Quiero encarar este tema de manera estrictamente filosófica, o sea, como una búsqueda de la verdad, dando un aporte humilde pero nuevo al tratamiento de este problema, con el menor número de referencias externas y bibliográficas. Dejo eso para mis colegas en las ciencias de la Historia.
Quiero ser, simplemente, un filósofo y que mi tolerante lector pueda marchar de mi brazo, sin necesidad de seguirme, sino de acompañarme y así llegar juntos al por ahora tan neblinoso horizonte.
Hace unos diez años, viajaba en la lancha que une Londres con Greenwich y a medida que nos alejábamos de la megalópolis, las riberas del Támesis se iban volviendo rojas, dado el color del óxido de las enormes grúas, techos de almacenes y demás instalaciones portuarias abandonadas. Como el fenómeno nos acompañó más de dos kilómetros, comenté el hecho con mis discípulos ingleses. En esa ocasión pude tener la experiencia directa de la decadencia de un sistema de recepción de mercancías grandioso, ya que hasta poco después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, llegaban allí productos de todo el orbe, de todo el extenso imperio británico que iba desde Australia a la China, desde Canadá a Sudáfrica y desde Las Antillas a Egipto y Palestina. De todos esos lugares llegaban a la “capital del mundo” los más variados productos de numerosas regiones que rendían vasallaje a la Gran Bretaña directa o indirectamente. Allí se descargaban, se comercializaban y se redistribuían, otra vez, a todo el mundo. Acabado el imperio, las instalaciones estaban en vías de desguace, pero eran aún formidables testigos de la caída de una forma de civilización, de un poder mundial.
Mucho se ha escrito y hablado sobre lo que es exactamente una civilización en los últimos 2.500 años y no creo que se haya dicho la última palabra. La cuestión, aunque parezca y sea evidente, es asimismo sumamente escurridiza y depende de los baremos que utilicemos para darle forma y medirla. Tal vez lo más fácil y directo sea concebir a una civilización como la plasmación en obras inmuebles de una cultura implícita, entendiendo por cultura todo el acervo de creencias y conocimientos que porta consigo un determinado grupo humano, caracterizado a la vez por un idioma y demás elementos que le sean suficientemente propios como para diferenciarlo de otros.
También mucho se ha hablado y escrito sobre cómo nace una civilización y cómo muere, así como de las causas de ambos fenómenos.
En el aparentemente práctico siglo XIX, que en el fondo era más o menos romántico, con el advenimiento de las teorías positivistas y científicas, se creyó solucionado el asunto.
Las hipótesis que resumió Darwin –y que frecuentemente se le adjudican como totalmente propias– a partir de una evolución lineal de las especies y haciendo surgir al homo sapiens de antepasados animales fuertemente emparentados con los grandes monos y no hace muchos miles de años, desató otra serie de genios encerrados en la botella de la ignorancia. Así supimos que ese hombre primitivo había sido, primero, un simple recolector, es decir, que se alimentaba de lo que tenía a mano, llegando a alzarse sobre sus extremidades posteriores para coger las frutas de los árboles, y aprovechando más tarde el fuego que casualmente le proporcionaban los rayos y los volcanes en erupción.
Cuando ese hombre, aún simiesco, agotó su entorno cercano, subió a las copas de los árboles y bajó a las simas profundas en busca de comida. Furioso, se dedicó a repartir pedradas a ese mundo ahora hostil, y viendo que a veces el choque de dos piedras provocaba una chispa de fuego, guardó ese tesoro consigo y logró espantar con él a los terribles animales, así como endurecer las puntas de sus venablos de madera, cavar por medio de la carbonización controlada un gran tronco de árbol para convertirlo en canoa, y cauterizarse las heridas. Según los positivistas, allí nació la magia, junto al fuego de la primera hoguera.
Pertrechado con esta novedad, el hombre se atrevió a viajar, ya que el fuego, además de calentar grutas y rincones de piedra, ilumina los lugares oscuros. Así nació el nómada, el cazador y depredador. Cuando un territorio se agotaba, pasaba a otro y así sucesivamente. La magia se fue sofisticando y para el pueblo raso quedaron los símbolos simples y los relatos que conformaron la religión.
Cambios terribles de clima y desastres naturales, tales como inundaciones y desplazamientos de lava y de lodo, hicieron que el hombre buscase lugares más seguros y aun logró establecerse en algunos: encerró a los animales comestibles para que se reprodujeran con más seguridad y buscó otros aptos para alimentarlos. Elevó chozas y casas para guarecerse en ese mismo lugar. Había nacido el pastor.
Poco a poco (que en la jerga evolucionista significa unos cuantos siglos) el hombre descubrió que entre los pastos que juntaba para sus animales, los había comestibles también para él, así como granos que, cocidos o molidos, constituían nuevos alimentos. Hallándose así asentado, fue agredido y agredió a otras comunidades humanas que se disputaban los mejores lugares. Conoció la guerra y algunos componentes de cada comunidad se especializaron para hacer frente a otras y conquistarlas si se podía. El hombre levantó murallas de espinos y de barro, cavó en el suelo buscando mejores tierras durante los asedios, despedazó los árboles para hacer tablas y con ellas navíos; aplastó e hirvió fibras vegetales y cortezas, y se valió de ellas tanto para abrigarse del frío con elementos menos pesados que las pieles sin curtir, así como para hacer incipientes corazas, escudos, arcos y flechas, cerbatanas y los primeros vehículos. Nace el sentido de la propiedad que se hereda, que no es sólo de uso: es el hombre agricultor.
