Esta pregunta se la hacen, en la actualidad, millones de personas. Vale el encontrar una respuesta adecuada y acorde con la verdad. Buscaremos los caminos más simples y directos… Buscaremos, pues el buscar, el interrogarse y el interrogar es la actitud filosófica por excelencia.
Es diferenciar y esclarecer. Definir y entender.
Llámase esotérico a lo interior, la sustancia de los fenómenos y el ser de toda inteligencia. De tal suerte, y sin prejuicios de impotencia, vemos forzoso que toda manifestación sea originada en aquello que se manifiesta. Detrás de toda forma existe una idea, y más allá de toda idea, una voluntad. La ilusión de la “casualidad” es reemplazada favorablemente por la realidad de la “causalidad”. Entre ser y ente, sustancia y fenómeno, existe una relación natural.
La relación es acción, lo que los indos llaman karma, y esa acción se desarrolla según una voluntad inteligente o Dharma, que daría un sentido a la vida o sadhana. La utilización de la terminología oriental es intencionada pues, desgraciadamente, mucho y muy mal se usan en todo lo referente a lo esotérico, y es oportuno darles su verdadero significado.
La exteriorización de lo esotérico es lo exotérico o externo, visible, palpable. Es la circunstancia. Es el movedizo y cambiante entorno de la realidad.
Así, lo esotérico es esencialmente cierto, existente y cualitativamente mistérico y no apresable en actitudes robotizantes, en ritos improvisados ni en carnalidades signadas inexorablemente por la muerte.
Para lo esotérico la muerte no existe, pues es solo la vida con sus distintos matices lo que se manifiesta en los espejismos dualistas de una dialéctica circular, representada por la serpiente que se devora constantemente la cola; por el tiempo que rueda sobre sí mismo y transporta la conciencia trascendente en su carro de hierro.
Saber que una cosa es lo esotérico y muy otra el esoterismo, pues este sería el ejercicio de lo primero. Este ejercicio puede ser correcto o incorrecto, o sea, recto o torcido.
El recto esoterismo es el ejercicio natural de lo esencial, el conocimiento y, más aún, la vivencia de la realidad. Es el poder leer en la Naturaleza y el conocerse a sí mismo; el percibir de manera cierta el espíritu que alienta tras cada manifestación, en cualquier plano de vibración, o sea de mostración, que lo haga. Es el ver al Enmascarado más allá de todas sus máscaras. Es el ver en lo corrientemente invisible y oír en lo vulgarmente inaudible. Es poder, ser y actuar.
El recto esoterismo no puede deducirse, pues las bases de toda deducción son engañosas. Es una verdad trascendente y atemporal; es tradición viviente que enlaza el pasado con el futuro a través del acto presente. Símbolos y palabras lo portan de siglo en siglo. Como fue, es; y como es, será.
Solo los aptos por pureza de corazón lo conocen y lo viven.
Cuando Platón dijo que “jamás el vulgo será filósofo”, no profirió ninguna aberración social. Simplemente se limitó a señalar que hay que dejar de ser vulgo para convertirse en filósofo, así como el gusano tiene que dejar de tener características de gusano para pasar a tener características de mariposa. Como el huevo tiene que dejar de ser huevo para convertirse y dar paso al ave. Como el árbol tiene que morir para renacer como caja musical, como barca, como ataúd o como cuna.
Se es una cosa u otra, y para ser otra hay que dejar de ser lo que antes se fue. Esto es inexorable; se vive o se sufre… pero no puede evitarse el ser.
El esoterismo torcido es el antinatural, la hechicería, el “gran pecado”. Es la improvisación, el fanatismo, la creencia boba. Es la pseudomística de las drogas y del sexo sacralizado por las glándulas disfrazadas de ángeles. Es el creer en la reencarnación solo por miedo a la muerte y el creer en la muerte por miedo a la vida. Es la “enanocracia” de los que quieren una igualdad a la altura de los más bajos, de los agachados, de los serviles, de los que marchan siempre encorvados de tanto buscar monedas.
Es el que crea terroristas y aterrorizados. El que quiere destruir nuestra civilización, pero no sabe ni construir su propia vida. El que habla mucho de enigmas, pero no sabe resolver ninguno. El que es tan extranjero en su patria y en su planeta que sueña siempre con extraterrestres. Es el que fabrica sectas y cree que todo lo que viene del Oriente es misterioso y que hay más Dios en una imagen porque tenga 4 u 8 brazos. Es el que creyó que, porque se alinearon los planetas durante una fracción de segundo, vendría el fin del mundo. Es el que pretende saber astrología sin los rudimentos de la astronomía, y opinar sobre alquimia sin sospechar qué diferencia un metal de un metaloide.
Percibir que, si aparecen las buenas y las malas flores del esoterismo, es porque en él hay una fuerza milenaria más vieja que el hombre mismo. Y es en los momentos de crisis, como este que precede a una nueva Edad Media, cuando los elementos atávicos afloran.
El esoterismo no es ninguna estupidez, aunque bajo sus banderas se cobijen miles de estúpidos. Afirmar lo contrario sería equivalente a pensar que el sol es frío porque ilumina toneladas de hielo acumuladas en los polos.
La necedad de los humanos proviene de sus propias naturalezas, y hasta que el tiempo y el genio no los rescaten de tan triste condición, seguirán gruñendo por los despeñaderos de la historia… Ya sea desde las gradas de un anfiteatro romano, desde las amuras de un barco pirata, o desde los suelos en donde se han sentado en “padmasana”, en una triste parodia hindú. Sin voluntad propia, son arrastrados por las modas como las hojas secas por el viento de otoño. No son culpables, sino víctimas de su propia pequeñez. Hay que ayudarles, enseñarles a lavar su cuerpo, su psiquis, su alma. Si hemos de juzgar al esoterismo por tales “esoteristas”, ¿también tendremos que juzgar a la Iglesia por los inquisidores y a la matriarcal figura por las prostitutas? Evidente es que no.
El esoterismo es la más vieja forma del ejercicio de la sabiduría. Ilumina las aparentes contradicciones de los libros sagrados; explica por qué nacemos y por qué morimos; nos conecta con nuestro pasado prehistórico de perdidas civilizaciones cuyas ruinas aún nos sobrecogen; nos ofrece una ética profunda más allá de la moral pusilánime que varía cada año; nos hace evidente nuestra propia inmortalidad y la presencia constante de Dios; nos ayuda a entender –sin justificar– nuestros errores y los de los demás. Nos hace más fuertes y más dignos al compenetrarnos con la naturaleza toda.
Finalmente, inspira a los filósofos como fanal en medio de la noche de este siglo materialista, violento, cruel y cobarde. Dará nacimiento al hombre nuevo… Ese con el que todos soñamos, el portador de la luz.
Créditos de las imágenes: petr sidorov
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