Tengo el gusto, una vez más, de volver a hablar a nuestros amigos de Lima. A través del tema de hoy vamos a tocar algunos puntos referentes a esta actitud filosófica de conocerse a sí mismo, que tanto nos importa a todos. Porque, obviamente, todos necesitamos conocernos a nosotros mismos.
Aunque parezca una paradoja, el conocernos a nosotros mismos es una de las vertientes más antiguas, más difíciles y, en cierta forma, menos exploradas en el sentido natural y directo de la palabra, de la filosofía.
Nosotros mismos podemos tener una pequeña experiencia al respecto. Todos la habéis tenido. Cuántas veces vemos una fotografía que nos han sacado y –yo no sé si será por vanidad– decimos: «¿Pero ese soy yo?». O sea, vemos un rostro que identificamos como el nuestro, pero nos cuesta reconocerlo, nos parece que no hemos salido naturales, que hemos salido peor o mejor, que el enfoque estuvo mal o, de alguna manera, ese rostro de la fotografía no es exactamente el que nosotros nos imaginamos que tenemos.
Incluso, a veces, cuando nos sentimos muy solos, nos ponemos frente a un espejo, y puede parecernos que ese que está en el espejo no fuésemos nosotros, sino otro personaje que nos está mirando. Sabemos que somos nosotros, pero, de alguna manera, también sabemos que somos dos: el reflejo en el espejo y nosotros.
Otra experiencia que está al alcance de cualquiera es la de grabar con un magnetófono nuestras palabras, un discurso, una conversación, la lectura de un poema. Cuando lo escuchemos por primera vez vamos a quedar verdaderamente asombrados de oír nuestra voz y, si bien también la reconocemos, nos sonará extraña; parecerá que es más aguda, o que está en sordina o parecerá cualquier otra cosa, pero no reconoceremos exactamente nuestra voz, o sea, no es la voz que oímos cuando estamos hablando.
En resumen, que aun en la parte física, aun en la parte exterior, nos es difícil conocernos a nosotros mismos. Nos es muy difícil porque es un estado de conciencia de reversión que no todos podemos alcanzar con relativa facilidad. Pero ¿qué es este estado de conciencia de reversión que nos permite conocernos a nosotros mismos?
No vamos a tocar el punto técnico, no vamos a hacer un estudio de psicoanálisis o de psicosíntesis; tampoco vamos a hablar de las nuevas teorías, por ejemplo, del filósofo Henri Levy, que actualmente está dando tantas conferencias en Europa sobre el inconformismo, sobre el hombre aislado dentro de la sociedad, sobre el hombre que no se puede conocer a sí mismo, porque la sociedad, de alguna manera, lo presiona y lo deforma hasta el punto de que no se reconoce a sí mismo, porque él se ha soñado de una manera y se encuentra violentamente ante una figura paradójica que le desconcierta y que le crea una dicotomía interior.
Vamos a referirnos a algo mucho más antiguo, para luego retomar un poco el tema en algo actual y práctico. Lo que yo querría esta noche es, sobre todo, entrar en contacto con vosotros, o sea, tener una especie de conversación, como si fuésemos todos amigos que estuviésemos tomando café o cualquier cosa alrededor de una mesa, que estuviésemos reflexionando en voz alta sobre este tema que nos atañe.
Vamos a ver de qué manera trataron este tema los pueblos más antiguos; tampoco vamos a poder mencionarlos a todos, en parte, porque nos falta información y en parte, porque sería la charla demasiado larga.
He puesto en esta pizarra dos grandes corrientes de pensamiento, una que nos viene de la India y otra de Egipto. Egipto e India han dejado documentos lo suficientemente expresivos como para poder entender qué pensaban ellos que era el hombre, o sea, el ser humano en su totalidad.
El hombre no es solamente esto que nosotros vemos. ¿Qué veis vosotros de mí y qué veo yo de vosotros? La verdad es que estamos viendo un poco de piel, estamos viendo un poco de pelo, ropa, zapatos, pero no vemos realmente al hombre o a la mujer que tenemos enfrente. Está enmascarado, escondido, es mucho más rico; tanto es así que nuestra propia faz externa y material es alterada muchas veces por nuestra vida interior.
