Hoy, ante esta realidad de la existencia, vamos a tocar una de sus facetas: el dolor, el porqué del dolor.
Tendríamos que definir primero qué es el dolor. Definir algo, sobre todo cuando no es físico, sino metafísico, insustancial, aunque nos afecte profundamente, es siempre difícil. Definir un objeto material es fácil, basta dar sus medidas, sus proporciones, su color, sus distintas cualidades visibles. Hablar de aquello que es invisible, como el dolor, el placer, el amor, el odio, es muy difícil. Generalmente, hablamos de sus resultados.
Platón lo explica muy bien cuando habla de lo Bello y de las cosas bellas, diciéndonos que lo que nosotros vemos son cosas bellas, pero no vemos lo Bello, que lo Bello sería algo metafísico y ontológico que se reflejaría en los objetos dándoles la cualidad de la belleza. Así, definir el dolor, como dolor en sí, es bastante difícil para todos nosotros. Por lo general, conocemos el dolor por una pérdida de placer, como una suerte de inquietud interna que desestabiliza nuestra conciencia. Recuerdo en este momento las palabras que pone Platón en boca de Sócrates cuando le quitan las cadenas de los pies antes de beber la cicuta: «¡Qué placer, ahora ya no siento el dolor de las cadenas!». Sócrates opone el sentido del placer al sentido del dolor, pero esta versión un poco hedonista de la vida es obviamente práctica y fáctica, no en su sentido interior. El dolor es mucho más que la pérdida de un mero placer. El dolor nos afecta a todos, en distintos planos, en distintas formas, en distinta medida.
Si aceptamos, al igual que admiten todos los filósofos de la Antigüedad y todos los esoteristas, que el Hombre no solamente está formado por su cuerpo visible, tenemos que entender que habrá distintos niveles de dolor.
Habrá dolores físicos, por ejemplo, cuando nos pisan un pie, o cuando a uno le duele el hígado o una muela; habrá dolores energéticos, cuando estamos bajos, caídos, desalentados, esas mañanas que nos levantamos y nos preguntamos: «¿por qué habré salido de la cama?, la verdad, no tengo ganas de hacer ninguna cosa, me siento sin energía, hoy todo lo veo de color gris».
Hay otra faceta del dolor, la psicológica –que afectaría a lo que los ocultistas llaman el cuerpo astral–, el dolor interior que nos produce, por ejemplo, la muerte de un ser querido –a veces puede ser nuestro perro o nuestro gato–, el dolor que nos produce la carencia o pérdida de algo que nosotros queremos, y eso basta para hacernos experimentar ese dolor, esa inquietud interior. Podemos estar físicamente sanos, físicamente enteros, pero sentimos ese dolor interior; el dolor por todas las cosas que hemos perdido o por las que vinieron sin que las hubiésemos llamado.
También, aún más profundamente, existe el dolor en lo mental, el dolor de no ser entendidos. Cuántas veces, con toda nuestra buena voluntad, estamos con alguien y le tenemos que explicar algo que para nosotros es evidente, pero la otra persona, aunque tal vez tenga buena voluntad, no nos entiende, no nos corresponde mentalmente; ahí también sentimos dolor, el dolor de no ser comprendidos; o tal vez, el dolor más profundo, el de no saber explicarnos, el de no encontrar las palabras o las ideas, el de no encontrar los argumentos suficientes como para ponernos en contacto con esa otra persona; o a veces, por qué no, como sugiere esa frase, «Conócete a ti mismo», el dolor de no conocernos ni siquiera a nosotros mismos, de no saber por qué a veces estamos tristes, a veces alegres.
Y finalmente, en el plano más interno, en aquel con el que tan solo llegamos a ponernos en contacto a través de una reflexión profunda, de una forma de meditación, es el dolor espiritual, el dolor de no saber de dónde venimos, de no saber exactamente quiénes somos y de no saber adónde vamos.
