Toda vez que entramos en la historia de la filosofía, y particularmente en los oscuros fragmentos presocráticos, nos topamos con la “cuestión órfica”. Los primeros cristianos, los neoplatónicos, los neopitagóricos, los eclécticos, los sincretistas y los neoacadémicos, en general muestran paternidad devota hacia el orfismo.
Sin embargo, a pesar de que esta influencia es universalmente aceptada, el orfismo sigue siendo un misterio tan incomprensible como los oráculos caldeos –con los que se le relaciona– o la estancia de Platón en Egipto. La figura legendaria de Orfeo es más enigmática que la de Pitágoras, pero despierta la misma pasión. Jámblico, Porfirio, Plutarco, Pausanias, Virgilio y Ovidio, entre otros, mencionan y emparentan continuamente profundas cuestiones filosóficas con el orfismo; Platón cita los Himnos órficos como material fiable y Clemente de Alejandría y Orígenes manifiestan un profundo y reverente recuerdo de la figura de Orfeo. Los historiadores modernos tratan ese tema con sumo cuidado y no aciertan a negar ese parentesco, pero se abstienen de aportar mayor información, manteniendo, en el mejor de los casos, la idea de la probable existencia de un reformador religioso anterior a Homero y Hesíodo.
Innumerables filósofos y estudiosos, desde Empédocles y Píndaro hasta Blavatsky o Werner Jaeger se han aproximado a esta enigmática y oscura figura.
Se ha planteado si la religión órfica, asociada a los cultos dionisíacos de Tracia, sería un resto existente en la Grecia helénica de las civilizaciones micénica y aun cretense. Veamos cuál era el panorama histórico hace unos 5000 años.
Según la cronología aceptada, alrededor del 1100 a.C. se produjo la invasión de los dorios. Anteriormente, otro grupo indígena y no helénico habitaba el Ática y el Peloponeso: los aqueos. Pero entre los comienzos del tercer milenio y el 1400 a.C. aproximadamente, se desarrolló en la cuenca del Mediterráneo, desde Italia hasta las costas del Asia Menor, una floreciente civilización cuya capital estaba en Cnossos, la isla de Creta, cuyas ramificaciones en el continente europeo alcanzaron una identidad propia bajo la denominación de micénica, por su grandiosa ciudad fortificada Micenas.
Se dice que el proceso comienza en la Edad Neolítica, unos 4000 años a.C., y se alcanza la Edad del Bronce hacia el 2800 a.C. Posteriormente, florece hasta conseguir épocas de gran esplendor, con etapas intermedias, hasta que Cnossos y la mayor parte de las ciudades del continente son saqueadas y destruidas, allá por el 1400 a.C. En su época de mayor auge, esta civilización cretense-micénica se extendió desde Cnossos, y la mayor parte hacia las islas del mar Egeo, e incluso alcanzó las costas de Asia Menor y Palestina. Por el 1600 a.C., el fuego de la capital minoica se estaba apagando y sus filiales del continente emergían como sucesoras.
La arqueología nos ha legado una muestra impresionante del arte cretense y micénico en los palacios de Cnossos, y ha ido cotejando una a una las afirmaciones consideradas “fabulosas” hasta el siglo pasado, como la guerra de Troya y el Laberinto, desenterrados por Schliemann y Evans, respectivamente.
Herodoto afirma que la base étnica micénica la compondrían jonios helenizados, probablemente dirigidos por una aristocracia llegada desde Asia, mientras que otras fuentes señalan la presencia de hombres llegados por mar, que los egipcios atestiguan saqueando las costas europeas y africanas. Quizás estemos ante dos fenómenos diferentes, y al menos uno de ellos se hunde en la tradición, y nos dice que tras el último hundimiento del continente que Platón llama Poseidonis, hace unos 11.800 años, el continente africano fue repoblado y la ya multimilenaria civilización egipcia se levantó otra vez, bajo la unificación impuesta por Menes-Narmer, unos 7000 años a.C. Entonces, una corriente migratoria asiática repobló parte de Europa y penetró en Egipto aportando sus propios elementos. Desde África, algunos pueblos habrían emigrado hacia Europa por el estrecho de Gibraltar, y así encontramos varios poblamientos sucesivos que derivaron en la culturalmente riquísima cuenca del Mediterráneo y que se concentraron en la zona del mar Egeo. Paralelamente, poblaba Asia Menor un pueblo de enigmático origen atlante, renovado por las migraciones, en el que se imponían los cultos del mazdeísmo de Zoroastro, que alcanzarán inexorablemente las costas jónicas.
