El compromiso que he asumido en esta ocasión es el de intentar hablar sobre nuestro tiempo; sobre este tiempo al que me atrevo a llamar TIEMPO DE HACER.

He elegido este tema porque nosotros, los que gustamos rondar sobre nuestro propio tiempo y preguntarnos sobre la época que nos ha tocado vivir, gustamos a veces también de repasar viejas palabras y viejos escritos.

Textos muy antiguos que todos conocemos, nos cuentan cómo Dios trabajó seis días, y en el séptimo descansó. Esto tendría que ser para nosotros una norma, una guía de acción; sin embargo, los seres humanos de nuestro tiempo somos tan especiales y únicos, tenemos tanta habilidad para contravenir absolutamente cuantas leyes se nos impongan, que hemos hecho exactamente todo lo contrario: de los siete días primordiales, trabajamos uno, y los otros seis descansamos; no sabemos de qué, pero descansamos.

Es por esto por lo que vemos a diario, en tantos sitios, en tantos momentos, que he escogido este tema de nuestro tiempo, este que tendría que ser tiempo de actuar.

Para nosotros las palabras hacer, actuar, realizar, concretar, trabajar, nos resultan sinónimos de esfuerzo, de terrible sacrificio. Y hoy, en que tan pocas leyes queremos respetar, observamos a rajatabla una: la del menor esfuerzo.

Hemos caído en una necesidad tan grande de comodidad y confort, que nos hemos ido anulando poco a poco, perdiendo la capacidad para actuar, desde lo físico hasta lo espiritual. Es como si nos hubiésemos ido atrofiando poco a poco; como si la energía fuese desapareciendo dentro de nosotros.

Tener que caminar, o andar, o trabajar, se nos presenta siempre gravoso. Nadie quiere hacer nada. Todo el mundo quiere que las cosas vengan hechas; eso sí, que las hagan los demás para que así nos lleguen listas. Mas como los demás piensan exactamente igual, resulta que todo está por hacerse.

Es así como nos encontramos en un mundo teóricamente moderno, bien equipado, dotado de todas las posibilidades. Y todo lo importante, guardado, inacabado, incompleto, muchas veces sin comenzar siquiera.

Me he preguntado en numerosas oportunidades, si este tiempo que nos toca vivir es único, y me he contestado en otras tantas que no. Muchas veces he dicho que considero que la Historia es cíclica, y que este ritmo de tiempo que es la vida de la Humanidad es un constante devenir donde las ideas, con pequeñas variantes, vuelven a aparecer ante los hombres, y de nuevo le sugieren- actos semejantes a otros hechos anteriores, y a otras situaciones más remotas todavía.

Entonces me doy cuenta de que, en estos ciclos de tiempo que llamamos Historia, hay momentos y momentos. Cuando las civilizaciones están en su punto culminante de desarrollo, cuando crecen y se levantan, presentan acción por doquier. Todos los seres humanos, cada cual en su medida, hace, realiza, trabaja, construye. Estos son los buenos momentos.

Mas como la Historia tiene sus perpetuas curvas de idas y venidas, al llegar a la curva siguiente, allí donde el ciclo se cierra, allí donde se entra en crisis –como dirían los viejos filósofos griegos– allí donde se entra en cambios, donde las cosas varían de dirección, toda la actividad y quehacer que había señalado el periodo anterior de expansión y crecimiento, ahora se torna inercia y quietud. En la crisis, nada se hace: todo se destruye.

Ciertamente es tan poco lo que logramos comprender de nuestra historia, que a veces dentro de los momentos de acción, brillantes y culminantes, hay quien se atreve a distinguir seres que no hacen nada. Estos seres que no “hacen” nada son los artistas, los místicos, los filósofos, los pensadores. Dicen esto porque una idea no se come, la obra de arte tampoco, y la mística menos aún.

Mas la realidad es que todos necesitamos este tipo de acción. Hay quienes han confundido esta particularísima forma de acción, esta expresión propia del espíritu que se traduce para los seres humanos en religiosidad, en sentimiento, en belleza, en creaciones positivas, en ciencia. Las malas interpretaciones han llevado a una situación muy curiosa: a un no hacer teñido de mística, de arte, o de filosofía.