A todos, como si fuésemos artistas de algún teatro, nos han empujado a un escenario, alguien nos cogió de la mano o puso su mano en nuestra espalda y nos empujó al teatro de la vida. Nos hemos encontrado pequeños, desvalidos, empezamos a tener un concepto de madre, de padre, de casa, de un jardín verdeante, de un mar que azota siempre las mismas costas, de un viento que corre; los primeros dibujos, aquellas cajas con acuarelas, con tizas, con las que empezamos a garabatear nuestros primeros signos –una especie de escritura secreta–, los primeros juguetes, esas noches en las que nos parecía que cuando nosotros dormíamos los juguetes se ponían en otra posición y encendíamos rápidamente la luz para sorprender a las muñecas o a los cochecitos o a los trenes, para ver si se habían movido. Ese mundo mágico empezaba a rodearnos, a penetrar en nosotros. Poco a poco, empezamos a aprender a leer, a escribir, a tener compañeros en la escuela, a entrar en relación con las realidades fácticas de la vida: tener que trabajar para vivir, tener que estudiar, amar, ser amado, odiar, ser odiado, ver que se envejece, notar en el espejo que somos día a día diferentes, mirar que nuestras manos cambian, que tenemos que empezar a usar gafas… En fin, toda esta corriente de la vida es como un río turbulento que nos va llevando a través del escenario en el cual estamos actuando hacia el otro extremo, y alguien nos coge de la mano y nos va arrastrando fuera de él, otra vez a la oscuridad, fuera de la luz.
A ese paso por el estrado le llamamos vida, aparecemos a la luz y desaparecemos de la luz. Sospechamos los filósofos que existimos antes de que se nos vea y que existiremos después, cuando ya nadie nos pueda ver. De alguna manera, tenemos la segura intuición interior, una serena y fuerte seguridad, de que podemos existir más allá de esta luz física, que venimos de alguna parte y a alguna parte retornamos.
Dicen las viejas enseñanzas que no aprendemos en una sola vez de pasar por el teatro del mundo, que después de dar una vuelta por detrás, volvemos otra vez a ser lanzados a un nuevo escenario, a representar un nuevo papel. Una vez se es César, otra vez Bruto, otra vez Casca y otra vez se es Shakespeare, quien recoge estos personajes, o simplemente los humildes que los leemos y los recreamos en nuestra imaginación, aquellos que a veces vamos a los lugares donde ocurrieron esos grandes fenómenos históricos y, pisando los mismos mármoles, tratamos de rescatar aquello que la historia no nos cuenta. Queremos otra vez pisar las escalinatas donde hablaron los grandes oradores, ir por los mares que cruzaron los barcos de los conquistadores, estar en las selvas que cubren los viejos templos.
Todo el desarrollo de nuestra vida está marcado por ciertos signos de dolor, y todas las grandes obras que el mundo ha hecho están marcadas a fuego con ese sello, ese sello de dolor, ese sello de no-plenitud. Pero, precisamente, esa no plenitud, ese mundo infinitesimal que duerme en nuestro corazón es lo que nos hace rodar, marchar, caminar, andar y andar. Si la relación entre el diámetro y la circunferencia fuese un número entero, la circunferencia no rodaría jamás. Si gira es porque la diferencia entre el diámetro y ella no es un número entero, es un número infinitesimal. Por eso mismo se mueven los astros, las galaxias, crecen las plantas, sonríen los niños, braman las olas, corre el viento, nacemos y vivimos. Por esa diferencia, con ese impulso y con ese sello de dolor. Aquellas imágenes que más apreciamos tienen esa marca, tienen ese sello.
En la Capilla Sixtina, los dedos de Dios y de Adán, el primer hombre, parece que se van a tocar para transmitirse algo. Mas, quienes pintaron ese techo de la Capilla Sixtina se quedaron prácticamente paralíticos, al tener que estar con la cabeza en una posición especial para pintarlo. Muchos de quienes elevaron las pirámides murieron en el sacrificio de hacerlo. Quienes elevaron las torres de las catedrales cayeron con el sonido de las primeras campanas. El milano come a la paloma y a su vez, es perseguido por el cazador. También el cazador es alcanzado por la muerte. Donde fijemos la vista hay dolor.
Y este fenómeno del dolor, la vejez y la muerte, lo desarrolla de manera magistral Siddhartha Gautama, el Buda, cuando nos habla del encuentro que tuvo con la enfermedad, con la vejez y con la muerte. Todos vosotros lo conoceréis básicamente, pero vamos a recordarlo, porque nuestro sentido acropolitano no es el de enseñar cosas que no se saben, sino el de recordar lo que sabemos para que cada uno de por sí llegue al verdadero conocimiento. Y hay una diferencia fundamental entre la verdadera filosofía liberadora y las pseudofilosofías, que lo único que hacen es amaestrarnos en un camino mecánico para que repitamos lo que los demás dijeron. La verdadera filosofía trata, en cambio, de levantar el alma, de esclarecer la mente, para que cada uno de nosotros, participando en aquello que tenemos, podamos encontrar la verdad.
