Frente a algunos de los problemas que aquejan a las sociedades actuales, se han elaborado una buena cantidad de estudios sobre los cambios que la personalidad humana puede llegar a experimentar. Y eso, evidentemente, nos interesa a todos.
Sin embargo, es difícil y complejo definir qué es la personalidad y, por lo mismo, no resulta sencillo establecer cuáles son los factores que alteran la personalidad, y si dichos factores son externos, internos del hombre o mixtos. Ni tampoco es fácil decidir si todo cambio de la personalidad es necesariamente patológico.
Situaciones límite derivan de la falta de seguridad en la vida y en uno mismo, de la lucha desencarnada por la supervivencia física, de las guerrillas y del terrorismo que asoman por todas partes. Sectas y fanatismos religiosos, enfrentamientos políticos, ambición de poder y otras varias plagas similares hacen que la personalidad humana no tenga asideros firmes y, por lo tanto, no se desarrolle normalmente. De allí la fragilidad que posibilita cualquier distorsión.
No es nuestra intención hacer un repaso de las múltiples teorías que se han planteado a lo largo de la Historia. De manera un tanto general, se suele aceptar que la personalidad es un producto de la formación y evolución del ser humano, a partir de dos factores previos y básicos: el temperamento y el carácter. El temperamento, como bien lo explicaba ya Hipócrates –temperamentos flemático, sanguíneo, melancólico o colérico–, depende de un estado orgánico congénito, que permite expresarse al individuo espontáneamente frente al mundo exterior.
El carácter es consecuencia de una elaboración paulatina en la que el individuo regula las presiones del temperamento y los instintos, determinando una conducta y unos propósitos, los que, lógicamente, pueden variar en función de la educación y de las relaciones de cada persona con los demás y con su medio circundante.
En cuanto a la personalidad, requiere a la conciencia como centro, para mejorar más aún ese entramado de elementos constitutivos que llegan a distinguir a una persona de las demás. Indica una integración de hábitos, actitudes, ideas, memoria, motivaciones, pautas de acción…, donde encajan las conductas dirigidas hacia el exterior y observables, y otras internas que no siempre se dejan ver (emociones, ideas, etc.).
Ya Cicerón, amante de las ideas platónicas y aristotélicas, definía la personalidad de cuatro maneras diferentes que, sin embargo, se ajustan a las conceptuaciones actuales, más bien las psicológicas que las meramente biológicas. Para Cicerón, la personalidad es:
Está de más recordar que, tanto para Cicerón como para muchos otros filósofos de su época, anteriores y posteriores, esas cualidades giran alrededor de la moderación, la autodisciplina, la prudencia, la tolerancia, la generosidad, la integridad moral; en síntesis, de la capacidad racional y espiritual de controlar los factores irracionales e instintivos propios de los animales.
Es probable que hoy ya no se consideren esos valores como los más significativos, pero, no obstante, nos inclinamos a pensar que la ausencia de tales valores es la que contribuye en buena manera a una dudosa constitución de la personalidad y a sus consiguientes perturbaciones.
Coincidiendo con lo que expresan los filósofos antiguos, la filosofía esotérica, que es la fuente universal que ha servido de fundamento a cientos de pensadores antiguos y modernos, presenta la personalidad como una máscara, pero no en el sentido peyorativo del concepto. La personalidad es la cobertura natural que asume el espíritu humano cuando se manifiesta en el mundo concreto. El espíritu necesita no solo una protección debido a su sutilidad, sino también un medio de expresión, y eso es la personalidad.
De acuerdo con estas doctrinas, está conformada por cuatro componentes de distinta naturaleza, y solo puede hablarse de una personalidad formada, integrada, sana, cuando esos componentes se armonizan por el esfuerzo de la voluntad y la inteligencia.
Hay que combinar:
Como vemos, no hay tanta diferencia entre aquellas definiciones y las actuales que se refieren a una integración de factores temperamentales biológicos, más los psicólogos y los intelectuales. Ni creemos que haya tampoco gran diferencia en el esfuerzo consciente que cada individuo ha de realizar para coordinar estos factores. La personalidad, pues, es cambiante en cuanto evoluciona, crece y se asienta a medida que el ser humano logra una mayor madurez.
Hoy se nos dice que la personalidad se caracteriza por ser un todo organizado pero de relativa estabilidad. Es decir, que, por momentos o en ciertas épocas de la vida, se puede conseguir una cierta organización estable, que tiende a desaparecer ante circunstancias especiales.