Y así, nos encontramos ante un montón de falsedades, de pseudo posturas que nos indican claramente que no estamos en un momento alto ni culminante, sino que nos hallamos precisamente en un momento de crisis, de caída. Tanta es la decadencia que hasta la acción se disfraza, y muestra su verdadera esencia de inercia, de inacción.

Hoy se piensa que para ser místico hay que cruzar las piernas, sentarse en posición de loto –padmasana, como dirían los orientales– concentrar el pensamiento y mirarse el tercer ojo…, después de haberlo dibujado previamente, claro.

Nos preguntamos: ¿qué tercer ojo?, si no sabemos siquiera ver con los dos que tenemos puestos. ¿Concentrarnos en qué?, si no podemos poner atención en las tareas que tenemos todos los días. ¿Meditar en qué?, si tenemos el alma y la mente vacías.

No comprendemos qué significa esta filosofía del vacío, de estos pensadores que se complacen en asegurar que no creen en nada; de estos filósofos que dicen que el mundo no es nada, que no tiene dimensión ni realidad; y que nosotros tampoco servimos para nada. Después de esto es lógico que caigamos inmediatamente en la inacción, en la inercia.

¿Y el Arte? ¡Oh, nuestro pobre arte! Hace poco veía en una revista –en una revista cómica, desgraciadamente– cómo unos señores, en una exposición de pinturas, se aglomeraban todos ellos delante de una ventana que había sido tapiada con unos papeles negros, y decían: “Esta es indudablemente la obra más importante. Esta sí tiene contenido, tiene realidad, impacta”.

Desde luego que cualquiera se impacta por el vacío, por la nada, por un papel negro, porque era una ventana que daba a un infinito que no conducía a ninguna parte.

Esta es la actitud de escapismo que hoy se suele asumir, pensando que con esto se imitan viejos momentos de otras civilizaciones, las cuales, con estos mismos conceptos de filosofía, arte y religión, supieron tocar otras cumbres. Sí, es cierto; pero insistimos en que nuestro tiempo es de cambio, de crisis, de descenso.

Por poco que repasemos la Historia, nos podemos dar cuenta que no estamos en el gran momento ascensional y prodigioso. Y no hace falta leer historia; con un simple periódico –el de hoy, el de ayer, el que saldría mañana– nos daríamos cuenta de que todo falta, todo está caro, todo el mundo se pelea por algo. Todos discuten por algo, odian por algo, se enfrentan a todo el mundo.

Probablemente nadie sabe por qué están pasando todas estas cosas. Parece que hay una fuerza superior, tremenda, que arrastra a los hombres a oponerse, a romper, a deshacer; es decir, exactamente lo contrario de hacer, que es síntoma de construcción y de crecimiento.

Nos damos cuenta de que estamos en crisis, porque todas las formas que nos sirvieron para construir una civilización se caen. Porque todos los viejos sistemas, las leyes, todas las ideas que nos sostuvieron, carecen de sentido. Las encontramos ridículas, nos parecen vacías, ya no tenemos cómo apoyarnos en ellas.

Lo inteligente en estos casos es necesitar desesperadamente forjar algo nuevo, algo distinto, algo mejor. Nos damos cuenta de que las ideas no nos sostienen, de que las palabras se han tornado vacías, de que los conceptos no nos satisfacen para nada; de que se habla mucho y se dice poco, de que se hace mucho ruido y no se realiza casi nada.

Todo esto nos desconsuela, pero nos señala categóricamente la crisis –o tal como la llamaban los griegos, el cambio, el gozne de la historia. El exacto momento en que una corriente, que viene con una dirección y un sentido, da de pronto un giro e inicia un nuevo camino, que tiene otra dirección y otro sentido.

Pero en el gozne, en el momento del viraje, allí donde las cosas se doblan, se quiebran y cambian, allí es donde se producen las crisis del estilo de la que estamos nosotros ahora pasando.

Hay dos posturas básicas que podemos adoptar ante esta crisis. Una de ellas es la inercia. Se puede asumir la quietud de dejarse estrujar, romper, oprimir, y caer como todo lo que cae a medida que pasa el tiempo.

