A base de repetir los gestos navideños de siempre, quizá hemos olvidado que tienen su origen en hermosos relatos de variadas procedencias.
Un breve repaso por algunos de ellos quizá sirva para enriquecer las imágenes navideñas, evocadoras de escenas repetidas por los artistas de todas las épocas, respondiendo a una tradición popular que se ha mantenido a través de los siglos.
El prodigio del nacimiento de Jesús tiene su antecedente en el nacimiento de María su Madre. Cuenta la tradición que Joaquín, que era hombre piadoso y próspero, no había tenido hijos con su esposa Ana, después de veinte años de matrimonio. Por ello, cuando se disponía a hacer sus ofrendas en el templo, Rubén, el escriba, le increpó, indicándole que, puesto que no había engendrado descendencia, había perdido su derecho a participar en los ritos. Joaquín, abatido y humillado, se retiró con sus rebaños a las montañas, sin comunicarle siquiera a su esposa el motivo de su decisión. Ana rezaba y lloraba lamentando su suerte, pues no solo Dios no le había dado hijos, sino que se sentía abandonada, sola y sin marido en su infortunio. Pero sucedió que mientras un ángel le comunicaba a Ana que iba a ser madre de una niña, a la vez le indicaba a Joaquín que volviera con su esposa, pues había quedado encinta porque Dios había suscitado en ella descendencia.
Joaquín debió titubear un poco ante tan sorprendente noticia, pero al fin se decidió a ir al encuentro de su mujer y la acompañó y cuidó hasta que, ante la admiración de todos, dio a luz a la anunciada niña, que ya desde muy pequeña mostró una extraordinaria piedad. Era también muy laboriosa y hábil para trabajar la lana y realizar los menesteres que ocupaban su tiempo, pero lo que en realidad deseaba era consagrarse al servicio divino en el templo y permanecer virgen. Que una mujer se propusiera una forma de vida de esta naturaleza no tenía precedentes en la historia de los templos de Israel, por lo cual, cuando María había cumplido los catorce años, la sinagoga decidió entregarla a algún varón intachable para que tuviera a su cuidado a aquella doncella tan especial que quería ser casta y entregarse del todo a Dios.
El procedimiento para la elección del candidato a guardar la virginidad de María fue por demás curioso. El sacerdote convocó a los varones de la tribu de Judá que no tuvieran esposa a que acudieran con una vara en la mano, pues, una vez colocadas en la parte más secreta del templo, de la que saliera una paloma volando sería la señal del elegido. La vara de José, que era pequeña, había quedado descartada, quizá por despiste del buen sacerdote. Un ángel tuvo que avisarle de que incluyera precisamente aquella varita en el conjunto, pues de allí iba a salir la paloma augural, como efectivamente sucedió; y ante la sorpresa de todos, el carpintero José fue el destinado a guardar a la mística virgen.
José tenía su taller en Cafarnaún y allí estuvo trabajando una buena temporada, hasta que, cuando volvía a Nazaret, se encontró con la desagradable sorpresa de que la niña que le había sido confiada estaba embarazada. Es comprensible el disgusto y la vergüenza que le produjo saber la noticia y que no se creyera la versión que le daban todos de que nadie la había tocado y que solo podía haber sido un ángel, con el que conversaba muy a menudo. Tuvo que ser el referido ángel el que se le apareciese en sueños y le tranquilizase, garantizándole que la criatura que esperaba su joven esposa era obra del Espíritu Santo. Lo difícil fue convencer a los sacerdotes, que no aceptaron aquellas versiones y sometieron a José y a María a una curiosa prueba: debían beber el agua sagrada y dar siete vueltas alrededor del altar y si no se producía ninguna señal visible en sus rostros era indicio de que no mentían. Así lo hicieron, con lo que al final quedó probada la inocencia tanto de la santa virgen como del buen carpintero.
Es sabido lo que sucedió después: el precipitado viaje a Belén para empadronarse, el parto que se presenta, mientras José había ido a buscar a una comadrona, en el refugio de una gruta, iluminada por una luz resplandeciente, como si fuera de día, y sobre la gruta una estrella enorme que brillaba. Allí, en la gruta, estuvieron tres días la madre y el niño, y los otros tres siguientes hasta la circuncisión, en un establo, arropados por una mula y un buey que adoraban a Jesús, como pronto empezaron a hacer otros animales.
En aquellos primeros días, la llegada de los magos de Oriente es uno de los acontecimientos más destacados y cargados de simbolismo, tal como lo cuentan los evangelios apócrifos, quizá empeñados en establecer un nexo con la sabiduría mistérica de los magos caldeos, que en Persia habían desarrollado un elaborado sistema de conocimiento y de magia. Zoroastro, el gran sabio persa, había anunciado que una estrella muy brillante avisaría del nacimiento de un ser divino entre los hombres. Así sucedió, en efecto, pues la misma noche del nacimiento de Jesús, cuando los sabios astrónomos estaban celebrando una fiesta con los dignatarios reales, una potente estrella se hizo visible, con lo que tres hijos de reyes tomaron tres libras de oro, incienso y mirra y, siempre guiados por la columna de luz, se dirigieron hacia Galilea. Los tres enigmáticos sabios caldeos habían recogido tales dones misteriosos de la «Caverna de los Tesoros», que era donde Adán los había depositado después del pecado original y se habían conservado de generación en generación.