De igual modo, encontramos textos antiguos que reflejan la gran dificultad que entraña conseguir una personalidad equilibrada que se mantenga en ese estado, sin que nada llegue a alterarla, o que, al menos, esas alteraciones sean breves y de mínima relevancia. En el Bhagavad Gita, obra integrada en el grandioso Mahabharata hindú, su personaje central –el prototipo humano– se queja ante su maestro: “Porque la mente es inquieta, obstinada, impetuosa y violenta, y no cede fácilmente a la voluntad. Dominar la mente es lo mismo que dominar el viento: un imposible”.
Entonces llegan los sabios consejos que ayudan a dominar la mente, clave de la personalidad: ejercicio prolongado y continua atención, disciplina, vigilancia y paciencia, unidas a una invariable determinación.
Mientras tanto, y lejos de aquellos consejos, la estabilidad y dominio de la personalidad son fenómenos variables a los que hay que resignarse, o bien recurrir a paliativos que no remedian de raíz el problema.
¿Qué cambios podemos apreciar dentro de la llamada “normalidad”?:
Pero, insistimos: estos cambios, para bien o para mal, no son fácilmente controlables porque el equilibrio inicial se ha considerado inestable desde su comienzo, o demasiado sujeto a imponderables, y porque siendo la personalidad un conjunto de múltiples componentes, no se presta a una fácil coordinación. La multiplicidad es, pues, otra característica de la personalidad, y si bien hay casos verdaderamente patológicos de personalidad doble o múltiple, esa enfermedad revela la falta de un elemento superior que pueda poner de acuerdo a la personalidad. Necesitamos, pues, ese conjunto de disciplina y determinación que solemos llamar voluntad.
Sin descartar los factores congénitos que hacen la personalidad y los otros malamente adquiridos sin una formación específica, la verdadera personalidad es un logro individual y consciente. Y no decimos individual por el hecho de que cada cual deba conseguirlo aisladamente, sino que nadie puede suplir esa conquista, nadie puede dar a otro el equilibrio personal que le falta. Se puede ayudar, se puede aconsejar, se puede conducir por un camino acertado, pero eso es algo que cada cual debe ganar por sí mismo, claro está que con una dirección acertada, al menos en los primeros pasos, hasta poder continuar por los propios medios.
En rigor, la personalidad comienza a formarse desde el momento del nacimiento. Aunque en los primeros meses de vida, y aún en los primeros años, prevalecen los reflejos y los instintos, el niño tiene una gran capacidad de aprendizaje, derivada de su gran capacidad de observación y de su necesidad de adaptación al mundo que le rodea. Excepto por enfermedades graves que afectan a centros cerebrales de importancia y le privan de toda comunicación, el niño depende de esas primeras relaciones con su familia para forjarse una idea del mundo y de sí mismo. La fantasía juega un papel primordial y sin desecharla, es preciso llevarla hacia la imaginación, distinguiendo la primera de la segunda en que la una no tiene control sobre las secuencias ni su desenlace, mientras que la otra une las imágenes con orden y coherencia, facultando en el futuro una buena dosis de creatividad.
La adolescencia es un período fundamental, pues las experiencias empiezan a volcarse hacia el interior y el gran descubrimiento es el yo: la propia identidad reconocida y aceptada, con sus virtudes y sus defectos, es un paso esencial para la conformación de la personalidad. No olvidamos el desarrollo sexual, pero creemos que aun este aspecto fisiológico se revierte en nuevas vivencias íntimas.
Durante la juventud, la educación recibida inclina a escoger una u otra forma de vida, desde los estudios, la profesión o la constitución de una familia. En esta época todo puede hacerse y todo puede perderse. En general, prima el entusiasmo por lo que la vida les deparará a los que esperan la realización de sus sueños. La personalidad, si no está aún consolidada, se enfrenta a las primeras desilusiones serias que se convertirán en frustraciones en poco tiempo. Desgraciadamente, la afirmación de la personalidad, en un mundo como el nuestro, depende casi exclusivamente del éxito social, profesional, económico que se obtenga. Lo sentimental tiene su importancia, pero suele quedar relegado ante la valoración y aprobación de los demás.
La madurez equivale a un recuento de la vida. Pero la personalidad no depende de ello; ya está definida. Podrá aprobar o no lo hecho, pero no es entonces cuando se estabiliza. Lo mismo sucede durante la vejez, en que la satisfacción individual depende en buena medida de lo que se haya cosechado antes: el desgaste físico, que no siempre es inhibitorio, no afecta a la mente ni a los sentimientos, ni a los valores que han servido de guía durante los años previos.
Los cambios de personalidad, relacionados con las edades de la vida, son cambios «normales», aunque pueden volverse patológicos si no ha habido nunca un equilibrio más o menos estable, un conocimiento de lo que cada uno es y lo que puede y debe hacer para conseguir lo mejor de sí mismo.