La otra postura es la de hacer, moverse, caminar, ponerse de pie, verticalizarse, levantarse. Ponerse a juego, no con la crisis que se está viviendo, sino con un futuro que se presiente nuevo y distinto, donde va a caber la posibilidad de acción.

Estas son las dos posturas básicas que podemos escoger todos los seres humanos.

¿Qué es lo que hace la mayoría? Escoge la inercia, porque es muy cómoda. Consiste en no hacer nada, en dejarse llevar, en introducirse en medio de una gran corriente que puede ser de ideas, de tiempo, de mucha gente que camina hacia un determinado sitio. Meterse dentro de esta fuerza que va hacia alguna parte y dejarse llevar por ella…

La inercia es cómoda y no supone ningún compromiso. Cuando uno se deja caer, no se compromete con nadie. No hay que defender ninguna postura, ninguna idea, absolutamente nada. La inercia no supone ningún esfuerzo, porque es muy fácil caer. Es mucho más sencillo caer que levantarse. Es mucho más fácil dejarse arrastrar que asumir una actitud personal y oponerse a una corriente. Por lo tanto la inactividad es la que señala la forma de movimiento; es la manera de dejarse mover de gran parte de los seres humanos.

Para poder vencer la quietud hace falta estar vivos. La palabra inercia, o quietud, nos sugiere falta de vida, muerte, nada, vacío. Y si no queremos caer en la inactividad, es necesario estar vivos. Pero VIVOS, así, con mayúsculas; no alcanza con tener solo el cuerpo animado.

Hay más actitudes para analizar. No todos los seres se dejan llevar por la inercia. Hay quienes hacen, pero no del todo bien. Hay quienes piensan que HACER, solo se refiere a la materia. Lo que no se haga con cosas concretas, que se puedan medir, pesar, calcular, sostener, tocar, ver, oler o gustar, son cosas que no se pueden hacer; no existen siquiera.

Es así como nos encontramos ante gran cantidad de seres que trabajan realmente, pero a nivel de materia nada más; buscando algo mejor para el cuerpo.

Actualmente hay gran cantidad de seres que trabajan y actúan por competencia. Están activísimos, pero es un dinamismo basado en el afán de sobresalir, no de crecer cada vez más, o de hacer las cosas mejor de lo que están. Es el pensar que se tiene que trabajar y trabajar para ser considerado mejor que el otro; con objeto de ser más admirado y aplaudido que el otro; con el fin de recibir más distinciones, etc. Muchas personas trabajan con uno de los objetivos mencionados, y solo con ese único afán.

También hay quienes actúan y se mueven con un anhelo de avaricia, de acumulación. Se trabaja sin descanso para reunir cosas que nunca se usan.

Personalmente suelo a menudo extraer grandes lecciones de filosofía de los cuentos cómicos, por aquello de que el humor encierra una buena dosis de conocimiento.

Recuerdo haber leído el tradicional relato del señor que le dice a su señora, a la vez que ambos cargan niños muy harapientos: «Hoy no comeremos, mañana tampoco, ¡pero que cuenta bancaria tenemos! Somos millonarios».

Hay personas cuya avaricia les hace acaparar mil cosas que no van a ser usadas nunca.

Encontramos quienes actúan mucho, porque no quieren dejar un solo minuto para pensar. Porque saben que todo momento de reposo es de encuentro consigo mismo, y es fatal porque es cuando tendrían que reconocer que el esfuerzo es un pozo vacío, sin direccionalidad, sin objetivo.

Estas personas no saben qué buscan, qué persiguen, ni hacia dónde van, pero trabajan y corren detrás de muchas cosas, porque si se detienen, piensan, y prefieren no darse un instante de reposo para no hacerse preguntas.

Estas son todas las formas de actividad que hemos querido señalar. Es una acción no acabada.

Nos gustaría hablar filosóficamente de lo que entendemos por el buen hacer; de lo que es hacer bien dentro de lo que nosotros podemos hacer.

Pienso, en primer lugar, que la buena acción es tener la extraña capacidad de apreciar las pequeñas cosas que están a nuestro alcance. Cuando nosotros hablamos de hacer, siempre soñamos con hacer grandes cosas. Nos imaginamos a nosotros mismos en el futuro como grandes sabios, ministros, reyes, fiscales, artistas, pero grandes. Ya que vamos a hacer, queremos algo grande, importante, enorme.