Una vez realizada su ofrenda al Niño Jesús, como signo de que la milenaria sabiduría de Oriente lo reconocía como Mesías, la Virgen les entrega como recuerdo un pañal del Niño divino. Cuando llegan los magos a su tierra, deciden someter el pañal a la prueba de fuego y en el curso de una de sus ceremonias lo arrojan a la hoguera, para comprobar que no se había consumido, sino que permanecía entero, por lo que lo conservaron como una reliquia que se estuvo venerando primero en Bizancio y después en Francia, hasta que la revolución la destruyó.
En verdad, no estaban descaminados aquellos doctos astrónomos, según pudo averiguar Kepler en 1604, cuando descubrió que en torno al 1 de marzo del año 7 antes de la era cristiana se había producido una conjunción de Júpiter y Saturno, junto al Sol, Luna y Venus, situados en el signo de Piscis en ascendente, lo que potenciaba la conjunción, que habría durado hasta el 7 de julio. Por aquella fecha también se había producido el paso de un cometa brillante, lo cual explica las alusiones de los textos a la presencia de estrellas en las escenas de la Navidad.
Aquellos primeros tiempos de la infancia de Jesús fueron bastante ajetreados, no solo porque continuamente se producían prodigios y curaciones milagrosas, apariciones de ángeles y sueños premonitorios, sino porque sus padres se vieron en la necesidad de trasladarse a Egipto, ante el peligro que representaba un Herodes furioso porque pensaba que los magos caldeos le habían engañado. Esta huida, que se produjo, según los textos apócrifos, cuando habían pasado dos años del Nacimiento, es uno de los episodios más sugerentes y llenos de prodigios.
Lo más duro fue la travesía del desierto, donde habitaban dragones y fieras hambrientas que, al ver al Niño, se inclinaban al paso de la comitiva divina y algunos hasta se incorporaban al séquito, haciendo de guías por aquellas extensiones. Pero la sed y el calor eran terribles, por lo cual, a los tres días de marcha por las ardientes arenas, María pidió que se detuvieran a descansar a la sombra de unas palmeras. No tenían agua y las palmeras estaban cargadas de frutos. La madre deseó comer de ellos y el Niño, con solo un pensamiento, hizo que se inclinase el esbelto árbol, proporcionándoles lo que no se especifica si eran dátiles o cocos. Para aliviar la sed de sus padres hizo brotar de las raíces una fuente que manaba agua fresca y dulce.
Pero Herodes, el malvado y celoso rey que temía perder su trono por el advenimiento del Mesías, había enviado sus veloces guardias a perseguirlos y una vez más, las piadosas palmeras del desierto sirvieron para ocultar a los fugitivos, formando una pantalla con sus ramas, con lo cual los guardias pasaron de largo y no los vieron.
Los cantares populares de la Navidad han recogido otro milagro, ocurrido cuando la Sagrada Familia regresaba desde Egipto a Galilea. Esta vez es el Niño el que pide a su madre de beber, y en esto llegan a un naranjal que estaba custodiado por un ciego. La madre le pide algunas naranjas para saciar la sed de su hijo:
«- Coja usted, buena señora,
coja usted, buena mujer,
y en cogiendo para el Niño,
coja las que quiera usted.
La Virgen, como era Virgen,
no cogía más que tres,
el Niño, como era Niño,
todas las quiere coger;
cuantas el niño cogía
volvían a florecer».
En premio a su generosidad, el ciego recibe de la Virgen un pañuelo para que limpie sus ojos, y al hacerlo, se ve curado de su ceguera.
La hermosa historia de los milagros de Jesús no había hecho más que empezar. Pero al principio, cuando no era más que un niño, bastante travieso por cierto, los prodigios formaban parte de sus juegos: les rompía los cántaros a los niños cuando iban a por agua al pozo, pero luego sentía compasión ante sus lloros y se los recomponía al instante, o hacía que los árboles se inclinasen para que sus amigos se pudieran subir a hacer de las suyas; otras veces hacía que se movieran los muñecos de barro que modelaban entre todos. En otra ocasión, su madre le mandó a por agua con un cántaro, pero tropezó y se le rompió la vasija, ante lo cual, Jesús recogió el agua con su pañuelo y así se la entregó a su madre.
Empezaba así una nueva época, hace de ello dos mil años, aunque se trata de una cifra convencional, pues hay versiones para todos los gustos para fijar la fecha exacta en que tuvieron lugar aquellos acontecimientos que cambiaron la historia del mundo. Desde luego, queda descartado que fuera el 25 de Diciembre, fecha que se hizo coincidir con la de otras celebraciones romanas como las saturnalias o la del nacimiento de Mitra, que se habían instaurado en el 274 a. C.
Así que el 31 de diciembre habremos celebrado el paso de un tiempo medido de manera un tanto arbitraria y relativa, lo cual no disminuye sin embargo la fuerte carga psicológica de sentir que una larga época se acaba, que otro ciclo comienza.
«Evangelios apócrifos». Recopilado por Joseph Carter. Ed. Sirio. Málaga, 1998.
«Los Evangelios apócrifos». Versión crítica y comentarios de Aurelio de Santos Otero. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1996.
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