Dice esta historia oriental que Siddhartha Gautama, el Buda, no tenía conciencia de lo que era la enfermedad ni la vejez ni la muerte. Poco a poco, empezó a tenerla y consideró que tenía que retirarse de los palacios que habitaba, que tenía que abandonar a su mujer y a su hijo Râhula e ir a los bosques a encontrar la verdad. Su padre, alarmado, dado que era el rey y se quedaba sin descendencia principal, hizo que las ciudades por donde pasase escondiesen a todos los mendigos, todos los enfermos, todos los ancianos, y que no hubiese ningún funeral, nadie que habiendo muerto pasase frente a ellos. Pero vosotros sabéis que las circunstancias de la vida, la voluntad de los dioses, el querer del destino no siempre está de acuerdo con los planes de los hombres, y así, cuando Siddhartha Gautama, que era muy joven, iba en su carro con su preceptor, se le cruzó un hombre que estaba enfermo, lleno de manchas y de pústulas. Y él, que era bello y perfecto, le preguntó a su preceptor: «¿Qué es lo que tiene este hombre?». «Está enfermo, señor».
«¿Qué es la enfermedad?». «La enfermedad es cuando nos empieza a doler algo, cuando empezamos a deformarnos…», y le dio una larga explicación. Poco después, vio a un hombre ya encorvado por los años, con el cabello blanco, que andaba trabajosamente. Y preguntó: «¿Y este quién es?». «Este es un anciano». «¿Y qué es un anciano?». «Pues un anciano es un hombre que ha vivido muchos años, muchos veranos, muchos inviernos y entonces el tiempo le ha ido poco a poco destruyendo hasta que le encontramos como está». «¡Oh, cochero!, ¿a mí también me alcanzará esta vejez?». «También a ti, señor, te alcanzará esta vejez».
Luego, pasó un pequeño grupo de personas que llevaban a alguien amortajado a la pira para quemar. «¿Y qué es eso?», dijo Siddhartha Gautama. «Es alguien que ha muerto». «¿Qué es la muerte?». «Bueno, es dejar de respirar, de tener temperatura, de vivir, de sentir…», en fin, le dio las explicaciones básicas. «¿Mi padre y yo también moriremos?». «Sí, señor. Todos hemos de morir. Todos estamos presos de las circunstancias, aunque estemos sanos, jóvenes y fuertes, la caída de una teja, un mal viento, eso puede lastimarnos, herirnos, enfermarnos; y si seguimos vivos, el tiempo mismo se encargará de ir doblando nuestra espalda, de sacarnos energía y llevarnos al fin a la muerte».
Siddhartha Gautama se dedicó a meditar sobre estos puntos y se retiró a los bosques, donde llegó a conseguir una iluminación especial, la iluminación en el sentido de que toda forma de dolor deviene de la ignorancia, es decir, el no saber por qué existe el dolor es lo que nos hace darle toda la importancia que tiene.
El dolor está marcado en todos los hombres, en todas las civilizaciones. En todas las culturas antiguas se hablaba de una Edad de Oro donde el Hombre no conoció el dolor. Los antiguos hebreos, y luego también los cristianos, nos hablan de un paraíso, el paraíso perdido, donde no se conocía el dolor, la vejez, el esfuerzo. Lo mismo sucede en pueblos lejanísimos. En el antiguo Perú también se habla del dios Naylamp, que regía un universo donde no existía la muerte ni el dolor, ni ninguna causa para ello.
En la tradición griega y latina se menciona que en los primeros años del género humano, durante los que reinó Cronos, también se vivió una Edad de Oro. En esos lejanos tiempos, la humanidad era exclusivamente masculina y convivía con los dioses inmortales, no tenían preocupaciones, ni miedo a la miseria; los hombres siempre eran jóvenes y vivían alegremente, entregados a fiestas y danzas. No sabían lo que era envejecer y, para ellos, la muerte era como sumirse en un sueño. Cuenta Hesíodo que florecía la inocencia y la justicia, y que no había que trabajar, pues la tierra producía sin necesidad de cultivo y los ríos de miel y de leche corrían por todas partes. Pero esta época llegó a su fin con la caída de Cronos, y la Tierra sepultó a esta raza, dando paso de forma inexorable a una segunda Edad, la de Plata, degradación de la primera.
El pueblo egipcio nos cuenta de aquel mundo que regía Ra, donde no existía el dolor ni la muerte. Todos los pueblos citan ese paraíso perdido. Pero desde entonces, desde aquellas épocas remotas que existieron o no existieron –no es el caso ahora discutir eso–, el Hombre está marcado por el dolor, la enfermedad y la muerte de que nos hablase el Buda.