Pero nunca se nos ocurre detenernos en la pequeña tarea que podamos hacer todos los días, que no tiene mucha importancia, pero que hay que realizarla… allí está precisamente su importancia.

Son esas pequeñas cosas, cuando se suman, las que milagrosamente dan un gran conjunto, un enorme eslabón, un pedestal que es capaz de soportar nuestras obras futuras. Es así por lo que pensamos que una buena fórmula, un buen inicio, es aprender a hacer pequeñas cosas.

Otra buena fórmula es realizar algo todos los días, en todo momento. No es cuestión de pensar que el lunes, por ser el primer día de la semana, se hará algo; el martes, menos que el día anterior; el miércoles, se estará cansado de los dos precedentes; el jueves y el viernes se soñará con el domingo; y el sábado y el domingo se descansará.

Eso es hacer poco y mal.

Hay que hacer todos los días y en todo momento. De tal forma que cada acto, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento, cada sentimiento esté hecho, controlado y dirigido hacia un objetivo, aunque solo sea conocido por aquel que lo realiza; es decir, nosotros mismos.

Hacer bien es actuar con naturalidad; es hacer sin vanidad excesiva y sin falsa modestia. Es realizar las cosas en su justo medio.

Mas para hacer bien es preciso saber elegir. Si no aprendemos a escoger entre las muchas cosas que la vida nos depara, no sabremos qué hacer. Si llevamos a cabo todo, una de nuestras obras invalidará la otra; porque ese todo supone a veces tantas contradicciones, que para hacer las cosas bien y recoger frutos válidos, necesitamos ELEGIR lo que vamos a ejecutar.

Elegir supone algo más importante todavía: DECIDIR. Una vez que hemos elegido, es importante decidir efectuar con exactitud lo que hemos seleccionado. Hay que perder el miedo a decidirse. Hay que olvidar un temor que todos llevamos dentro, que es el pavor por equivocarnos.

¿Qué nos puede pasar si tomamos un camino incorrecto? ¡Nada! Repetiremos aquel hecho que nos resultó malo con una sabiduría nueva que no teníamos antes: la experiencia. Como diría Marco Aurelio cuando escribía sus pensamientos: «¿Qué le puede pasar al hombre que no sea propio del hombre?» Si nos equivocamos, probaremos de nuevo.

Hay que perder el temor al fracaso, porque hay seres que se irán de la vida sin haber cometido un solo error, es cierto; pero habrá sido así por la sencilla razón de que no hicieron absolutamente nada, y eso no tiene ninguna ventaja.

Preferimos hacer algo con todo el corazón, con toda la buena voluntad, y equivocarnos a veces, pero poder adquirir experiencia como contrapartida del desacierto en que hemos incurrido.

Pensamos que nadie puede evadirse de la acción. Si creemos que por quedarnos quietos no actuamos; que por dejar el cuerpo tranquilo no hacemos nada, estamos absolutamente errados. El cuerpo no tendrá movimiento, pero la mente y el sentimiento están igualmente agitados. Y, evidentemente, la respiración, el corazón y la sangre de nuestras venas siguen su ritmo normal.

No podemos estar completamente quietos; hacer, hacemos siempre: con el cuerpo, con la psiquis, con la mente o con el espíritu –si hemos logrado despertarlo– pero siempre estamos realizando algo.

Ya que tenemos que hacer siempre, ¡hagámoslo por lo menos despiertos! Realicemos conscientes, conociendo aquello que desarrollamos, no dejando que cada una de nuestras acciones corra según la casualidad y salga como salga, porque de esta manera, ¡claro está!, nos equivocaremos mucho más a menudo.

Hacer es una gran ley de la Vida. Actuar es la Gran Ley de la Vida.

Viejos libros –de estos que conviene repasar a veces– indican que nada en el mundo está en reposo. Todo está en movimiento. Y ese moverse, ese ir hacia alguna parte, es como un grito en medio del espacio. Es un decir “yo voy hacia algo, yo camino, yo busco”.

