Como en todo período crítico de la Historia –y decimos crítico en el sentido de cambiante–, grandes masas humanas se desplazan de un sitio a otro buscando un indefinible bienestar que no siempre se reduce al plano económico.
Ciertamente, hay grupos que huyen de la miseria, de la falta de trabajo y por consiguiente de medios de subsistencia, y recorren miles de kilómetros tratando de encontrar algún soñado paraíso. La meta suele estar en los países más ricos y desarrollados; y la esperanza es lograr ese mismo nivel de vida una vez que se llegue al territorio fantástico. Si a eso le agregamos la cantidad desproporcionada de propaganda que muestra satisfacción de una manera idealizada, no es de extrañar que se produzcan huidas de lo gris y negro para alcanzar lo dorado y brillante. Lástima que la realidad no coincide con lo esperado y comienzan nuevos éxodos.
Pero no vamos a detenernos en el análisis de estas huidas masivas que caracterizan nuestro final del siglo veinte. En cambio haremos un esbozo somero de otras formas de huida que aquejan al individuo en particular y que, tarde o temprano, afectan al mundo. Ya no se trata de huir de la pobreza o de la intolerancia, sino de sí mismo, del desconcierto interior que no se expresa en grupos trashumantes, sino en sociedades vacías de seres humanos.
A medida que se desarrollan nuevos medios para dotar a las sociedades de mayor bienestar, o sistemas para coordinar a los hombres en los distintos aspectos de su vida, se observa un curioso efecto de sentido contrario. Al final, las personas se sienten abrumadas por tantos ofrecimientos –no todos ellos auténticos –, terminan por desconfiar de lo que deberían aprovechar y tratan de huir de las que consideran más obligaciones que prestaciones.
La sociedad ata, las vinculaciones sociales atan, y salvo aquellos que viven precisamente de esos vínculos aparentes y del prestigio aparente que otorgan estas relaciones, los demás escapan y se encierran en su soledad. Huyen a sus hogares, a sus casas, a sus pequeños refugios de amigos y compañeros, a los pequeños grupos, o en el peor de los casos a la soledad total, con tal de no someterse a la presión de las grandes agrupaciones. A veces, algunos usan el bullicio y la locura momentánea de los espectáculos multitudinarios, para volver a huir luego, con más fuerza todavía, a su aislamiento animal.
La gente huye hasta del simple diálogo porque no hay deseo de dejarse conocer, de entrar en contacto con quien no se sabe quién es, ni tampoco hay voluntad por conocer a otras personas. La desconfianza humana recrudece esta huida de la sociedad.
Aunque aparentemente estamos en una época de ruptura de tabúes, en la que resulta más fácil que nunca relacionarse los unos con los otros, esa relación es cada vez más superficial y transitoria. Los lazos de amistad, o de amor, surgen de un momento a otro pero también desaparecen de un momento a otro.
En verdad, la huida es la del compromiso que suponen unas verdaderas relaciones humanas. Una amistad verdadera requiere fidelidad, respeto, paciencia, cariño… y tantas otras cosas, pero no para un día o dos, sino “para toda la vida”, si es que esta expresión encierra todavía algún sentido. Un amor verdadero puede surgir de un chispazo, pero es el compromiso consciente el que ayuda a seguir construyendo ese sentimiento a medida que transcurre el tiempo; en el amor con compromiso no puede haber aburrimiento, ni resentimientos, ni irritabilidad continua, ni ansiedad de cambio, de otros amores que reemplacen al que se considera desgastado o que, simplemente, den a la vida el “encanto” de la novedad.
El ser humano no cree en sí mismo ni tampoco en los demás; le falta autoestima –o le sobra egoísmo– y no cree que otros tengan lo que a él le falta. Por eso huye de las relaciones humanas y se cae en el roce superficial y animal que tampoco le satisface.
Desde las drogas hasta la afición a la cibernética, desde el confinamiento voluntario hasta el suicidio, el hombre busca variadas fórmulas de huida. ¿De qué huye? Tal vez ni él mismo lo sepa… Tal vez huye de su soledad, más que soledad, vacío; de no hallar nada dentro de sí, ni tener vías ni energías para construir en su interior.
Es muy difícil estar solo, sobre todo cuando se carece de vida interior, cuando no hay ideas firmes ni sentimientos en los que apoyarse; cuando nos han convencido de que no hay que convencerse de nada, cuando nos enseñan a diario que las ideologías son nefastas, que es mejor no atarse a ningún sentimiento, que es más productivo dejar obrar a los demás mientras uno mira pasar la Historia…
Entonces se recurre a las drogas para olvidar que no se tienen recuerdos, para crear un mundo ideal pero artificial, para no afrontar ningún problema ni buscar soluciones que nos ayuden a caminar por la vida con los ojos abiertos. El dolor no siempre es tan terrible como parece; muchas veces enseña más que la indiferencia y el desinterés por lo que sucede; sufrir purifica si extraemos experiencias sanas del sufrimiento. De todos modos, ¿hasta cuándo y hasta dónde se puede escapar a través de las drogas? Es apenas una muerte más dilatada que la que se decanta por el suicidio inmediato, por el abandono total de todo esfuerzo.
Y ahora la técnica ha puesto en manos de muchos millones de personas otra forma de escapar: estableciendo relaciones a través de todos los continentes pero con una pantalla de por medio. Están los que viven viendo vivir a sus personajes preferidos u odiados en la televisión y están los que viven hablando, escuchando, enterándose de vida y milagros de lo que pasa en todos los rincones del mundo a través de un ordenador. La comunicación, que debería haber comunicado, se ha convertido en un nuevo modelo de huida de sí mismo.
