El propósito de estas líneas no es, en modo alguno, ofrecer un minucioso estudio erudito sobre las almas gemelas, y mucho menos perderse en intrincados vericuetos ocultistas donde lo más fácil y probable es cometer ingenuos errores; ni siquiera es correcto, tal vez, hablar de almas gemelas cuando la verdadera intención es seguir las huellas, profundas e inquietas, de grandes hombres que en el mundo han sido.
Cabe hablar, por tanto, con verdadero entusiasmo y sin falsos prejuicios, de Corazones Hermanos.
En el mundo antiguo, sobre todo en lo concerniente a episodios bélicos, tenemos numerosos testimonios de esto. Homero, el hijo predilecto de las musas, nos narra en el último año de la guerra de Troya, cómo en pleno combate y en lo más álgido de la batalla, van a encontrarse, del lado griego, el caudillo Diomedes, y del bando troyano, Glauco. Estos dos guerreros, unidos entre sí por la sagrada hospitalidad de que hicieran gala sus antepasados, van a intercambiar sus armas en señal de amistad, sin que la sangre vertida a su alrededor en ofrenda furiosa al dolor y a la muerte, sea obstáculo que les impida ponerse en concordia, es decir, corazón con corazón. De bronce eran las armas de Diomedes, el hijo de Tideo, y forjadas en reluciente oro habían sido las de Glauco.
Más adelante, cuando ya Troya estaba perdida, es conocido el episodio que presenta a Eneas llevando cargado a las espaldas a su anciano padre Anquises, consiguiendo de esta forma salir de la ciudad. Aplicando el sentido común, hay que reconocer que es bastante difícil que Eneas no fuera «molestado» por el ejército invasor, máxime teniendo en cuenta que sería un ilustre enemigo muy buscado y que no podría desplazarse a gran velocidad debido a la carga que llevaba.
Lo que Homero no menciona, pero sí se encuentra en otros autores, es que Agamenón, el jefe supremo del ejército griego, protegió a Eneas dejándole marchar al ver que este cargaba con su padre Anquises, y ni siquiera una sola vez volvió la mirada hacia atrás. ¿El amor filial? ¿Generosidad del vencedor? ¿Admiración? Quién sabe… Lo cierto es que tanto en este caso como en el anterior, Agamenón y Eneas, Glauco y Diomedes, se reconocieron como hermanados en momentos cruciales de su existencia. El que estuvieran en guerra no impidió que se mostraran corteses o que obedecieran a ese impulso interno tan poderoso que, por encima de todo, los convirtió en fraternales camaradas en medio del torbellino. ¡Ah, qué tristeza produce ver cómo son las cosas cuando se sabe cómo fueron!
Un episodio diferente es el compuesto por el famoso cardenal de Cusa y Nicolás Copérnico. Sin haber coincidido los dos temporalmente, se puede comprobar que Copérnico tomó como base para establecer su nuevo sistema astronómico las ideas que había expuesto Nicolás de Cusa en su tratado De Docta Ignorantia. Cerca de cincuenta años antes del nacimiento de Copérnico, escribía el cardenal de Cusa:
«Aunque el mundo pueda no ser absolutamente infinito, no cabe representárnoslo como finito, pues la razón humana es incapaz de señalarle límite… Porque de la misma manera que nuestra Tierra puede no estar en el centro del universo como generalmente se cree, también puede no estarlo la esfera de las estrellas fijas… Así es que este mundo es como una grandiosa máquina cuyo centro estuviese en todas partes y la circunferencia en ninguna… De aquí que si la Tierra no está en el centro, ha de estar, por lo tanto, dotada de movimiento, y aunque es mucho más pequeña que el Sol, no por ello es lícito suponerla de peor condición… No es posible ver si sus habitantes son superiores a los que moran cerca del Sol o en otros astros, puesto que el espacio sidéreo no puede estar inhabitado… La Tierra, no obstante de ser uno de los globos más pequeños, es cuna de seres inteligentes, nobles y perfectos».
¿Quién era Nicolás de Cusa? El hijo de un barquero que ya en edad madura empezó a estudiar y que, gracias a su inteligencia y constancia, llegó a ser cardenal. Murió el 11 de agosto de 1464, habiendo escrito sus mejores obras antes de originarse contra su persona la persecución que le obligó a tomar el hábito. Ahora bien, según algunos cabalistas medievales, Nicolás de Cusa era un Adepto que gozó del primer grado de poder oculto, y debido a su profunda afición al estudio de las doctrinas esotéricas y de la Cábala, permitió la ley kármica que se desquitase de la opresión eclesiástica encarnando años más tarde en el cuerpo de Nicolás Copérnico.
¿Puede ser esto posible? la verdad es que ignoramos inmensamente más de lo que creemos saber, y se necesitaría mucha más tinta y tiempo para profundizar en este tipo de cuestiones.