Preguntémonos entonces: ¿por qué existe el dolor en el mundo, cuál es su causa?, ya que si Dios es bueno, y tenemos que pensar que lo es –si no, no sería Dios–, ¿por qué permite el dolor?, ¿por qué hablan de la redención a través del dolor?, ¿por qué en las Escrituras cristianas aparece el propio Cristo muriendo en la cruz para redimirnos a todos, para llegar a través de su sufrimiento y de su dolor a una forma de vida diferente a la anterior? ¿Por qué las antiguas Escrituras hablan de la importancia del dolor y lo relacionan con la vida perdurable, con una suerte de resurrección espiritual?
Veámoslo de manera simple, de manera verdaderamente filosófica. No hablemos de los imperativos kantianos, ni de lo que nos pueda decir Wittgenstein, ni del estado agónico que nos marcan las obras de Ionesco; hablemos directamente de lo que nos pasa a nosotros.
Vamos a suponer que yo no hubiese estudiado absolutamente nada de anatomía, ¿cómo sé yo dónde tengo el hígado y si mi hígado va mal? Por el dolor. El dolor es un aviso, es una forma de transmisión que me está diciendo que ahí pasa algo, que debo tratar de curarlo. Lo mismo sucede con un dolor de muelas, y también cuando alguien sin querer nos pisa un pie; rápidamente lo quitamos, y si el dolor no nos avisase, nos rompería los huesos. O sea, que el dolor, a pesar de ser obviamente desagradable, salvo para aquel que sea masoquista, es sin embargo un instrumento, un vehículo de conciencia que nos dice que estamos aquí, que nos dice hasta dónde llega nuestro propio cuerpo. Si yo distraídamente me golpeo con este mueble, el dolor en mi mano hace que sepa hasta dónde llega este mueble y hasta dónde llega mi mano.
Existen algunos casos de enfermos cuyo sistema nervioso no registra el dolor. Esos enfermos, por lo general, mueren rápidamente, porque al no registrar dolor, no se dan cuenta cuándo se lastiman, cuándo comen algo que les hace mal, cuándo tienen algún daño. En fin, que el dolor físico es una bendición para nosotros porque nos permite tener conciencia de que algo va mal. Es una especie de centralita telefónica que nos avisa de que en tal lugar se ha declarado un incendio. Y si no supiésemos en qué lugar se encuentra el fuego, ¿cómo haríamos ir a los bomberos?, ¿cómo llegaría el agua para apagar las llamas? Si yo no sintiese el dolor, ¿cómo sabría qué es lo que me hace daño? Si no supiese cuál es la muela que me duele, ¿cómo podría quitármela? Y esa infección al fin acabaría conmigo, a través de una septicemia o cualquier otra infección generalizada. Esto sería el porqué del dolor en lo físico.
En la parte emocional o psíquica, ¿por qué tenemos dolor? Hace unas semanas estaba en Egipto, cerca de lo que fue Menfis, viendo la pirámide de Unas, que está llena de inscripciones, de donde salió la síntesis que los griegos recogieron como el Kybalion, y una de sus máximas fundamentales es: «Así es arriba como es abajo». De tal suerte, psicológicamente también tendremos el mismo mecanismo. El dolor psicológico es una muestra también de mi ignorancia, que creo que las cosas no existen cuando desaparecen de mi vista. La naturaleza me avisa, a través del dolor, a través del sufrimiento de que esas cosas siguen existiendo, de que estoy en una ruta equivocada.
De la misma manera, el dolor mental puede aparecer cuando estoy hablando con alguien y trato de comunicarle algo y esa persona no entiende lo que le digo; entonces siento dolor, enojo interior. Ese dolor me está avisando de que cambie los argumentos, que cambie la forma de hablar para poder llegar a ponerme en contacto con esa persona a la cual le quiero dar un mensaje.
Y si al dolor espiritual nos referimos, aquello interior que nos hace sentir esa sensación como de soledad, como de una amargura interna casi insoportable por el hecho de existir, eso también tiene su sentido, tiene su porqué, nos está enseñando de alguna manera que también estamos equivocados, que existe una realidad que está más allá de nuestra propia apariencia, que existe una realidad que nos está llamando y que estamos separados de ella. Esa es la sed de Dios que a veces sentimos, es la sed de algo místico, es una necesidad interior que la reflejamos al retirarnos, por ejemplo, al monte por unos días. Ya no nos importan los alimentos, ni las bebidas, ni las agradables compañías, queremos estar un poco solos, queremos estar un poco con ese misterio interior, con Dios, queremos tal vez recostarnos en la hierba, recorrer con los dedos las cortezas de los árboles, juguetear con la arena en el mar, pensar en algo que estamos soñando, quitarnos este reloj que siempre llevamos en la muñeca y nos esclaviza, no medir más las horas por minutos, poder ver el vuelo de las gaviotas… Necesitamos unirnos a ese anima mundi, a ese Dios universal, sentirnos parte real del universo, y el dolor nos está avisando entonces de que estamos separados de nuestra raíz divina, que tenemos que volver a tener conciencia de la divinidad, que tenemos que volver a Dios.