Es curioso comprobar cómo hay quienes, tratando de saber más para poder conseguir más, se encierran en su reducto de libros y de estudios, de publicaciones informativas, de oposiciones para ganar mejores puestos de trabajo, de especializaciones sin fin para llegar a la meta codiciada de la erudición.
No queremos decir con esto que el conocimiento sea negativo; al contrario. Sólo se convierte en negativo cuando se vuelve una escapatoria, una forma de llenar vacíos interiores que seguirán vacíos. Porque por mucho que se estudie, al final, cuando uno se queda a solas consigo mismo, surgirá la pregunta fatídica: ¿para qué me sirve todo lo aprendido, como no sea para darme valor ante los ojos de los demás? ¿He mejorado yo mismo en algo, he crecido por dentro, tengo más medios para resolver las dificultades con que me encuentro en la vida?
Siempre hemos sostenido, desde estas páginas y desde otros escritos y charlas, que los sabios de todos los tiempos han tenido razón al ofrecer esta maravillosa herramienta al ser humano: saber, saber de verdad, es decir, saber vivir, saber para aplicar lo que se aprende y no sólo en un laboratorio o en una oficina; saber para descubrir las mil respuestas que están hábilmente cifradas en la Naturaleza. Pero en la actualidad, ese tipo de sabiduría casi no existe. Su lugar ha sido usurpado por el conocimiento metódico y sistemático, por el ejercicio intelectual, por la mente ocupada para huir una vez más.
La contrapartida también se ve: es la huida de la ignorancia, el desprecio por toda forma de cultura, de aprendizaje, por toda transmisión de experiencias; es la falsa libertad de vivir al día con lo que buenamente se entiende, si es que se entiende algo, dando rienda suelta a las más variadas pasiones como único medio de expresión.
Tal vez pasado de moda, pero presente en todas las civilizaciones, Dios, lo sagrado, lo espiritual y eterno, ocupa un sitio en la conciencia humana. ¿Por qué pasado de moda? Precisamente por la condición de huida: es más fácil negar estos conceptos que obligan a ponerse finalmente frente a sí mismo, a formularse preguntas fundamentales y buscar sus respuestas consecuentes.
Negar lo divino es huir de ello; no basta con decir que Dios no existe para que deje de existir. Nos guste o no, en la negación está la aceptación de “algo” grande, indefinible, sagrado por cuanto atañe a las más profundas raíces del ser, pero que por su misma condición, exige. Exige conocernos, alcanzarnos, entrar en contacto con ese Yo desconocido que, sin embargo, es uno mismo.
Como en toda huida, se intenta dejar algo atrás para llegar a un punto de destino. ¿Adónde se quiere llegar cuando se huye de lo divino? No creo que a su pretendido opuesto, lo demoníaco. Nadie que esté en sus cabales va en busca del diablo, como no sea para “vender su alma” y obtener algún beneficio de manera fácil. De lo divino se huye para no ser mejores, no para ser peores; y sobre todo, porque no sabemos –o no nos han enseñado– a ser mejores y, por lo mismo, Dios forma parte de los tantos engaños de los que escapa el ser humano.
Dentro de cada uno vive un ser que no siempre se manifiesta; a veces no lo hace porque no lo conocemos, a veces porque no le ofrecemos medios para hacerlo, a veces porque no queremos que lo haga. Hay quienes prefieren la huida del vacío antes que mirarse a sí mismos frente a frente.
Esa es la gran cobardía de la cual derivan luego todas las demás. No reconocerse, no aceptarse, no gustarse, no admitir el trato con uno mismo, no tener voluntad de superación sabiendo que puede haberla, no querer esforzarse para dar sitio a ese pobre prisionero rompiendo los barrotes de su cárcel, ¿adónde conduce? ¿Adónde lleva la huida de sí mismo? ¿A decir “yo soy mi cara, mi cuerpo, mi voz, mis sentidos”? ¿Y qué será de esa relativa identidad cuando los años vayan desgastando nuestra vestimenta material? No son lugares comunes, no… Depende de dónde se sitúe el “yo soy”, para llegar a ser de verdad o para huir de lo que somos.
Lamentablemente, los mismos motivos oscuros que obligan a trasmigrar a los miserables y a los incomprendidos, hacen que el ser humano inicie toda clase de viajes con tal de no encontrarse con quien indefectiblemente deberá enfrentarse, si no quiere ser un condenado al perpetuo deambular sin sentido.
El valor de hallarse y reconocerse es quizá la fuente de la cual parten otras muchas soluciones.
Si todos los hombres del mundo dejasen de huir de su propio yo, si diesen cabida a su ser interior –y no solo cabida, sino vida– tal vez empezase a remitir tanta miseria física y moral, tal vez hubiese menos hambrientos y menos perseguidos, tal vez hubiese más felicidad, más tranquilidad, más facilidad para vivir, más comprensión, más fraternidad real.
Mientras tanto, estamos en la época de la “gran huida”… Pero puede ser que corriendo tras un imposible y escapando de otro imposible, algunos coincidan en sus pasos y se detengan a respirar al descubrir que no sufren una desgracia única y especial. Puede ser que muchos evadidos coincidan también en darse cuenta de que no les persigue ningún monstruo, ni tampoco se dirigen hacia el paraíso. Puede ser que se haga la luz y alguno, muchos, lleguen a la conclusión de que sólo iban por la vida con los ojos cerrados.
Créditos de las imágenes: Rayson Tan
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