Lo que se anhela al buscar y caminar, es la propia perfección. Se mueven las estrellas, los soles, los planetas; nos movemos nosotros, los animales y las hojas se mecen con el viento. Hasta las piedras estallan con el calor y con el frío. Todo se mueve, todo se dirige a su propia perfección.

Lo importante es hacer sabiendo lo que hacemos. A esto, es a lo que llamamos el bien hacer; la buena acción.

Cuando realizamos algo es importante saber sobre qué objeto vamos a actuar. No decimos nada nuevo al afirmar, que sobre el primer elemento que debemos actuar es sobre nosotros mismos. No se puede pretender ningún tipo de acción, sin haber aprendido a trabajar sobre el propio ser; esa existencia propia que nos acompaña y en la cual estamos comprometidos.

Tenemos que hacer sobre nosotros mismos a varios niveles.

Primero, puesto que estamos encarnados y tenemos un cuerpo, sobre la parte física. Esto lo hemos aprendido bastante bien. Le damos de comer, lo hacemos dormir, lo lavamos, lo vestimos, etc. Con él, dentro de lo que acción se entiende, hemos llegado a comprendernos un poco.

Nuestra psiquis no es ya un cuerpo bien peinado, bien vestido y bien comido como el que presentamos. Las cosas a estos niveles cambian completamente. Solemos descuidar la psiquis, porque como no se ve, para qué vamos a hacer algo con ella. A nadie le importa trabajar sobre una cosa que no se percibe a simple vista, si basta con estirar las comisuras de los labios para disimular inmediatamente.

A nivel psíquico, hacemos poco. A nivel intelectual, menos todavía. Estudiar cosas de memoria, no es hacer; leer un libro sin enterarse de la mitad, tampoco. Estudiar por obligación, no gustar de lo que aprendemos, de lo que leemos, o de lo que hablamos, tampoco es hacer. De modo que también intelectualmente, somos unos descuidados y unos ineducados absolutos.

De modo que cuando hablamos de hacer nos referimos a realizar en el campo físico, psicológico, mental y moral. A todos nos gustaría ser mejores, pero no hacemos nada por lograrlo. Nos quedamos donde estamos, esperando que baje la gracia, la iluminación. Lo último que se nos ocurre es trabajar sobre nosotros mismos.

Hay una gran tarea que es empezar a hacer con el propio yo, y luego seguirse con los demás. Cuando al fin nos lancemos a ejecutar algo en beneficio de los demás, tendremos las manos llenas de sabiduría, y tal vez saturadas de durezas; de esas durezas que no siempre se ven, pero que provienen de haber luchado mucho sobre uno mismo.

Para poder hacer por los demás, no basta con la simple generosidad, con la simple buena intención, hace falta llevar a cabo algo sin dañar. Es necesario querer cosas buenas para nuestros semejantes, pero verlas en la práctica sin que el dolor asome jamás a los ojos de los otros. Es muy difícil hacer por los demás sin perjudicar nunca a nadie.

Lo importante es lograr el justo medio, en el cual vamos a realizar para nosotros y para los demás, sin dañar, sin provocar infelicidad. Esto es lo que debería preocuparnos constantemente antes de llenarnos la boca con muchas palabras sobre el amor a la Humanidad, sobre el respeto, sobre los derechos humanos, y sobre tantas y tantas frases bonitas que ahora se dicen, pero que no se entienden para nada.

Para poder hacer cosas positivas por nosotros y por los demás, necesitamos imitar sin vergüenza alguna, a aquellos que han sido nobles, virtuosos, destacados en sus vidas. ¿Para qué tenemos Historia, si de ella no vamos a extraer nada? Las grandes obras tuvieron como objeto que un hijo, un discípulo, un hermano pudiera recoger una buena enseñanza.

Otro de aquellos viejos libros dice: «Lo que un hombre virtuoso hace es imitado por los demás hombres». Lo que hoy sucede es que lo que muchos seres pervertidos hacen, es copiado inmediatamente por muchos. Nuestra tarea es cambiar esta corriente típica de las épocas de crisis.