No me negaréis que no tenemos el mismo rostro cuando estamos pacíficamente leyendo un libro que nos gusta o con una persona de nuestra amistad, que, a lo mejor, en un momento en que podamos estar enfurecidos por una circunstancia cualquiera, por alguien que nos ha insultado o por una gran injusticia que se nos ha hecho. Entonces, se dice que nos sube la sangre a la cara. Está demostrado, a nivel médico, que hay una serie de cambios fisiológicos en nosotros, ya sea en la presión sanguínea, ya sea en todo el sistema endocrino, que se van alterando a medida que estamos en relación con nuestro entorno, con el mundo circundante.
Así, no somos los mismos a lo largo de todo el día, cosa fácil de constatar, porque sin ser médico, sin ser psiquiatra y sin ser tampoco un filósofo renombrado, nos podemos dar cuenta de que no somos los mismos por la mañana que por la tarde, que por la noche. Incluso, hay días en que nos levantamos y tenemos tal pesimismo, tal sensación de que nos van a salir las cosas mal, que no vale la pena ni salir a la calle; y hay otros días en que estamos eufóricos, en que cantamos mientras nos damos una ducha y salimos cantando a la calle, y nos parece que todo nos va a salir bien; pero esto no es algo racional, es algo que nos viene de adentro.
Ahora bien, es obvio que físicamente somos los mismos cuando estamos abatidos que cuando estamos eufóricos. Pero somos los mismos ¿en qué sentido? ¿Qué es en nosotros lo que se siente eufórico?, ¿qué es lo que se muestra abatido?, ¿qué es lo que a veces nos hace sentir melancólicos?, ¿qué es lo que nos hace recordar de golpe a una persona que ha muerto o a una persona que ha desaparecido de nuestra vista? ¿Por qué nos acordamos justo en ese instante?, ¿por qué en otros momentos no nos importa prácticamente la vida que hemos vivido y nos importa tan solo el instante que estamos viviendo? Esas son preguntas fundamentales que nos hacemos todos, a diario, en cualquier momento.
Hubo hombres en India y Egipto –no me refiero a la actual India ni al actual Egipto, sino a esos hombres que hace miles de años fueron filósofos– que, en sus viejas civilizaciones, trataron de investigar a fondo al ser humano. Estas viejas civilizaciones tenían una alienación diferente a la nuestra. Vosotros sabéis que cada civilización tiene una serie de creencias, tiene una forma de vida y le da importancia a determinadas cosas.
Nosotros, hoy, nos preguntamos cómo puede ser que hayan podido vivir los romanos, los griegos, los egipcios o los incas de la forma en que ellos vivían, con su organización social, política, económica y religiosa.
Pero yo os digo que si ahora entrase por la puerta un egipcio o un inca de aquel entonces, si tuviésemos presencia de ánimo para no levantarnos y salir corriendo y pudiésemos conversar con él, tampoco nos entendería a nosotros. No entendería nuestros sistemas económicos, ni nuestros sistemas políticos, ni nuestra forma de ser, ni reconocería como válidas muchas cosas que nosotros consideramos como tales. Hay cosas que nos parecen hoy sumamente inmorales que a lo mejor a él le parecerían completamente naturales; hay cosas, por el contrario, que él vería verdaderamente indignado de las que nosotros estamos haciendo ahora y de las que hacemos todos los días de la manera más natural del mundo.
Vamos a ver, entonces, qué pensaban estas dos grandes corrientes de pensamiento que hemos fijado, una en la India y otra en Egipto. E insisto, una vez más, para que no haya confusiones, que no me refiero a la India actual ni al Egipto actual, sino que me refiero a la vieja India de hace miles de años, llamada Aryâvarta, y me refiero al viejo reino de Kem que los griegos rebautizaron con un nombre que es parecido al que utilizamos ahora, Aegyptos, y que significa «aquello que es desconocido».
Estas gentes pensaban que el hombre tal cual, el hombre completo, el hombre integral, no estaba conformado tan solo por su parte física, sino que también tenía otros elementos, compenetrados como en diversas dimensiones; podríamos compararlo con las pieles que puede tener una cebolla, pero no es exactamente así. En realidad, ellos pensaban que eran como dimensiones diferentes, como es ahora la dimensión tiempo o la dimensión espacio.
Pensaban que existía un cuerpo físico, que los antiguos hindúes llamaban sthûla-sharîra, que significa la envoltura que se puede golpear, que se puede tocar, que se puede apresar con la mano. A esto los egipcios le llamaban khat. En los jeroglíficos egipcios lo vais a ver muchas veces representado como un cubo con una cabeza humana, o sea, la parte más material, la parte pétrea que podríamos tener, la parte, obviamente, física.