Estos aqueos xánthoi (canqoi, de cabellos rojizos) cantado por Homero, penetraron en el continente europeo y dominaron paulatinamente a los habitantes originales, y asimilaron sus formas de vida, pero impusieron su lengua y su carácter guerrero fuertemente dominante. Las menciones del estilo de vida de los aqueos que atribuimos a Homero contrastan con las formas matriarcales predominantes en los cultos minoicos, con diosas terrestres y lunares, y con los característicos cultos al toro que llenan vasos, ánforas y murales, y que Mario Roso de Luna indica como una señal de las primitivas oleadas atlantes que emigraron penosamente desde el desaparecido continente hacia Asia, a través del continente africano y la helada Europa. Los aqueos traen consigo cultos más enérgicos: la fuerza física, la cacería y la guerra, imponiendo una sociedad masculinizante, que fue mezclándose con los antecedentes ancestrales y que derivaron en una mitología y religión dominada por dioses importados, pero que a nivel popular se mantuvo orientada hacia cultos animistas.
Este panorama, convulsionado pero de cierta uniformidad, fue violentamente sacudido por otra invasión, proveniente ahora del norte, que penetró en la península destruyendo todo vestigio de la civilización micénica, arrasando sus ciudades-fortaleza y sumiendo a Europa en un oscurantismo que durará más de tres siglos. Se trata de los dorios, una corriente probablemente indoeuropea, que simplificó el estilo de los pueblos ya degradados, pero que a través de su energía renovadora impuso la forma helénica, la Grecia clásica, hace unos 1200 años a.C. Su arte, menos emotivo, es extremadamente intelectual, y su concepción del mundo se hace racionalista, elevándose por encima de la decadente forma de expresión de los pueblos cretenses y micénicos.
En el siglo VII, aparece un mítico personaje asociado a los más misteriosos y antiguos dioses del panteón griego, Orfeo, que abre escuelas iniciáticas, promueve una reforma religiosa y consigue difundir una forma de vida altamente espiritual que bañó la racionalidad griega con una elevada devoción mística.
Este enigmático personaje mítico-histórico habría vivido hace unos 3000 años a.C., pero la historia “oficial” lo sumerge en un nebuloso pasado que no va más allá del siglo VI a.C., porque en esa época alcanzan gran difusión los llamados himnos órficos, que influyen sobre todas las personalidades notables de la época, desde Píndaro hasta Platón, coincidiendo con el fenómeno cultural de los presocráticos.
Históricamente no se sabe prácticamente nada de él, y la tradición griega lo remonta “más atrás” que Homero y Hesíodo, los primeros poetas griegos. Se supone que nace en Tracia, la patria de Dionisos, al que se encuentra íntimamente ligado.
H. P. Blavatsky afirma que Orfeo significa “atezado”, es decir, el de tez oscura, por vinculación con pueblos orientales y su relación con la India, a la que, según Herodoto, aportó sus misterios.
Se menciona su extremada pureza, y se supone que reformó antiguos cultos de magia lunar convirtiéndolos en cultos solares, en los que se prohíben los sacrificios y el consumo de carne. Se le supone un músico consumado que tañe una lira recibida de los dioses, y que transformó de siete en nueve cuerdas.
Su muerte supone un mito de innegable contenido simbólico. Se supone que fue despedazado a manos de mujeres tracias, ofendidas porque sus maridos se prendaban del mensaje órfico a tal grado que abandonaban su hogar y sus obligaciones. Además, se supone que Orfeo, dolido por la desgracia de Eurídice, su mística esposa, no volvió a mirar con interés particular a mujer alguna, y no admitió mujeres en la iniciación. Quizás deba verse aquí un rechazo a los cultos femeninos más que a la mujer en sí, que en aquella época se encontraban degradados y derivaban a prácticas hechiceriles y animistas.
Diógenes Laercio afirma que Orfeo murió a manos de dos mujeres y que en su epitafio, sito en Doria (Macedonia), todavía se podía leer:
“El cantor de la lira de oro, Orfeo de Tracia, ha sido sepultado aquí por las musas, y el Rey de lo Alto, Júpiter, lo ha herido con sus rayos inflamados”.