Cuando paso por París y pongo a veces una vela en Nôtre Dame, recuerdo siempre la dureza de los reclinatorios, que hacen doler las rodillas al principio. Cuando uno se queda un tiempo, va desapareciendo ese dolor y, sin embargo, va sintiendo otro más profundo, el dolor de estar lejos de la divinidad, el de no ser todo lo buenos que querríamos ser, el de no haber perdonado todas las veces que tuvimos que perdonar, el de no haber sabido comprender todo lo que tendríamos que comprender, el de no tener toda la bondad que quisiésemos tener, el de no haber realizado todos los sueños que hemos tenido. Entonces, aunque tendrían que doler más las rodillas, ese dolor desaparece, la vela se va consumiendo, las vidrieras cambian con sus vidrios alquímicos los colores del suelo, ya no hay sensación ninguna, tan solo la oración interior, y el dolor va pasando a medida que nos vamos impregnando de ese sentido de divinidad, de ese sentido superior, y cuando salimos, tal vez con las rodillas magulladas, tal vez con las manos quemadas por la cera, no sentimos nada, simplemente esa paz interior de haber superado el dolor, de haber estado más allá, de habernos acercado aunque sea un momento al origen de todas las cosas.
Esas serían las causas que mueven el dolor en el plano físico, en el plano energético, en el psicológico y en el mental. El dolor no es algo malo, es un aviso, es un inspirador, algo que nos permite hacer muchas veces bellos poemas, escribir libros, hablar o componer música. Es precisamente en medio del dolor donde los grandes genios de la humanidad realizaron sus obras.
Según las filosofías orientales, existe una ley general que rige el mundo. Esta ley general –en sánscrito se llama dharma– sería el río de la vida. Y hay una ley de acción y reacción que ellos llaman karma –nombre que actualmente se ha popularizado mucho–, que significa «acción». Cada vez que hacemos algo que estaría fuera del dharma, la corriente de la vida va golpeando sobre aquello que está desviado hasta que lo pone nuevamente en la dirección adecuada. De ahí que si aparentemente los golpes del karma, los golpes de la adversidad registrados son algo malo porque nos producen dolor, en realidad son una gran ayuda para nosotros, porque gracias al dolor que registramos y a los golpes del karma volvemos al dharma, volvemos al camino. Y lo fundamental para todos los hombres es volver al camino, volver a un camino que hemos perdido.
Echemos un vistazo al mundo, brevemente, sin ningún análisis demasiado profundo. Amigos míos, ¿qué os parece?, ¿cómo está el mundo? Cuando leemos un periódico, apenas lo abrimos, aparecen muertes, desolación, masacres… Cuando andamos por la calle, vemos desechos de humanidad que van caminando haciendo lo que pueden. Jóvenes que se drogan, que se alcoholizan, que se intoxican. Ancianos que tratan de disfrazarse de jóvenes en una especie de parodia brutal. Los Gobiernos gastan en armas y en artefactos electrónicos, atómicos, etcétera, cantidades que si se empleasen en la lucha contra el cáncer o contra el hambre superarían muchos sufrimientos de la humanidad. Vemos que ya no se construyen grandes iglesias, sino hornos atómicos, fábricas. Si queremos entrar en una iglesia, tenemos que ir a las que levantaron nuestros abuelos, o a los templos que se erigieron hace miles de años, porque hoy no se hacen grandes templos ni pirámides ni catedrales góticas. Este es un mundo en el que hemos perdido el sentido de la belleza, de la recta proporción, de la espiritualidad, y, obviamente, hay grandes dolores. Y esa gran cantidad de dolor no nos viene de un Dios malo ni de una fuerza diabólica especial, sino de haber olvidado aquellas normas naturales y fundamentales por las cuales debe regirse un Hombre.
Hasta no hace muchos años, a los niños se les enseñaba a orar antes que a leer y escribir. Hoy, ¿quién enseña a orar a un niño? Es una excepción. Al contrario, lo primero que se le enseña son las relaciones sexuales, y luego se le dice que se le tuvo porque no se pudo poner remedio, o porque falló la famosa píldora. ¿Os imagináis qué buena sensación le da a un niño el saber que nació por casualidad, que lo tuvieron simplemente porque no pudieron evitarlo o porque tuvieron miedo de una operación? Ese niño, sin saber orar, ese niño con padres que no quisieron serlo, ese niño con un Dios que no conoce, ese niño con una multitud de banderas que ya no sabe más ni cuál es la bandera de su patria, ese niño con un himno que no sabe cómo cantarlo, ese niño que no sabe ni cómo vestirse, ni cómo caminar, ni cómo arrodillarse, ¿qué queréis que sea después: algo alegre, que cante, que esté realmente contento de la vida?