Hay varios puntos que tenemos que contemplar antes de pensar en hacer. Primero, proponernos una acción, tenerla firme y clara. La segunda parte es realizar la acción, comenzando por escoger los medios que nos permitan llevarla a la práctica de la mejor manera posible. Y la tercera, y más importante, es finalizar la acción; no dejar obras incompletas. Las tareas inconclusas son anarquías que se suman día a día en el corazón.

Como solemos enseñar algunas veces en nuestras clases de filosofía, las obras incompletas son muertos en el cementerio de los sueños, de esos sueños que alberga todo hombre en su interior.

Llorar a los muertos queridos es muy triste; llevar flores a aquellos que quisimos mucho y que ya no están con nosotros, es desolador. Pero cargar calladamente, sin poderlo expresar siquiera, el dolor que sentimos por todas las ideas que tuvimos y no pudimos realizar, es mucho más triste todavía.

Todas las obras deben ser terminadas. Y por esto, debemos proponernos obras diariamente en la medida de nuestras posibilidades, concluirlas, y al día siguiente plantearnos un poquito más, una nueva tarea que sea un avance sobre lo que acabamos de hacer.

Ahora que está tan de moda el orientalismo, es bueno recordar algunas viejas anécdotas, de esas que tienen siempre grandes enseñanzas. Una de ellas cuenta que un Maestro decía: «Yo a mi discípulo, le pido uno. Si me hace uno, le pido dos. Cuando veo que puede hacer dos, le pido cuatro. Si hace cuatro, le pediré ocho. Si llega a realizar ocho, entonces demandaré dieciséis». Al preguntar al Maestro: «¿Y si su discípulo revienta?» El Maestro contestó: «Es lo mejor que le podía pasar.»

Ese “reventar”, debe entenderse como una eclosión, un estallar del ser interior, donde se descubren las verdaderas potencias, la verdadera fuerza, la verdadera capacidad de hacer. Si no nos exigimos ni uno, ni dos, ni cuatro, ni ocho, nunca podremos hacer dieciséis.

Un buen comienzo, es realizar todos los días aquellas cosas que nos hemos propuesto llevar a cabo, al despertar en la mañana.

Así es que –recapitulando un poco– estamos en crisis, y esta situación supone inercia e inacción. Pero nosotros vamos a vencer esta crisis, sin importarnos las reglas generales que la señalan. Queremos ser diferentes: así lo queremos y lo sentimos de verdad. Entonces gritamos en medio de esta etapa conflictiva: ES TIEMPO DE HACER.

Hacer no es destruir, aunque muchos puedan pensarlo. Destruir es una apariencia de acción, puesto que es nada más que la inercia que tienen todos los cuerpos materiales, los cuales se desgastan con el tiempo. Las cosas desaparecen naturalmente al paso del tiempo; la inercia las elimina. Mas como el espíritu ni se destruye ni es destruido, en este terreno solo se puede hablar de acción.

La acción supone sustituir cosas viejas por nuevas, para que estas sean mejores y se perpetúen. Pero sobre todo sustituir; porque romper simplemente, lo puede hacer hasta un ciclón, pero nosotros somos seres humanos.

Hacer no es protestar. La protesta es estéril, no es un acto, no tiene frutos, no rinde absolutamente nada. La protesta, si es de corazón, debe estar acompañada por una acción que tienda a remediar aquellos males que hemos tenido el coraje de señalar.

La acción no es crítica. Es muy fácil criticar lo que han hecho los demás, pero al menos ellos han hecho algo, aunque sea malo, pero actuaron. Es mucho peor ponerse en una actitud de crítica constante sin hacer absolutamente nada.

El hacer no es cambiar por el cambio en sí, sino modificar mejorando.

A veces una persona cambia de trabajo y para ganarse la confianza del Jefe o Director, pregunta por lo que hizo su antecesor (esto también se da en la Política). Tratará de promover cambios y echar abajo todo lo anterior, y parecerá por un tiempo que todo es acción, todo es movimiento. Mas si al final, no existe una mejora definitiva, lo ocurrido es solo una farsa.

Ningún cambio tiene sentido, si no significa un avance sobre lo anterior.

Por todo lo que hasta ahora hemos planteado, creemos que podemos extraer verdaderamente el sentido de lo que es acción. No criticar, no protestar, no cambiar si no hace falta, no destruir. Así tendremos la acción que nos caracteriza, que nos permite vivir nuestro tiempo, nuestro momento de crisis.