Pausanias y Estrabón tratan de dar una explicación religiosa e histórica a la muerte de Orfeo afirmando que el poeta se excedió en su prodigalidad con los secretos revelados, o entró en conflicto con las creencias populares y fue perseguido y despedazado por el pueblo.
La mitología hace a Orfeo hijo de Eagro y de la musa Calíope, y la tradición esotérica lo relaciona con Arjuna, ya que su descenso a los Infiernos a la búsqueda de Eurídice se asemeja mucho al viaje de Arjuna al Patala, tras su esposa Ulupi.
Eurídice era una ninfa que, atraída por los cantos de Orfeo, se enamora de él y se convierte en su esposa, pero un día, acosada por Aristeo (en la versión de Virgilio), pisó accidentalmente una serpiente que la mordió y le provocó la muerte. Desconsolado, Orfeo acudió a las puertas del Hades, el reino de Plutón, para tañer su lira y rogar por que su amada le fuera devuelta. Las distintas versiones cambian en este punto. Algunos afirman que su canto ablandó el corazón del propio Cerbero, y la rueda de Ixión se detuvo permitiendo el regreso de Eurídice, pero, en otras, incluyendo el comentario de Platón, se afirma que la solicitud le fue negada, aduciendo que para entrar en el Hades él mismo debía sufrir las pruebas de la muerte.
Tras este episodio, lo encontramos vagando desconsolado por las orillas del río Estriarón y eludiendo todo contacto con las mujeres. Esquilo dice que las ménades, en un rapto orgiástico, lo despedazaron como en un sacrificio (véase la versión de Las bacantes de Eurípides), celosas por no haberles sido permitido entrar en sus misterios, e incitadas por Dionisos, enojado porque el poeta ofrecía salutaciones a Apolo todas las mañanas. Fue enterrado por las musas en Tracia, y, según otras versiones, las distintas partes de su cuerpo fueron esparcidas por toda Grecia, salvo la cabeza, que, junto con su lira, fueron a dar al río Hebro, donde seguía profetizando y cantando hasta que, por orden de Apolo, fue enterrado para silenciarlo y se erigió un templo en su honor.
Orfeo aparece también como parte de la tripulación en el famoso poema mítico de Los argonautas, como cantor mágico que emplea el poder de dicho canto allí donde la fuerza de los héroes resulta ineficaz, según lo aconsejó Quirón. Toda la relación del grupo de héroes con lo religioso, como las ceremonias, ofrendas y pasos por los santuarios, es presidida por Orfeo, quien, sin ser un guerrero, adquiere una importancia mística en el periplo que preside Jasón (Argonautiká, Apolonio de Rodas, 240 a.C.).
Como veremos en el aspecto mistérico, Orfeo reúne las dos potencias divinas que se yuxtaponen en su mensaje, los cultos dionisíacos y el aspecto apolíneo, que va a dulcificar y sublimar el espíritu primitivo y semisalvaje con que se adoraba al Baco de Tracia.
El orfismo como doctrina va a ser reconocido a partir del siglo VI a.C., después de que algunos presocráticos, como Empédocles y Pitágoras, y posteriormente Platón, se refieren a él con la suficiente autoridad y de modo explícito. Entonces se reconoce una teogonía comprendida en los llamados himnos órficos. Sus enseñanzas, basadas en el mito dionisíaco, se refieren principalmente al estado de tránsito en que se encuentra el alma y, por lo tanto, a su transmigración de vida en vida, en un peregrinaje purificatorio, conducente a la contemplación de los dioses. Contiene, por tanto, un estrato escatológico muy importante, que se encuentra referido en los mitos de Perséfone y de Dionisos, y sus ritos iniciáticos se relacionaron con las victorias a obtener en la experiencia psicopómpica y el posterior renacimiento triunfal. Un fuerte sabor a osirismo se deduce de todas sus enseñanzas y, como vemos, Pitágoras y Platón hacen girar sus principales planteamientos en torno a estas ideas.
El orfismo posee un planteamiento teológico concreto, semejante al de Hesíodo, pero con un alcance distinto. La Noche (nix) reemplaza al Caos en el principio. El culto a la Madre Noche, como antecedente de la Luz, nos lleva al antagonismo primordial de todas las cosmogonías tradicionales. Detrás del concepto de la noche (caos-océano), se encuentra un aspecto más misterioso de la Divinidad, al que llaman Fanes, del que surge toda objetivación.