Obviamente, el dolor impera. Pero el dolor impera en base a la ignorancia. La ignorancia es la causa del dolor. El dolor no es un ser en sí. El ser del dolor es la ignorancia. Si vencemos la ignorancia, el dolor no nos afectará, será como el que se siente en las rodillas cuando se está en Nôtre Dame, y será superado por algo espiritual y más fuerte que está más allá.
Pero me podréis decir: «Bueno, mi querido profesor y amigo, muy lindas todas estas palabras, en fin, nos ha dicho el porqué del dolor, pero yo sufro, ¿y qué hago con mi sufrimiento?».
Amigos, os tengo que decir lo que pienso y lo que siento. Estoy en la sede de Nueva Acrópolis, no puedo mentir. ¿Qué tenemos que hacer con nuestro dolor? Hay que convertirlo en una bandera de nuestra propia conciencia, hay que aprender de ese dolor para superar las circunstancias. Hoy, nos han convertido en una raza de débiles, tan débiles estamos que tenemos miedo a todas las cosas. A veces, incluso nuestra espiritualidad, nuestras lecturas esotéricas, estas búsquedas en Oriente no son más que una escapatoria ante una realidad que no podemos superar: la realidad de nuestro dolor, la realidad de nuestro fracaso en la vida. Como nos han hecho débiles, como la vida nos ha ido haciendo cada vez más débiles, como existe el culto a la debilidad, toda forma de fuerza, toda forma de potencia espiritual es criticada. De ahí que Acrópolis y la filosofía acropolitana se levanta en ese sentido no solo para explicar el dolor, sino para deciros que bendito sea el dolor si nos lleva a la plena conciencia, y que no debemos temer de ninguna manera el dolor ni en el mundo físico ni en el psicológico ni en el espiritual.
Es obvio que el dolor no nos es agradable, pero es obvio también que si Dios lo permite es porque es útil para algo. El Hombre aprendió a hacer los puentes porque Dios hizo los ríos; porque Dios puso las distancias, el Hombre aprendió a hacer barcos y aviones; porque nuestros ojos se fueron debilitando, hemos aprendido a hacer gafas; porque nuestro cuerpo duele y se enferma, hemos entrado en los secretos de la medicina y de la farmacología; porque hay una sed interior en nosotros, nació la religión; porque percibimos la presencia de Dios, de los Dioses, de los Ángeles, de los Espíritus, nació la magia; porque no nos basta lo que tenemos, buscamos tener más.
El dolor es un látigo, sí, pero un látigo necesario para hacernos marchar en el camino –cuando cabalgamos, necesitamos el golpe del látigo para que nuestro caballo marche hacia adelante–, y hace falta desarrollar una técnica, técnica que en Nueva Acrópolis nos esforzamos por enseñar, que nos permita superar y entender esas circunstancias, llegar al meollo básico de aquello que puede ser el dolor: la ignorancia, la incomprensión humana. Y esa ignorancia y esa incomprensión humana la sufrimos todos. No me gusta hablar desde un estrado –veis que estoy bajando a cada momento– como si fuese una especie de extraterrestre que os viene a hablar de vuestros males. No, yo no soy un gurú de moda que os viene a decir: «¡Hermanos, vosotros que estáis en la oscuridad, escuchad al que está en la luz!». No, no quiero engañaros de ninguna manera. Yo también tengo mis dolores y mis sufrimientos, yo también tengo mis angustias, como las tenéis cada uno de vosotros, y esas angustias y esos sufrimientos nos hermanan como los dedos de una misma mano.
¿Queréis saber, por ejemplo, para terminar, para que no estéis demasiado cansados y no os provoque demasiado dolor, cuál es mi dolor en este momento, de qué sufro? Os lo puedo decir. Sufro por la ignorancia del mundo, sufro porque algunos periódicos y en la voz de algunos periodistas, ven que en estas charlas que damos semanalmente vienen cientos de personas a escuchar nuestras humildes palabras de concordia y búsqueda del saber, anualmente hacemos concursos de piano o de cuentos, sacamos una muy humilde revista humanista, de un par de miles de ejemplares, donde nosotros mismos escribimos los artículos y la imprimimos, con mucho trabajo, por todo eso dicen que hay algo detrás de nosotros.