Luego, en un plano superior de conciencia teníamos, según los hindúes, una suerte de cuerpo energético que se basaba en el prâna. Prâna es la energía de la Naturaleza, o sea, prâna es la parte de ese Jîva-Prâna, de la gran vida de la Naturaleza que tenemos en cada uno de nosotros. La vida que está en todas las cosas se ha cristalizado, ha tomado una forma, una forma en el caso de los seres humanos, otra forma en el caso de los vegetales o de los animales. Entre los egipcios esto era representado por el ankh, la vieja llave de la vida, que hoy ha vuelto a la moda y que tanta gente lleva colgada del cuello; o sea, el ankh, la figura del hombre vivo, la figura del hombre de pie.
En otra dimensión superior, pensaban los hindúes que existía lo que los actuales traductores llaman cuerpo astral y ellos llamaban linga-sharîra, es decir, un cuerpo que no se puede tocar, un cuerpo luminoso. Correspondía a la parte emocional del individuo, a toda la suma de emociones. Tendríamos, entonces, un cuerpo, según esta línea de pensamiento, que resume, de alguna forma, todas nuestras emociones, todo nuestro sentir, todas nuestras sensibilidades. Los egipcios lo representaban por el ka, el doble o el fantasma; diríamos que es aquella contraparte invisible en nosotros, pero que recoge todas las sensibilidades, toda la emoción.
Por encima, los hindúes ponían a kama-manas, que significa literalmente cuerpo de deseos mentales. Sería nuestra mente, pero aquella parte de nuestra mente en la que radican los deseos, o sea, no nuestra mente superior, sino nuestra mente que especula, que mide, que ve qué ventajas puedo tener yo, qué desventajas puede tener el otro, de qué manera puedo comprar más barato o de qué manera puedo vender más caro. Esa parte de la mente es la que ellos llamaban kama-manas, que es el ab de los egipcios.
Los egipcios representaban a ab y a ba, que significa mente también, como dos hermanas: Meskenet o ab aparecía con unos atuendos muy llamativos y, en cambio, Renenet o ba aparecía en general muy humildemente vestida o, si no, desnuda ante la luz de Amén, o sea, la luz de Amón, la luz universal que baña todas las cosas. En la India a ba se le llamaba manas, de la raíz man, o sea, hombre, que es aquello que caracteriza a los seres humanos. Los seres humanos tenemos la propiedad de que, además de poseer una mente concreta, una mente especulativa, tenemos también una mente filosófica, una mente superior, una mente que se levanta por encima de nosotros mismos, una mente que sueña, una mente que proyecta hacia el futuro, una mente que imagina, que logra imaginar un mundo mejor, que logra imaginar una serie de arquetipos.
Para los hindúes esta mente o manas estaba iluminada por buddhi. Buddhi, de la raíz bud, «luz», «iluminación», es lo que le da el nombre a Buddha, a Siddhârtha Gautama; o sea, al Buddha se le llamaba así porque era el iluminado, que es equivalente a Christos en griego, que significa también el ungido, el iluminado, diferente de Chrestos, que es aquel que va a recibir la luz. En Egipto a buddhi se le llamaba Cheybi, y solía estar simbolizado por un pájaro parecido a una golondrina, que representaba la resurrección de la luz, y también todo aquello superior. Decían los antiguos que aquí radicaba nuestro poder de intuir cosas. El hombre, de alguna manera, puede a veces intuir cosas que van a pasar o que están pasando a gran distancia.
Sabéis que hay una moderna ciencia, la parapsicología, que está haciendo grandes investigaciones sobre todo esto; pero el propio nombre de esta moderna ciencia no nos dice nada, porque para-psicología significa «lo que está más allá de la psicología». Es como el viejo término meta ta physikè, o sea, metafísica, que significa «lo que está más allá de lo físico». Es como si alguien me preguntase: «Bueno, pero ¿qué hay más allá de lo que veo?» Y yo le dijese: «¡Ah!, lo que está del otro lado de la pared». «Bueno, pero, ¿qué hay detrás de la pared?». «¡Ah!, la meta-pared. O sea, lo que está más allá de la pared». Me parece que con eso no digo absolutamente nada, simplemente lo que estoy haciendo es una abstracción.
Lo que sucede es que, cuando nos referimos a temas abstractos, es muy difícil hablar con palabras concretas. La gran dificultad del hombre no es percibir o entender estas cosas. Cualquier hombre que tenga un poco de espiritualidad puede percibirlas con gran facilidad; el problema a veces es captarlo, es resumirlo, es traerlo a nivel humano y poder aplicarlo en la vida diaria y en nosotros; no solamente aplicarlo, sino aplicarlo con éxito en nosotros.