Fanes pone en actividad a la Noche, de la que surge un primer huevo que se divide en dos, cielo y tierra, que tienen como hijo al Espíritu Cósmico, Eros, el Viejo Amor, padre de todos los dioses. Él es el generador de la manifestación de dioses y hombres. Luego, la genealogía continúa como en Hesíodo, salvo que existe una extraña identificación entre Dionisos y Fanes. Zeus preside el gobierno de los dioses, pero, en realidad, no es más que un aspecto de Dionisos (Zeus-Zagreo), que entrega en tercera generación el gobierno a Dionisos el Joven, como veremos más adelante. El esquema de la cosmogénesis es el representado en esta página, a la derecha.
Aristófanes compuso una comedia, Las aves, en la que incluía una historia de la cosmogonía órfica, y Ferécides de Siro, que habría vivido en el siglo VI a.C., explica los principios del universo en un sentido más racional, y con una tríada eterna conformada por Zeus-Cronos-Ctonia (Gea). Zeus, el que vive, y Ctonia, lo subterráneo, conforman una dualidad fundamental antagónica, como Seth y Osiris. Estos contenidos se encuentran diseminados en los llamados Poemas órficos o Rapsodia, atribuibles, no a Orfeo pero sí a Onomácrito, allá por el siglo VI o V a.C. Jaeger duda de la presentación que algunos autores hacen de la cuestión órfica como de una religión compacta, con un fundador, una doctrina y una comunidad, debido a lo universal del personaje y a lo tardío de sus recopilaciones que, como dijimos, van desde el siglo VI a.C. hasta entrada la época cristiana. Incluso resulta notable el culto que los primeros grupos cristianos rindieron a Orfeo, que lo elevaron a la categoría de un santo precursor de Cristo.
El orfismo impuso una bios, una forma de vida, de abstinencia y purificación, y además ciertos ritos de exorcismo y expiación que requerían de cierta preparación y fortalecimiento psicológico, que podríamos relacionar con los misterios menores. El hecho de que diversos pseudoprofetas y mendicantes se dedicaran a propalar doctrinas de salvación motiva que autores de la talla de Platón hicieran una crítica, no al orfismo en sí, sino al uso popular de sus ritos.
Otro aspecto fundamental en la doctrina órfica es la idea, de origen oriental, de la trasmigración de las almas. El concepto griego de la Psyché como aliento separado del cuerpo es fundamentalmente órfico, pues en la creencia homérica se interpreta la vida postmortem como el errar de sombras apegadas a sus cuerpos y condenadas eternamente en el Hades, sin posibilidad de resurrección. Píndaro, indudablemente influido por los conceptos órficos, recita, en cambio, los premios y castigos que deparan al alma después de la muerte y la esperanza de otra suerte.
El Hyeros-Logos (palabra sagrada) es un poema místico-cosmogónico que, en la versión tardía, también atribuible a Onomácrito, describe una teogonía que trasluce una clara referencia a enigmas de carácter astronómico-astrológico y antropogenético. Entre los ritos órficos estaba el de la transmisión de la Palabra de Poder, el aion, emblema de la Tetraktys que desarrollaron los pitagóricos, verdadero mantra cantado como el “aum” de los indios, con pronunciaciones secretas en armonía con las pulsaciones de las cuerdas de la lira y que, en su vibración, reconstituía el rito de la manifestación. El aion resume las siete vocales sagradas asociadas a la encarnación del hombre y su posterior unificación por medio del místico poder del agente mágico del sonido. El hombre, elevado a la categoría de un dios, como un Dionisos encarnado, liberado de sus ataduras materiales, arribaba al estado de conciencia de la Epopteia, grado espiritual devotamente reconocido entre los participantes.
Los presocráticos representan la culminación cultural y filosófica griega, y la influencia del orfismo se hace sentir fuertemente entre sus doctrinas. Por ejemplo, en Anaximandro (siglo VI-V a.C.) encontramos:
“Pero cualquiera que sean las cosas de donde procede la génesis de las cosas que existen, en esas mismas tienen estas que corromperse por necesidad; pues estas últimas tienen que cumplir la pena y sufrir la expiación que se deben recíprocamente por su injusticia, de acuerdo con los decretos del tiempo”. En esta expiación se reconoce el ineludible sentido órfico de la existencia transitoria sufrida por el alma en la tierra.