Como os digo, mi actual dolor es que, a pesar de que no pertenezco a ningún partido político creado o por crearse, dicen que somos la máscara de una política que está detrás. Desgraciadamente, estas personas carentes de «paleoencéfalo» y obedientes al dictado de los intereses de sus directores-editores y no de los lectores, no llegan a entender la realidad de lo que es Acrópolis, y no es tan difícil. Nosotros, cuando terminamos con nuestro trabajo privado, pensamos: ¿qué podemos hacer para mejorarnos, qué podemos ofrecer a nuestro entorno y a nuestros hermanos, los seres humanos?, y por eso damos estas charlas, porque queremos comunicarnos. Y hablamos fuerte porque no nos pagan para hablar, y damos nuestros cursos de introducción a la Filosofía de Oriente y Occidente porque tenemos un ideal de unión entre todas las razas, entre todas las formas religiosas, entre todas las ciencias y todas las artes. Y también hablamos alto porque sentimos, en el fondo, la necesidad absoluta de ponernos en contacto con Dios, necesitamos tener patria, necesitamos tener una realidad interior, y si ahora quieren decir de esto que es una cosa rara, extraña, que no es propia de nuestra época científica, que lo digan. Entendemos esa realidad, no nos asustan los nombres que nos puedan poner.
Suponed por un instante que perdáis vuestras gafas y las necesitéis, que perdáis el remedio que estáis tomando para poder seguir estando bien, que perdáis un diamante que habéis heredado de vuestros abuelos y vale veinte millones de pesetas. Decidme, amigos míos, mis hermanos en el dolor, cuando encontráis ese diamante, cuando encontráis las gafas, o el remedio que os permite seguir respirando, ¿cómo lo vais a comunicar a vuestros seres queridos?: «Señores, tengo el placer de comunicaros que acabo de encontrar la pastilla que me permite seguir viviendo», o: «Madre, antes de servirme la comida te diré que acabo de encontrar el diamante de veinte millones de pesetas». Obviamente, el que hable así o está loco o es un farsante. No, ¿qué es lo natural? ¡¡¡Madre, madre, que he encontrado el diamante!!! Esa es la forma, esa es la manera, o ¡¡¡he encontrado las gafas!!! Y por eso hablamos fuerte, porque tenemos un ideal dentro que nos quema.
Si podemos reaccionar así, si todos podemos tener esa fuerza de voluntad, el mundo cambiaría en pocas horas. Los cambios del mundo no los esperemos en base a leyes extrañas, sino que se basarán en el cambio de cada uno de nosotros, cada uno de nosotros cambiado y transmutado desde dentro a fuera, sin temer el dolor, sin temer el derrumbe, en el sentido verdaderamente espiritual de la vida; cada uno de nosotros llenando las manos de los mendigos que lo necesiten; cada uno de nosotros donando sangre para quien lo precise; cada uno de nosotros deteniéndonos en la ruta cuando hay un accidente de circulación; cada uno de nosotros diciendo la verdad que llevamos en el corazón; cada uno de nosotros arrodillándonos frente a aquello que sentimos como sagrado; cada uno de nosotros gritando nuestra realidad.
Esa es la verdadera libertad que yo entiendo, y esa libertad no me la da ninguna Constitución, esa libertad me la da Dios, nuestro Señor. Y mientras exista el mundo, esta será la realidad y esta será la verdad que repitieron las generaciones pasadas, que viven las actuales y que vivirán las del futuro. Y aquellos que nos clasifiquen, aquellos que nos pongan etiquetas, ¿podrían acaso cambiar nuestra naturaleza? No. Si nosotros somos una botella de agua mineral, aunque nos pusiesen una etiqueta de coñac, brandy, vino, ¿dejaríamos de ser agua mineral? No. Que nos pongan las etiquetas que quieran, que digan si quieren que aquí los sábados nos juntamos para hacer una especie de reunión extraña… No, nos reunimos por la necesidad que nos ha negado la calle, por la necesidad que nos ha negado el mundo y la cultura que nos rodea. Nos reunimos para estar un momento en contacto, sintiendo palabras claras y de esperanza, para poder estar juntos, para poder estar entre vosotros, mi familia de idealistas, en esta nueva almena de la espiritualidad. No nos importan los sellos que nos pongan, lo fundamental es seguir adelante.