Con otra suerte de características, el ejemplo más patente y que refleja fielmente el espíritu de este trabajo, lo encontramos en Marco Polo y Cristóbal Colón. Estos dos personajes pertenecen a esa clase de hombres que siempre han tenido curiosidad por saber qué hay más allá del horizonte, y esa curiosidad, ese cosquilleo interno, los condujo a ellos y a otros muchos hacia las más altas cotas de logros y aventuras. Polo y Colón son dos ilustres exponentes de esas innumerables generaciones de atrevidos exploradores, apasionados aventureros e infatigables viajeros que han osado dejar sus huellas más allá de las fronteras de su mundo, lanzándose al río del destino tras las búsqueda de reinos encantados, ciudades fabulosas y países indómitos. Pero además de los peligros lógicos y naturales con que tuvieron que enfrentarse, también hubieron de luchar contra la ignorancia y la superstición, contra viejos tabúes nacidos en el seno de la sociedad de su tiempo.
El pequeño Marco, cuya madre murió en el parto, fue criado por unos tíos debido a que su padre estaba viajando por lejanas tierras. Esto ocurría en la Venecia de mediados del siglo XIII. Marco Polo fue creciendo, soñando ya desde niño en aquellos países que algún día visitaría. Cuando se enteraba de que en el puerto de Venecia había atracado algún barco, acudía corriendo para ver si era su padre el que llegaba; después de hablar con los marineros y preguntar a todo el mundo, regresaba muy triste aquel niño que no conocía aún a su padre al comprobar que nada se sabía de Nicolo y Marfeo Polo. Así pasaba horas enteras oyendo narraciones de viejos marineros y mutilados soldados que venían de luchar del fin del mundo: Oriente era el encanto y la fascinación; había allí hermosas mujeres adornadas con fina seda y ricos vestidos, diamantes y piedras preciosas del tamaño del puño, lujo, riqueza, felicidad… pero Oriente también era la amenaza constante de donde llegaban siempre las feroces hordas que todo lo arrasaban. Además, había monstruos terribles, enormes dragones alados que con un solo golpe de su cola hacían temblar la tierra y que echaban fuego por la boca; había hombres que medían cuatro metros de altura y se alimentaban de carne humana, y tenían cuatro brazos que podían empuñar cuatro espadas a la vez.
Dos siglos después de Marco Polo, aparece nuestro segundo hombre, Cristóbal Colón, que al igual que el veneciano, es de espíritu inflamable y sediento de grandezas, de tal manera que se embarca por vez primera a la edad de catorce años, pues «deseaba saber los secretos del mundo». También él tendrá que luchar contra la ignorancia y la superstición al aparecer en Portugal con un ambicioso proyecto: pretendía llegar al continente indio a través del océano Atlántico. En Portugal, su proyecto fue estudiado, pero en aquel tiempo nadie se atrevía a dirigir la proa de las débiles embarcaciones hacia aquel inmenso océano, que según las leyendas, conducía a un país donde el calor hacía la vida imposible, y donde las olas ardientes batían con furor en playas inhóspitas, pobladas de monstruos.
Su propuesta fue rechazada y entonces comenzó para Colón una penosa, terrible y continua batalla, como era el tener que explicar, a todo el que le inquiría, sus planes exactos fundamentados en mapas, conocimientos geográficos y razonamientos lógicos, teniendo que aguantar comentarios pedantes y alguna que otra risita burlona, amén de soportar el que aparentaran tener un interés (que no tenían realmente) cuando la verdad es que no entendían nada.
Harto ya de Portugal, acusado de visionario y charlatán, marchó a España.
Un buen día, Marco Polo marchó con su padre y su tío en busca del Gran Khan, señor de los tártaros. Atravesó Irán, el desierto del Gobi y llegó a la actual Pekín; de regreso, tocó en las costas de Sumatra, Java y la India, para pasar después a Persia, Armenia y un largo recorrido hasta llegar a Venecia. En tierras orientales, Marco Polo se granjeó la amistad del Gran Khan y fue nombrado asesor de su consejo privado, encargado de recoger noticias estadísticas en el imperio y de importantes legaciones. El veneciano permaneció dieciséis años en tierras del Gran Khan, empleando veintisiete años en sus viajes. Más tarde, escribió lo que había visto en su Libro de viajes al que otros llamarían El libro de las maravillas o El millón. Esto le valió –cómo no– un montón de complicaciones con la «docta» Iglesia romana, que mostraba su desacuerdo o su incredulidad cuando Marco hablaba de la pesca de perlas en Ceilán y los procedimientos utilizados, o sobre lo que había visto en el Tíbet, o cómo se prendía fuego a una especie de «piedras negras que se sacan de las montañas, donde se hallan en filones, arden como carbón y mantienen el fuego más tiempo que la leña». Estaba hablando del carbón fósil, que se enciende fácilmente y produce un calor más vivo y más duradero que el carbón, como más tarde corroboraron los inevitables jesuitas.