El grave problema de muchas corrientes de espiritualismo, o como las queramos llamar, es que hacen una serie de ejercicios: abstenciones, mutilaciones de la vida diaria, que no siempre tienen su resultado práctico. De hecho, ocurre que en todas las partes del mundo hay mucha gente que hace un real esfuerzo por conocerse a sí misma, por potenciarse a sí misma, por aumentar su memoria, por llegar a tener una intuición, por poder dominar su cuerpo físico, por poder dominar sus dolores, por poder dominar sus emociones, y, sin embargo, cuando le llega la hora de la práctica, cuando le llega la hora de la verdad, generalmente hay muy poca diferencia entre aquel que no hizo ningún ejercicio y no ha estudiado nada y aquel que dedicó a lo mejor largos meses de esfuerzos en esta difícil tarea.
Para finalizar, a la parte superior los hindúes le llamaban atmâ. Atmâ es indefinible; sería el espíritu. Los egipcios lo llamaban sahu o atmu, que es también la parte superior del hombre, que representaban, con su afán figurativo, como un hombre, pero de tamaño enorme, del tamaño de los dioses, o sea, el hombre que había llegado a tener esa dimensión divina, como aparece en el Papiro de Ani que está en el Museo Británico.
Así, entonces, ellos afirmaban que el hombre tenía no solamente un cuerpo físico, sino que también tenía todos los demás cuerpos, todas las demás zonas de vivencia o puntos de conciencia dentro de sí.
Pero nosotros nos encontramos con el problema de conocernos a nosotros mismos. No nos vamos a poder conocer con una fotografía, no; no va a bastar esto. Ni tampoco vamos a conocer a alguien cuando nos lo presentan, por ejemplo, y decimos al estrecharle la mano: «¡Ah, encantado, mucho gusto!, ¡mucho gusto!». En cada país es diferente, pero la verdad es que es un modismo; porque uno ¿por qué está encantado?, ¿por qué tiene mucho gusto si no sabe a quién tiene enfrente? Es una de las tantas mentiras que vivimos cotidianamente. En fin, no hace falta deciros que el gusto no se siente con la palma de la mano y mucho menos un gusto de tipo espiritual, pero estamos acostumbrados a decirlo así.
Podemos, entonces, conocer nuestra parte física en cuanto a nuestra proporción, a nuestra figura, a nuestro rostro, a nuestro cuerpo, etc. Ahora bien, debemos también tratar de conocernos a nosotros mismos en estos otros planos; y para ello hemos tomado los de las corrientes de India y de Egipto. Conocer nuestro mundo vital, conocer nuestra parte vital; el porqué y el cómo de nuestros ciclos vitales, qué ocurre dentro de nosotros en la parte vital, cómo, por qué y hacia dónde corre la vida.
También tenemos que investigarnos y ver qué parte en nosotros es la que se emociona, por qué y en qué grado. Conociéndolo es la única forma en que lo podremos dominar y emplear con justicia, porque a veces cometemos injusticias dejándonos arrebatar por nuestra emoción, por nuestras iras o por una palabra impensada de la cual cuántas veces nos hemos arrepentido; o cuántas veces hemos sido engañados o defraudados nada más que porque alguien manejó este imponderable.
Nuestra parte emocional sería comparable, por ejemplo, a un vendedor, que habla y habla y habla y nos hace sentir la necesidad de tener un cepillo, o a lo mejor, una enciclopedia en dieciséis tomos que nunca pensamos comprar, pero nos hace sentir la necesidad casi fisiológica de tenerla, nos da la sensación de que si no tenemos esa enciclopedia somos algo así como animalitos o una cosa por el estilo; eso sería, entonces, la parte emocional, y podemos investigarla también.
Por encima, para conocer nuestra parte de mente concreta, debemos darnos cuenta de si somos nosotros mismos, en nuestra integridad, en nuestra profundidad, o si somos nada más que un poco de nosotros mismos cuando empezamos a especular, cuando empezamos a pensar y ver cómo puede ser una cosa y cómo puede ser otra. Ver también qué posibilidades tenemos de estar iluminados, ya sea por Dios o por la Naturaleza, si podemos tener algún tipo de intuición, alguna forma de penetrar en los misterios de la vida, en el por qué y en el cómo. No estar siempre simplemente informados por los últimos libros o por el periódico que esté de moda. Y llegar finalmente a la parte interior de nuestra alma.