Una acción adecuada es aquella que nos permita tomar parte activa en la Historia. ¡Basta ya de mirar la Historia desde las ventanas de nuestras propias vidas! ¡Basta ya de asomarse como simples espectadores! ¡Basta ya de soñar con que vendrán otros a hacer las cosas! ¡Basta ya con idear a aquellos que resolverán los problemas!

ES TIEMPO DE HACER. Es tiempo de asumir una actitud firme y decidida en aquel sitio en el cual la vida nos ha puesto. Cada uno tiene una tarea marcada, con unas cosas por hacer y unos sueños por realizar; con unos seres que dependen de nosotros, que nos quieren y nos siguen; con otros seres a los que queremos y seguimos.

Entonces, nuestra acción está en ese puesto deparado por la vida, y para que nuestra misión sea perfecta, hemos de realizar cada una de las pequeñas tareas diarias, sencillas y humildes, pero tareas al fin. En ellas dejaremos nuestro sello, nuestra impronta humana, nuestra voluntad y nuestro sentido de realización.

Hay que hacer para nosotros y para los demás –fundamentalmente para los demás–, pues es muy hermoso pensar más en nuestros semejantes que en uno mismo.

Hay que hacer para el hoy y para el mañana –fundamentalmente para el mañana–, pues es muy reconfortante acabar con la obra que tenemos en las manos, sabiendo que no todo termina ahí, sino que vendrán otros seres a seguirla y a beneficiarse con eso que les hemos dejado.

Hay que hacer para el cuerpo y para el alma –fundamentalmente para el alma–, porque el cuerpo que tenemos solo sirve de vehículo, de medio de expresión; se gastará y desaparecerá. Mas el alma es vieja, tan vieja que es eterna.

Si logramos dar a nuestro trabajo esta proyección: para el alma más que para el cuerpo, para el mañana más que para hoy, para los demás más que para nosotros, el momento actual que vivimos adquirirá completamente otra dirección. Será de crisis, sí, pero nosotros aprenderemos dentro de los problemas, y sacaremos una experiencia que será positiva en todos los sentidos.

Hemos comenzado diciendo aquello tan viejo de que Dios trabajó seis días y descansó al séptimo. Estas no son solo palabras. Esto es un ciclo numérico que nos está señalando algo. Es un ciclo profundo que nos está indicando que, antes de que el Universo surgiese, antes de que la Creación se manifestase, Dios tomó un respiro, un instante, una detención para permitir que toda su obra se plasmase en esta inmensa maravilla que vivimos día a día.

Pero ahora que está el Universo en marcha, y los astros surcan el infinito Cosmos, Dios ya no descansa. Nosotros nos encargamos de que Él no descanse. Está en cada uno de nosotros, vive en cada partícula que tiene vida, por lo tanto está en perpetua acción.

Creo que, ante semejante ejemplo, ante esta Ley –que si no la queremos concebir como divina, la podemos pensar como matemática– ante esta perfección de un Universo en marcha, de un Cosmos en movimiento, de unos astros que conocen su camino y repiten incansablemente su ruta, nosotros podríamos tomar un ejemplo y sacrificar ese inmerecido séptimo día de descanso.

Yo creo que bien podemos hacerlo, puesto que acabamos de llegar a la conclusión hace unos instantes, de que nunca estamos inactivos. No querer séptimo día de descanso es querer ser grandes y ponernos a la altura del Universo, ser como las estrellas, vibrar eternamente.

No vamos a descansar. En nuestro tiempo de crisis, hemos descubierto el gran secreto: ¡Es tiempo de acción!

Es tiempo de hacer, y lo que queremos hacer es este Mundo Nuevo y Mejor con el que todos soñamos. Mundo que está aquí, apenas al alcance de la mano. Solo hay que decir ¡YA!

 

Créditos de las imágenes: Jesse orrico

JC del Río

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  • No descansar? Ya lo ha dicho la maestra, es imposible descansar.Nuestro tiempo debe de ser utilizado de forma óptima, con buena voluntad, con amor, desde nuestra ALMA INMORTAL!!!

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