Una vez más, la realidad chocaba contra el cerrado y oscuro fanatismo religioso. Algo semejante le sucedería a Cristóbal Colón cuando, en la Universidad de Salamanca, su proyecto fue sometido a examen delante de los padres de la Iglesia. Colón no fue atacado por principios geográficos o cosmológicos, sino por citas y argumentos de autores antiguos. Era inadmisible creer que existían antípodas que andaban con los pies hacia arriba sin caerse, árboles que crecían hacia abajo, etc. Cuando el navegante expuso su teoría de la redondez de la Tierra, la sombra de la herejía planeó sobre su cabeza, y Colón tuvo que defenderse diciendo que la Biblia estaba escrita en lenguaje figurado para poder ser comprendida por todas las inteligencias. Sin embargo, la principal dificultad con la que tropezó fue la siguiente: los padres de la Iglesia, sabios e ilustrados, se preguntaban por qué después de tantos navegantes que habían surcado los mares, después de tantos ilustres escritores que para nada habían mencionado la posibilidad de que hubiera «algo» más allá del océano Atlántico (e incluso algunos lo habían negado rotundamente), después de tantos siglos de provechosa ignorancia, ¿por qué –en el improbable caso de que Cristóbal Colón tuviera razón– tenía que estarle reservada tanta gloria, precisamente a él y no a otro? Se trataba, sin ningún género de duda, de un gravísimo pecado de vanidad, porque ¿quién era él para creerse tocado por la Divina Providencia?
A pesar de todo esto, el informe fue favorable.
Otra semejanza entre estos dos grandes hombres es que ambos fueron encarcelados y tuvieron que soportar –gran ironía de la vida– fuertes cadenas de hierro en sus pies; ellos, que tenían alas en el alma y que habían recorrido más kilómetros de los que un cerebro de aquel tiempo pudiera concebir. Pero más tarde, los dos fueron puestos en libertad, como si, a pesar de todo, nada ni nadie pudiera retenerlos encadenados. Eran tan grandes que solo podían ser atrapados por sus propios sueños.
Marco Polo, al llegar a Venecia, combatió por ella en la Cursola y fue hecho prisionero por una nave genovesa; recobrada su libertad y vuelto a su patria, murió lleno de años, con los sacerdotes rodeando su lecho ansiando que se retractara de todo aquello que había contado y que iba en contra de la Iglesia, o mejor dicho, que no la favorecía demasiado. Sus últimas palabras fueron que «no había contado siquiera la décima parte de las maravillas que había visto…».
Por su parte, Cristóbal Colón fue víctima de las intrigas y envidias palaciegas, mientras él seguía evangelizando y tomando tierras en nombre de España. Los Reyes Católicos cedieron a la presión de los intrigantes (nobles, sacerdotes y el fácilmente manipulable pueblo) y nombraron otro almirante, Bobadilla, que nada más llegar arrestó a Colón y mandó que le pusieran unos grilletes: «…nadie se movió una pulgada; los soldados permanecían inmóviles y callados, negándose en su obstinado silencio a cumplir la orden en contra de aquel hombre venerable de ojos claros y cabello blanco». Pero siempre la traición encuentra nido en los pechos más débiles e insignificantes, y tuvo que ser un sucio y desvergonzado cocinero el que le remachara los hierros.
De los labios del almirante no salió ni una queja ni un reproche, y aunque al llegar a España los grilletes le fueron quitados, ya nunca se recobró del golpe recibido y enfermó gravemente hasta que murió.
Así acabaron estos dos hombres que hasta la hora de su muerte conservaron la ilusión de volver a las tierras que tanto habían amado; hasta el final siguieron proyectando nuevos viajes y nuevas expediciones. Dos hombres que en dirección opuesta marcharon, paradójicamente, ambos en busca del Gran Khan; dos hombres que llegaron a tener mucho poder y muchas riquezas, y que murieron no en la miseria más absoluta, pero sí en la pobreza. Abrieron camino y ambición para los demás, y para ellos encontraron felicidad y sufrimiento, alegría desbordante y tristeza infinita, sabiendo comprender otras formas de vida y a otros hombres, sin pararse a mirar el color de su piel ni el tamaño de sus riquezas. Dos caminantes que fueron camino. Dos viajeros hacia lo desconocido.
En todos los casos expuestos existe ese hilo invisible que une los corazones, pasando en ocasiones por encima del tiempo y de las encarnaciones. Ese hilo, fabricado de sueños, ilusiones, pasiones y esperanzas, se manifiesta a través de los hechos y de las intenciones que rigen la vida de los grandes hombres. Los ejemplos que hemos visto son diferentes en situación y circunstancias, pero todos guardan algo en común, tienen la capacidad de hacernos vibrar en lo más hondo, por todo lo que representaron sus vidas y por todo lo que anhelaron sus corazones. ¡Quiera el Destino que algún día, lo más cercano posible, seamos cada uno de nosotros los que hagamos vibrar a otras almas! ¡Ese será nuestro castigo y también será nuestra bendición!
Créditos de las imágenes: Kevin Olson
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Mucho para pensar deja este artículo. Muy bueno. Gracias