En Parménides adivinamos el sentido de evolución y transporte místico epóptico, pasando por estadios graduales de la realidad. Sin duda, el eleático había pasado por las pruebas mistéricas, ya que su poema De la Naturaleza es altamente simbólico, y su relación discipular con el mismo Pitágoras, más que probable, le acercan innegablemente al orfismo. El tránsito que “las Hijas de Helio” le proponen hacia la luz, es una clara alusión a la polaridad órfica del mundo:
“Ven, pues, voy a decirte (y te ruego que atiendas bien a mis palabras) cuáles son las únicas vías de indagación concebibles. La primera sostiene qué es y qué puede no ser; este es el sendero de la convicción, que sigue la Verdad. Pero el otro afirma: no es, y este no-ser tiene que ser.
Este último sendero, tengo que decírtelo, no puede explorarse, pues lo que no es, ni puedes conocerlo (pues esto se halla más allá de nuestro alcance), ni puedes expresarlo con palabras, pues pensar y ser son uno y lo mismo”.
Heráclito, del que nos quedan textos en forma de aforismos, expone la doctrina moral de los órficos. Su concepto de Sóphon, lo sabio, habla del tránsito hacia la purificación y perfección.
En Empédocles, que con toda seguridad era órfico hasta sus últimos días, encontramos el esfuerzo por elevar el conocimiento vulgar de los fenómenos a una teología de los elementos, donde el mismo antagonismo característico del orfismo asoma con claridad. En su poema llamado Las purificaciones, toda su inquietud por el planteamiento órfico de la preexistencia y la metempsicosis queda de manifiesto.
Pitágoras, el maestro de Samos, es el presocrático que todos los autores antiguos y modernos señalan como el más cercano al orfismo. Se dice que la esencia de sus complejas doctrinas se encuentra impregnada del sentido de trascendencia de los misterios órficos.
Los Versos áureos, recopilación tardía de las enseñanzas de Pitágoras, contienen los preceptos morales, filosóficos y aun esotéricos del Hyerós-Logos, el poema órfico más comentado de la Antigüedad.
La identidad entre orfismo y pitagorismo se fundamenta en su concepción del alma, el tránsito a través de diversas vidas, las prohibiciones y ritos propios del pitagorismo y el muy esotérico concepto de la etapa acusmática, que se coronaba con la transmisión de la Palabra Sagrada, el aion, que era cantada al más puro estilo órfico.
Si retomamos las ideas sobre el alma y la fuerza con que aparecen en el desarrollo de la filosofía presocrática, podemos deducir que también el grueso de las ideas de Sócrates y Platón se encuentran inspiradas en las tradiciones órficas. El Fedón, el Timeo, el Fedro, y fragmentos de la República y de Las leyes, se encuentran llenos de alusiones órficas. El mismo Aristóteles, en su época académica, se refiere al alma en términos puramente órficos, cuando, al momento de la muerte, asoman –dice– las experiencias parapsíquicas.
Los neoplatónicos se declaran honrosamente órficos, y lo mismo hacen eclécticos, sincretistas, neopitagóricos y multitud de grupos que penetraron profundamente el cristianismo, hasta los gnósticos, y aun en san Agustín encontramos ideas órficas. Gran parte de los ataques que los apologetas y padres de la Iglesia hacen contra el paganismo griego se arroja contra el orfismo y, sin embargo, a Orfeo se le rinde culto en las catacumbas, como lo atestiguan numerosos crucifijos encontrados con el nombre de Orfeo Bakikoi.
Los misterios (Teletai), según reconocen historiadores de la filosofía occidental, constituyen una base insoslayable para comprender el origen y fuerza de la mística filosófica de muchos pensadores griegos y romanos. Se les clasifica como religiones mistérico-mágicas y mistérico-filosóficas; entre las primeras, los críticos incluyen el orfismo, y entre las segundas, el órfico-pitagorismo, diferenciándolas según la relevancia del aspecto cultural o especulativo.
