿Puede mi mente concebir cosas limpias y puras, es que mi mente no está tratando siempre de hacer argucias para autocolocarse mejor? Ese conocimiento de nosotros mismos nos permite vivir realmente en libertad.

Y si cada uno nos conociésemos a nosotros mismos, la suma de todos nosotros nos llevaría a una sociedad más justa, en donde hubiese menos sangre y menos violencia. Varias veces desde esta pequeña tribuna filosófica lo hemos dicho: la humanidad no se ha de salvar de los males que tiene mediante fórmulas teóricas aplicadas desde una mesa, no se ha de salvar haciendo maquetas de lo que podría pasar; se va a salvar, va a seguir adelante partiendo de lo que realmente tiene y hace. Esa es la única realidad. No podemos arreglar el mundo simplemente haciendo dibujos en la pared. Tenemos que empezar arreglándonos a nosotros mismos, y tratando de transmitir a los que están cerca de nosotros –familiares, amigos, compañeros de trabajo o compañeros de estudio–, este hallazgo, que es el redescubrimiento del hombre interior, de la fuerza interior y espiritual del hombre, porque a esa fuerza interior y espiritual nadie puede ponerle cadenas.

Se pueden poner cadenas en los tobillos o en los brazos de las gentes, pero no se pueden poner cadenas en el espíritu, en el alma. El alma, el espíritu, la imaginación, la fantasía vuelan más allá de todas las cárceles, de todas las cadenas, de todas las limitaciones, de todas las enfermedades, de todas las edades y de todas las distancias. Tenemos que potenciar la fuerza interior que nos permita volver a vivir realmente de acuerdo con la naturaleza, pues necesitamos volver a ella, pero no mediante movimientos ecológicos que lo primero que hacen es darles la vuelta a los turismos por las calles o incendiar banderas; no, eso no es volver a la naturaleza, eso es volver a la Edad de Piedra.

Volver a la naturaleza es volver a vivir naturalmente, atreverse a vivir naturalmente, tal cual os decía al principio: si dais una conferencia, por favor no la leáis, no preparéis las cosas de antemano, improvisad delante de vuestra gente, de los que han tenido confianza en venir a escucharos. Si tenéis que hacer un cuadro, pintad lo que sentís en el corazón, no os preguntéis si estáis en la etapa cubista o puntillista, sino que os salga lo que realmente tenéis dentro o lo que realmente estáis observando en el mundo circundante. Si tenéis que dar una opinión política, no os circunscribáis tampoco a las distintas formas que os han enseñado ahora, sino tratad de ver qué es la política, de polis, ciudad, o sea, el gobierno de un pueblo, y de qué manera el político no es un señor que cobra mucho dinero por decir tonterías, sino que es un señor que está al servicio del pueblo.

Tratemos de ver también de qué manera debemos cuidar a nuestros niños, porque si no estoy mal informado todavía están discutiendo si el «Libro Rojo del Cole»[1] es bueno o es malo, o sea, si hay que enseñar pornografía a nuestros niños, enseñarles a hacer huelgas, a insultar al profesor o al padre. ¿Y eso lo podemos discutir? ¿Es que hemos caído tan bajo que nos podemos preguntar todavía si conviene ser una persona educada o insultar a los mayores o a quienes amablemente nos hablan?

No es posible de ninguna manera, no lo aceptamos, nos rebelamos ante ello. Nuestro espíritu se pone de pie, se levanta, se alza como las llamas de una antorcha y dice: ¡No, no, no puede ser, aunque estemos en la Edad de Acuario, aunque todas las aguas del mundo nos rodeen! También un día, dicen, hubo un diluvio y hubo un arca de Noé, y hasta los animales pudieron salvarse. ¿Cómo no nos vamos a salvar nosotros de estas aguas disolventes?, ¿cómo no vamos a dar nuestra opinión, que está basada en un orden superior, un orden natural, no un orden impuesto? Ese orden que hace que tengamos la cabeza sobre los hombros y no los hombros sobre la cabeza; el orden que hace que las estrellas volteen en el cielo siguiendo sus diminutas espirales, diminutas desde lo lejos, enormes en la realidad; que hace que las amebas se muevan dentro de las aguas. Es la fuerza que hace crecer los árboles, que hace alternar el día con la noche, el verano con el invierno, es la fuerza maravillosa que hizo a las mujeres, a los hombres, y así nació entonces el amor y nacieron los niños, y las casas y las cosas nuevas, y todo aquello que amamos y todo aquello que debe perdurar a través de esta edad de disolución, a través de esta Edad de Acuario.

De ahí que nosotros, como filósofos, proclamamos la necesidad de superar este caos con una renovada concepción del orden que forme un nuevo ser humano, que eso es lo que necesitamos, y no una abstracción, no un mero símbolo. No nos basta con los símbolos; los símbolos simplemente apresan ideas, hace falta el ser humano que las vivifique, que las proclame, que las escriba, que las esculpa, que las realice día a día. Dicho de otra manera, debemos realizarnos a nosotros mismos en armonía, no en oposición con la naturaleza, debemos ser la continuación de nuestros antepasados y el ejemplo de los seres humanos que van a venir. Que de nuevo aquellos que profesan en las cátedras sean profesores y tengan discípulos, no solamente alumnos que les vayan a tirar piedras o huevos podridos.

Aquellos que sois jóvenes, recordad que la vida pasa y un día seréis viejos y también necesitaréis que los jóvenes os escuchen, y aquellos que ya tenéis más edad, recordad que la juventud no es una cuestión de células epiteliales, es una cuestión interior, de corazón, porque existe lo que los griegos llamaban la Afrodita de Oro, que representaba la fuerza espiritual, la fuerza de la juventud, la misma que hoy nosotros proclamamos aquí delante de pocos cientos de personas, y, sin embargo, la proclamamos libremente: la fuerza del ser humano, la fe en Dios. Porque hoy, queridos amigos, nos han enseñado a tener vergüenza de decir que creemos en Dios, pero a no tenerla para hablar de aberraciones. Hoy la gente tiene vergüenza de escribir en la pared: «Creo en Dios», pero no la tiene cuando escribe en las puertas de las universidades: «Porros sí, porras no». La gente está un poco trastornada, y, evidentemente, a los enajenados y perturbados no se les debe castigar ni tampoco nos debemos asustar de ellos, sino que hay que curarlos.

Por todo ello, si cada uno de nosotros aspirara a ser una suerte de Asclepios, el dios de la medicina, una suerte de médico curador de almas, ¡que eso es el filósofo! y que en los lugares donde estemos, alienados o no, rodeados de damas, de caballeros, de niños o de ancianos, podríamos ser como un faro en medio de la tormenta, en medio de las aguas, un sostén insumergible.

Os invito a cada uno de vosotros a que tratéis de conquistaros a vosotros mismos y de mantener –dentro de todo lo posible y de lo imposible– vuestra alma incorruptible y en armonía para vencer las oscuras fuerzas del caos.

[1] El libro rojo del cole fue un ensayo publicado en Dinamarca en 1969 por Søren Hansen y Jesper Jensen, donde se alentaba a los jóvenes a cuestionar las normas sociales y explicaba cómo protestar contra ellas, además de tratar otros temas considerados tabú, como la sexualidad o el consumo de drogas.

Créditos de las imágenes: Etienne Girardet

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Referencias del artículo

Conferencia dictada el 9 de febrero de 1980 en la sede de Nueva Acrópolis, Gran Vía 22, Madrid, España.

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