Ya veis, os conté mi dolor. Mi dolor no me apaga, mi dolor no me derrumba, mi dolor hace que hable más fuerte todavía. El dolor de la incomprensión y de la ignorancia hace que cada vez más jóvenes salgan a la calle para poder llevar a través de nuestra revista y de nuestros libros una verdad descontaminada, que está más allá de todas las máscaras, una verdad que nosotros llamamos Acrópolis. Y más allá de todos los nombres y de todas las formas, os ofrecemos la manera para poder liberarnos de este entorno. Ese es mi dolor en este momento. Todos tenemos dolor. Aprovechemos el dolor, que sea el viento que mueva nuestras velas, que el dolor que viene del mundo viejo, del tiempo viejo, sea el que empuje las velas y la nave del Hombre Nuevo.
Tenemos que llegar al Hombre Nuevo, tenemos que terminar con esta farsa que estamos viviendo, donde todo el dinero se va en armas, donde todas las cosas se arreglan a espaldas del pueblo y del conocimiento de los Hombres, donde la libertad está condicionada a las amistades de alto nivel o de bajo nivel que se puedan tener. Tenemos que llegar a la verdadera libertad, la libertad filosófica, de filo-sofos, «amor al conocimiento». Nada es superior a la verdad. Tenemos que reafirmar esto una, dos, tres, las veces que haga falta. Tenemos que poder volver a ver los cuadros sin necesidad de que alguien nos los clasifique al lado de la oreja, y que si no nos gustan, nos diga: «¡Ignorante, no conoce el arte moderno!». Tenemos que poder oír de nuevo la música sin que nadie nos explique exactamente cuántas corcheas estamos escuchando, queremos escuchar la música otra vez, queremos ver de nuevo los cuadros, queremos vivir, queremos marchar, queremos caminar, y es un derecho ingénito que no vamos a perder. Y aunque este trabajo nos lleve la vida, esa vida se convertirá en agua que fertilizará las próximas semillas. La forma de encarar el dolor y la adversidad no es retroceder, sino avanzar, dar la cara, dar puñetazos contra ella hasta que se rompa ese espejo, lo que nos está frenando, que sin embargo, nos está indicando el camino de la vida. Todo trasfondo de dolor, todo trasfondo de mentira, mis queridos amigos, mis queridos hermanos en la filosofía y en el dolor, está en la ignorancia. Conozcámonos profundamente, seamos capaces de expresar realmente lo que sentimos, hablemos con el corazón en la mano; lleguemos a donde lleguemos, caminemos a donde caminemos, portaremos siempre una luz encendida. Y hoy el mundo necesita luz. Tenemos que encendernos por dentro, como hogueras, para poder llegar a iluminar los últimos rincones, para que en esos rincones se acurruque la mentira, se acurruquen todos aquellos que están mal informados y puedan ver la verdad, se levanten y vengan a nosotros.
Nuestra doctrina no es de odio, sino de amor, pero de ese amor visceral que tiene la madre por el hijo, el soldado por su bandera, el sacerdote por su Dios, no de un amor pensado o aprendido, sino de un amor que nos desgarra el pecho, que nos hace hablar de la manera como lo hacemos. Por eso hablamos así en Acrópolis, porque como filósofos tenemos el valor de recoger una verdad y decirla. Todos los que os reunís aquí los sábados, no sois tampoco un grupo raro, sois gente honrada y buena que viene a escuchar algunas palabras para aprender alguna nueva verdad, para comprar una revista, para apoyarnos con vuestra presencia. Yo os felicito por vuestra fuerza, por vuestra tenacidad, por aquellas caras que tantas veces veo que me acompañan en estas pequeñas charlas que tengo.
Es mi deseo que estas palabras que hoy dije os hayan servido para algo, que esta noche y todas las noches posibles, más allá del dolor, de la derrota y de cualquier sufrimiento, sintáis siempre a vuestro lado la presencia protectora de los Ángeles Custodios de la Humanidad.
Conferencia dictada el 23 de enero de 1982 en la sede de Nueva Acrópolis, Gran Vía 22, Madrid.
Créditos de las imágenes: Gustav Vigeland
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Leer esto me dio una mirada diferente a la vida el día de hoy.
Es necesario recordar para redirigir nuestro camino.
En verdad fueron argumentos muy fuertes y basados en la gran realidad que aqueja a todo el mundo me gustó mucho porque cuando una ama a la humanidad como lo amamos los que somos conscientes de los problemas que se viven no puede primar la indiferencia y siempre habrán mal intencionados pero ante la transparencia de Nueva Acrópolis con la que trabajan no podrán los felicito desde lo más profundo hermanos siempre marchando hacia delante son dignos de abmira información y respeto gracias muchas gracias por su ardua labor y por ese tiempo que dedican a tal obra de sacar al pueblo de la gran oscuridad que es la ignorancia