Los misterios de Démeter en Eleusis están asociados, en principio, a cultos agrarios, pero en los que la semilla de trigo sembrada no muere, sino que, tras ser enterrada, surge hacia la luz. Se ve en esto un modelo de la reencarnación. El mito de Perséfone-Coré, hija de Démeter, simboliza la fase de los misterios asociada al peregrinaje del alma por el mundo subterráneo. Perséfone fue raptada por Hades, y su madre, desesperada, se allega hasta la mansión del dios y consigue que le sea devuelta temporalmente. Coré pasará dos tercios del año con su madre y un tercio con su esposo. Míticamente, se dice que este conocimiento de la inmortalidad hizo que madre e hija quisieran legar a la Humanidad los misterios que se celebraron en Eleusis, no lejos de Atenas, relacionados con el otoño y la ocultación de la semilla, y los postulantes antes debían haber sido iniciados en los misterios menores de la primavera.
Según Epifanio, estos se remontarían a unos 1800 años a.C. y fueron fundados por Eumolpo, rey de Tracia y sacerdote, heredados de los misterios celebrados en Egipto en torno a la figura de Isis. Se realizaban con la fiesta de la vendimia, durante siete días, y el candidato victorioso alcanzaba el grado de Epopta, contemplador de las verdades divinas, algo así como el grado de dialéctico que imponía Platón en la contemplación de los arquetipos. Antes de la iniciación propiamente, se celebraba la fiesta del “pan y el vino”, y los candidatos tenían acceso a un libro de piedra, el Petroma, de carácter altamente esotérico. Pisístrato, el tirano ateniense que sucedió a Solón en el siglo VI, edificó el nuevo Telesterión de Eleusis y los misterios florecieron amparados por su gobierno.
El mito de Dionisos-Baco, el Osiris tracio, y que es la base de los misterios órficos propiamente, se puede resumir como sigue (haciendo uso de una versión “unificada”, pues autores antiguos como Pausanias, apoyados por Clemente de Alejandría, atribuyen el origen no a los tracios, sino a los cretenses): cuando Zeus anunció que legaba al niño Dionisos el gobierno sobre los dioses, los titanes, vueltos a la vida en el nuevo orden, llenos de celo e instigados por Hera, que no aceptaba al hijo de otra madre, discurrieron cómo evitar que se consumase semejante atropello a su dignidad divina. Entonces se entregaron al niño Dionisos unos juguetes a fin de distraerlo. Estos juguetes se supone que eran un cono, un rombo, un espejo, manzanas del jardín de las Hespérides, un huso, un ovillo de lana, etc., cuyo simbolismo astronómico-astrológico resultaría largo de explicar. Mientras jugaba le mataron y despedazaron.
Zeus había encomendado la custodia de Dionisos a los Curetes, pero estos fueron engañados o sobornados por regios regalos que Hera les envió. De sus restos, los titanes se alimentaron de la carne del pequeño dios fallecido. El resto de sus miembros fueron recogidos por Apolo y conducidos a Delfos. Su corazón fue llevado a Zeus por Atenea, para que este le hiciera renacer. En su cólera, Zeus fulminó a los titanes con su rayo, y de los restos humeantes surgió una nueva raza, la de los mortales. Así, nuestra naturaleza es doble; somos nacidos de los titanes, hijos de la tierra, pero en nuestra formación entraron restos de Dionisos; por lo tanto, hay una naturaleza divina y celeste también en nosotros.
Este último Dionisos, el niño resucitado, inspiró el ritual de los misterios órficos y de las representaciones dramáticas que se le asociaron. Así, el orfismo recrea el mito en el que el hombre es liberado por Dionisos, que purifica sus elementos terrestres y purga la culpabilidad de la naturaleza corrupta, reencontrándose a través del renacimiento con su verdadera esencia. El iniciado es un Epopta, un liberado del yugo del cuerpo, la tumba (Soma, Somé, tumba), y este proceso es el que Plutarco relaciona con los ritos de Osiris.
Orfeo modificó el primitivo culto a Dionisos que se celebraba en toda Tracia, ya deformado en festividades báquicas, otorgándole un carácter altamente purificador. Sus seguidores usaban trajes de lino blanco, se abstenían de comer carne y productos animales, mantenían un estado de casta pureza y llevaban una vida mística de gran pacifismo y religiosidad, que hizo propicio el resurgimiento de la cultura, el florecimiento de la filosofía y las artes y el retorno de los misterios en su más depurada manifestación.
Créditos de las imágenes: Ana Belén Cantero
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Excelente artículo!!!.