Tenemos que mirar, entonces, en nuestro interior, llegar a nuestra parte interior. Debemos comprender que tenemos sueños, que tenemos ilusiones, que tenemos esperanzas truncadas, que todo eso hace fuerza dentro de nosotros, todo esto está modificándonos la vida, tengamos la edad que tengamos, seamos como seamos, tengamos el dinero que tengamos. Hay una serie de elementos imponderables que no son estrictamente físicos y que nos modifican completamente nuestra vida, nuestra forma de ser, nuestra relación con la gente.
De ahí nació precisamente este movimiento filosófico: Nueva Acrópolis, o sea, nueva ciudad alta, no alta en el sentido de Nueva York, de rascacielos, sino una ciudad alta, un lugar alto, descontaminado, donde poder vivir. No descontaminado solo físicamente –porque si no, los pájaros que están en la Amazonia, por ejemplo, estarían ya en el Nirvâna, para decirlo en sánscrito–, ni descontaminado tampoco por un tipo de alimentación, sino descontaminado por una posición interior e integral.
Nosotros estamos ante un mundo crítico y difícil. En todo el mundo hay una crisis, que la vemos en lo político, en lo económico, etc. En muchos países del orbe han tratado de solucionar de distintas maneras estas crisis en estos momentos de estrés. Pero la verdad, señores, yo, que viajo por todo el mundo constantemente, y vosotros, que tenéis información a través de los diarios, sabemos que no se solucionan los problemas, que cada vez hay más delincuencia, más hambre, más gente que está sin trabajo o está desaprovechada completamente en lo que podría hacer. Ninguno de los sistemas que conocemos alcanza, cuando llega a la práctica, a establecer aquello que en teoría o en una maqueta parecía que podía dar soluciones.
Es obvio, entonces, que necesitamos un estado de revolución interior, re-evolución, es decir, una vuelta a lo que somos nosotros mismos, una gran limpieza de nuestro interior, un gran encuentro con nosotros mismos. Necesitamos ser, aunque sea piedra, aunque sea arena de esa ciudad alta, necesitamos construir esa ciudad alta, necesitamos unir no solamente nuestras voluntades, sino también nuestros sueños y, de alguna manera, nuestros corazones. Como decían los filósofos de Roma: «¡Mirad a la Concordia!». Concordia quiere decir: «corazón con corazón», así como las manos derecha e izquierda se trenzan, bien para hablar, bien para coger una cosa, por lo que justamente presentan una armonía por oposición.
Nosotros podemos manejarnos conociéndonos y dominándonos a nosotros mismos, de tal suerte que podemos llegar a una concordancia, podemos llegar a una convivencia, estar unidos entre los seres humanos. Todos hablamos de convivencia, de paz y de amor, todos hablamos de que si los derechos humanos… pero cada vez hay más hambrientos en el mundo, cada vez hay más gente que es analfabeta o está condenada a ver pornografía, cada vez hay más jóvenes que se licencian en las universidades y después no tienen dónde ejercer sus profesiones, cada vez hay más colas de jubilados que están cobrando una miseria.
Ante estas realidades concretas, como este suelo que pisamos, ¿de qué nos sirven las abstracciones, de qué nos sirven las palabras, de qué nos sirven las declaraciones? Lo que nosotros necesitamos es algo concreto, como nosotros mismos, concreto como nuestros pensamientos —que también son concretos—, concreto como nuestra necesidad de existencia y de convivencia, de paz, de calor, de belleza, que todo hombre y toda mujer necesita; no solamente tener un traje, ropa, comida o a lo mejor un coche. ¡No! Hay algo que es más importante, todos necesitamos tener, aunque sea un poquito, un puñado de dignidad, un puñado de gloria, y el mundo y la crisis actuales nos están arrebatando ese poquito, ese puñado de gloria y de dignidad.
No importa a veces no estar bien vestidos, no importa a veces no comer como príncipes, pero sí importa estar contentos con nosotros mismos. Importa tener ese pedacito de gloria, ese puñado de satisfacción interior, que es lo único que nos permite asimilar la comida que tenemos en la boca, asimilar los pensamientos que tenemos en el cerebro, asimilar las emociones que tenemos en nuestro corazón.
Urge realmente conocernos a nosotros mismos, y la posibilidad de conocerse a sí mismo tiene en sí la posibilidad de convivencia con otros seres humanos que se conozcan a sí mismos.