Existen otros cambios, más profundos, que van más allá de la edad. Hay momentos en la vida, que se dan antes o después, y que equivalen a verdaderos renacimientos. Son como encuentros con uno mismo, revelaciones impactantes de lo que ignoramos pero queremos saber, o de lo que intuimos y necesitamos certificar.
Tal vez estos sean los cambios más importantes, los que hacen realmente al ser humano y los que configuran su personalidad como si fuera una obra de arte. Todos los filósofos que se han preocupado por sus discípulos han intentado provocar este tipo de cambios, y vale la pena recordar la expresión socrática de convertirse en «comadronas de almas» para dar nacimiento al desconocido con el que convive cada uno, y darle cabida en sí. ¿Puede llamarse a esto doble personalidad? ¿O es tal vez una personalidad que va sumando nuevos factores, antes ausentes, que dan nuevos matices al individuo, hasta hacerlo irreconocible aun para sí mismo?
Este es uno de los argumentos que se esgrimen en contra de las sectas y que, sin riesgo alguno, podríamos extender a otras muchas agrupaciones de carácter político y religioso. «Anular» la personalidad es apenas aprovechar una personalidad «en blanco», poco formada, para manejarla según las conveniencias del grupo. Y otro tanto consiguen los «paraísos artificiales» del juego, la lujuria, la droga… La personalidad se retrotrae a sus basamentos instintivos y funciona por impulsos y reflejos.
No obstante, no podemos decir que la personalidad queda «anulada». Una personalidad bien forjada, nunca se destruye aunque pase por situaciones difíciles. La pretendida anulación es el resultado de la falta de formación.
Una vez más debemos volver los ojos hacia la educación, tanto la que se recibe en el ámbito familiar, como la que se imparte en escuelas y universidades. Educar no consiste simplemente en enseñar unas mínimas formas de comportamiento aceptadas por la sociedad, o en embuchar datos que la mente registra superficialmente y olvida en cuanto pasan unos meses. Hoy se busca formar profesionales pero no personas, ya que casi nadie se preocupa de lo que pasa por el interior del que acumula conocimientos como si fuese un ordenador. Nadie enseña a vivir, a armonizar esa personalidad múltiple e inestable con la que contamos, pero que, sin embargo, puede ser la llave maestra para resolver cuantos problemas nos presente la vida.
Hoy no existen verdaderos Maestros. Y si los hay, pronto o tarde deben abandonar su idealismo para dedicarse a la burda lucha económica para subsistir o para no perder un puesto de trabajo. Para enseñar hace falta un poco más de libertad y, sobre todo, saber qué se va a enseñar. Nadie puede forjar personalidades equilibradas si no ofrece el ejemplo de lo que predica. Con lo cual, los Maestros que necesitamos son aquellos sabios, los filósofos que soñaban un Sócrates y un Platón, los capaces de ver en su interior, los constructores de sí mismos y, los que en esa categoría, son constructores de los demás. Despertadores de almas, de conciencias. Hombres con personalidad, íntegros, inolvidables, inconfundibles, hombres que pueden dar lecciones de personalidad.
Los que vulgarmente se llaman «cambios», los tan temidos cambios nefastos, son los tintes que, de día en día y según las circunstancias, asumen las personalidades no formadas, aquellas que suman años pero no sabiduría. Estos cambios son juegos de luces: una personalidad indefinida toma el color que refleja en ese momento; hoy es roja, mañana es negra y pasado mañana quién sabe… Lo cierto es que no tiene color y por eso cambia sin rumbo fijo.
Las transformaciones son las que modifican la personalidad en un sentido positivo. También la personalidad puede ser sometida a la obra alquímica y pasar del plomo al oro, del carbón de moléculas desordenadas al diamante de cristales organizados. ¿Por qué no puede darse en el ser humano lo que se da en las piedras y en los metales?
Todo lo que vive está en marcha, se dirige hacia su propia finalidad, aunque no siempre se sepa cuál es ella. Por eso, todo lo que vive se mueve, se transforma. Se trata, pues, de seguir las leyes de la vida, evitando los cambios que son tumbos sin sentido, para conseguir una transformación progresiva y estable, de forma que cada paso dado sea un tramo de camino conquistado, sin miedo a perderlo.
Hoy, más que nunca, el «conócete a ti mismo» que regía a aquellos que entraban en los templos a formar su personalidad, necesita convertirse en lema y meta. Aprendamos de quienes se conocieron y nos dejaron huellas claras en el sendero. Reconozcamos nuestra personalidad elaborándola minuto a minuto y tendamos nuestras manos hacia quienes necesitan verdaderos cambios, transformaciones radicales para saber ser humanos y sentirse orgullosos de esta condición.
Delia Steinberg Guzmán.
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