El arte de ser siempre filósofo

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 13-09-2014

Es un arte prácticamente perdido. Hemos sido criados y educados en el bullicio y en la alienación de un cambio permanente, de una marcha perpetua bajo la amenaza del aburrimiento o de las fantasías de nuestra psiquis.

El «Mundo Viejo» del cual todos provenimos está aún muy aferrado a nosotros, con sus costumbres vacías, sus concesiones, sus oscilaciones entre formas religiosas ya desprovistas de contenido y el materialismo bestializante.

Muchos carecemos de la capacidad de detenernos a observar nuestro entorno, que es una de las formas de observarnos a nosotros mismos, y caminamos y caminamos pisoteándolo todo, sin reflexión y sin participación real en el plan de la Naturaleza, que es la manifestación del Plan del Dios que nos rige.

También hemos perdido el amor por las cosas entrañables, nuestras y pequeñas, íntimas y propias, que afirman la mente y calientan el corazón.

Creo necesario recobrar ese olvidado arte.

La Escuela de Atenas, pintura de Rafael Sanzio.

La Escuela de Atenas, pintura de Rafael Sanzio.

Platón bajo el brazo, la Doctrina Secreta a nuestro alcance, una buena biblioteca para consultas es bueno…, pero… ¿es todo?

¿Es ser Filósofo el estudiar, dar clases, conferencias, recibir instrucción sobre las cosas escondidas? Sí… en parte. Hace falta vivir la Realidad y para eso no bastan tampoco las poses, ni las abstinencias, ni sus contrarios. Sé que hacen falta también otras pequeñas-grandes cosas.

Por eso, venciendo muchas vergüenzas e inhibiciones, os quiero contar una pequeña experiencia mía, tal vez intransferible, pero que os la ofrezco en la esperanza de que os sirva de algo.

Estaba hace un par de meses en la isla de Mallorca, adonde fui a escribir mi próximo libro y a impregnarme de la antigua magia del mar.

Mis acompañantes habían ido a hacer unas compras necesarias para todos, pero como no había lugar fijo para aparcar el coche, me quedé en él, para moverlo si era necesario.

Atardecía.

La multitud de turistas desfilaba frente a mí por la calle principal del pueblecito de pescadores que, en verano, se convierte en un centro vacacional. Desde la ya oscura calle transversal en que me hallaba podía observarlo todo de manera anónima, como desde otra dimensión.

Vi gente que se apresuraba en caminar hacia la derecha y otros que se les cruzaban yendo hacia la izquierda. Coches, bicicletas y motos transitaban como podían entre las corrientes humanas. Vi parejas de jóvenes embebidos los unos en los otros y también ancianos que compartían sus lentitudes y, tal vez, sus recuerdos. Algunos niños corrían entretenidos en esos juegos que, para los mayores, son un enigma.

Pensé que si la Verdad estuviese en alguna parte y a la vista, todos irían hacia ella en la misma dirección. Por lo tanto, las marchas encontradas de las personas me decían que no era la verdad lo que buscaban; tal vez cada uno trataba de acercarse a su propia verdad, su anhelo o lo que fuere.

Vi las primeras estrellas marchar también en el cielo y un viejo velero, inmóvil y a la espera de nuevas singladuras en el astillero.

Una rara sensación se apoderó de mí.

Creo que pude hacer Filosofía sin recordar a Heráclito ni a Kant.

Percibí, de alguna manera, la marcha constante de las cosas, de los seres, en una búsqueda que, aunque fuese probablemente inconsciente, no dejaba de ser válida. Dios mismo estaba en todos, en sus caminos, en sus esperanzas y en sus nostalgias. Hubiese sido un gran error perder la oportunidad de percibir a Dios y peor aún el haber dejado de ser Filósofo. Porque así pude darme cuenta de estas cosas que os cuento y de otras que me callo por no encontrar palabras para expresarlas.

Sentí una gran relación con todos… Como diría Nervo, todos eran, de alguna misteriosa manera, mis hermanos… Dios… yo mismo… la Vida… el Tiempo… el Espacio…

Yo era niño y corría, joven, y paseaba embobado y ausente, viejo y arrastrando los pies por calles recorridas mil veces, hablaba alemán, inglés, francés, español, italiano, sueco. Yo estaba en el cielo con las estrellas y a la vez varado en forma de barco viejo, sobre el astillero.

Sé que rocé, por pocos minutos, una gran verdad, una certeza inconmovible, una paz y una inquietud.

Y sé que fui Filósofo, más allá de los títulos, honores y libros.

Sí… nada más que Filósofo… ¡Fue tan bello!

Por eso os lo cuento.

Y si muchos no entienden lo que arriba pongo, no deben preocuparse por ello. Yo tampoco entiendo. Simplemente os cuento una experiencia pequeña, entrañable, íntima, pero a la que intuyo como tremendamente importante. ¿Será parte de ese arte perdido de ser Filósofo en cualquier lugar y en cualquier momento?

Francamente creo que sí.

Inténtalo alguna vez. No te arrepentirás de ello.

Jorge Ángel Livraga Rizzi.

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Referencias del artículo

Publicado en Revista Nueva Acrópolis núm. 219. Madrid, Octubre de 1993.