Nosotros reclamamos ese derecho, tal como las plantas en época de sequía reclaman de manera natural y directa el agua que les volverá a la vida, tal cual los pájaros reclaman el sol a la mañana con sus cantos. Nosotros reclamamos, esta noche, por derecho propio, esta vida diferente, este mundo diferente, este mundo donde no todo sea materia, donde también tengan lugar los sueños, el espíritu, ese puñadito de gloria que pedimos. No pedimos una gloria a lo napoleónico, pedimos un pequeño puñadito de gloria interior, un pequeño puñadito de dignidad interior, pedimos una forma de convivencia diferente, un trato diferente, una cortesía diferente, un hombre diferente y un mundo que no solamente sea nuevo, sino que sea mejor, o sea, un mundo diferente a este en el que hoy vivimos, un mundo en donde las damas y los caballeros puedan encontrarse a sí mismos, puedan encontrar a los demás y puedan proyectar en esa corriente de vida al hombre nuevo, ese hombre nuevo que un día va a venir; porque no tenemos que perder las esperanzas, no tenemos que pensar que siempre la Humanidad va a ser así.
La Humanidad va progresando, claro, lo malo es que mientras haya alienación mecánica, progresan las máquinas mucho más que el hombre, eso es obvio. Por ejemplo, entre el hombre que manejaba una cuadriga en Roma que iba a 40 km/h y el hombre que hoy conduce un coche de Fórmula 1 de fibra de carbono a 320 km/h no hay tanta diferencia. La diferencia está en las máquinas, o sea, entre la cuadriga y el coche, pero no en el hombre; los seres humanos siguen teniendo problemas, siguen teniendo dolores, decepciones, necesidades.
Hoy, más que nunca, hace falta recuperar estos antiguos conocimientos, vivirlos otra vez de una manera experimental, de una manera lógica, actual, en nosotros mismos, con resultados prácticos y sinceros, no creyéndonos por eso que hemos tocado el cielo con las manos; lo que tenemos que tocar, señores míos, no es el cielo con las manos, sino el corazón del hombre, llegar de nuevo a una convivencia básica y humana, aunque sea la vieja convivencia de nuestros abuelos, que en aquellos tiempos, aunque vivían en pequeñas ciudades o en las mismas aldeas, cuando alguien necesitaba algo los demás venían y ayudaban. Hoy vivimos en las grandes megalópolis, en las grandes ciudades, pero vivimos completamente anónimos unos de los otros, y no nos importa absolutamente nada de lo que pueda pasarle al vecino, lo que le pueda pasar al que está cerca de nosotros o al que está lejos de nosotros, porque el mundo actual nos ha vuelto insensibles, insensibles como este poste que sirve para sostener su toldo, porque él es insensible en sí.
Cuando vosotros os tomáis un plato de sopa, la cuchara no siente el gusto de la sopa, el plato no siente el gusto de la sopa, simplemente la contiene.
Y nosotros ahora estamos conteniendo una cultura, pero no estamos sintiéndole el sabor, no estamos viviendo ni nos estamos alimentando de esa cultura. De ahí que los elementos materialistas deben ser reemplazados por elementos naturales que abarcan la materia, pero no la materia como totalidad, sino la materia como cristalización de algo que es superior, que es más espiritual, que es más perdurable, de algo que será lo que nos permita llevar en el corazón la «Afrodita de Oro», o sea, que nos permita llevar en el corazón un tipo de juventud eterna, un tipo de juventud en que no haya enfermedad, ni años, ni situaciones que la puedan cambiar, sino que seamos eternamente jóvenes y eternamente dichosos. Pero eso tenemos que lograrlo trabajando duro, o sea, conociéndonos a nosotros mismos, pudiéndonos manejar a nosotros mismos y uniéndonos a aquellos que tengan estas inquietudes.
Porque también uno de los problemas fundamentales del momento es el problema moral; los contrabandistas, los ladrones, inmediatamente se reúnen y hacen una banda. Los idealistas, los que quieren hacer algo, los que quieren promover una cultura, generalmente están divididos, están separados en un pseudo individualismo.
Tenemos que lograr conformar esa corriente de vida, tenemos que empezar a hacer dar vueltas a la rueda del tiempo, como si fuese la rueda de un molino que va a moler la nueva harina de la cual surgirá ese hombre nuevo con el que todos nosotros soñamos.
Créditos de las imágenes: Fallon Michael
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