De tanto encender fuego sobre las rocas en muy diferentes lugares, este agricultor descubre que algunas rocas, cuando están muy calientes, desprenden una sustancia líquida como el zumo de una fruta, pero incandescente, y que al enfriarse se endurece de nuevo. El hombre ha entrado en la Edad del Cobre.
Por casualidad, encendiendo hogueras en las playas para guiar a sus primitivos veleros, comprueba que la arena se funde y descubre la pasta de vidrio. También, por casualidad, según nuestros abuelos positivistas, mezcla dos o más metales fundidos y descubre que una vez mezclados y martillados se obtiene otro metal de mayor belleza y dureza. Nació el hombre de la Edad del Bronce y del Hierro.
En posesión ya de ciudades, puertos, fábricas, ejércitos, y liberado de la simple angustia alimenticia, los más ricos y hábiles se dedican a meditar sobre el entorno próximo y lejano, sobre la veracidad de los mitos religiosos, la inmortalidad del alma y la mejor forma de conducir a la naciente polis. Ha nacido el filósofo. Y con todo ello, las primeras civilizaciones propiamente dichas, pues ahora hay un conjunto importante de conocimientos que no sólo se hablan, sino que se escriben tallando piedras o arcillas, dibujando con tintas de colores sobre hojas naturales o elaboradas, como el papiro. La suma de las experiencias constituye la Historia.
Pero el Hombre no se conforma, y por medio de su tecnología elabora poderosas máquinas, se sirve de las fuerzas de la Naturaleza, como ser el viento y el vapor de agua, curva y combina vidrios para ver más lejos y descubre muchas más estrellas que las que a simple vista observaba. Hace tubos de hierro, de bronce, de acero, para lanzar balas y explosivos sobre las cabezas de sus semejantes. Cambia la forma natural de las cosas y plasma en ellas su imaginación y deseos, sus recuerdos y proyectos. Ha nacido el Hombre científico que culminará, para nuestros abuelos del siglo XIX, en esa misma época, siendo ya todo lo que venga “coser y cantar”. En algún lugar de Estados Unidos se propone cerrar las oficinas de registro de inventos… ¡Ya está todo inventado!
Se ponen de moda la democracia, los cañones krupp y la guillotina. Los anarquistas hacen volar por los aires carrozas reales alegremente. Se estiran los barcos dotándolos de cascos de hierro y se plasman los primeros aviones y globos dirigibles, que al principio no arrojan bombas, sino que se usan como aparatos de observación de ejércitos enemigos. Nace un mundo socialista que terminará “inexorablemente” en al comunismo, donde todos deben ser, parecer y poseer las mismas cosas. La Religión es calificada como “el opio de los pueblos” y la Filosofía y el Arte se empiezan a retorcer para llegar a la “angustia existencial”.
Ya lo vemos… todo está “atado y bien atado”… ¡Frase fatal!
El siglo XX va a experimentar los resultados catastróficos de tales memeces. Y, trabajosamente, estamos tratando de salir del estado de cretinismo colectivo en que nos han sumido los delirios de una forma civilizatoria ya vieja y senil, que tanto arroja una bola de metal y plástico a la Luna, como no sabe qué hacer con 2.000 millones de pobres, 1.000 millones de los cuales están al borde de comerse los unos a los otros. Hemos contaminado el planeta, tal vez irreversiblemente. Las capas de ozono protectoras se abren para dejar pasar rayos mortales: los bosques desaparecen, las pestes vuelven y las mayores potencias del mundo tienen como máxima preocupación el no desabastecerse del zumo de dinosaurios y pináceas que llamamos petróleo.
Para ser empleado de un banco hay que pasar numerosos exámenes…; para ser Presidente de un Estado con millones de habitantes, ninguno. Armas norteamericanas matan a personas de esa nacionalidad, y otras, rusas, a los rusos. La más grande fábrica de preservativos de Europa está sustentada por una banca perteneciente a una religión que prohíbe esos adminículos. La CEE aprueba que gran parte de la mantequilla que no se venda a buen precio pase a servir como abono de los campos…
¿Por qué caen las civilizaciones?
Por lo mismo que caen todas las cosas que se levantan: por desgaste y perversidad. El Ser Humano es aún tan torpe que, como bien dice el Iniciado Platón, es una criatura en estado intermedio entre los animales y los dioses. En realidad, el Hombre es solo un estado de transición. Y, por ende, todas sus obras serán transitorias.
No sabemos exactamente por qué cayeron las civilizaciones antiguas (aunque mis sabios colegas materialistas o teologistas crean tener la respuesta en el bolso); pero, tampoco sabemos exactamente cómo surgieron y por qué. Hay muchas teorías, pero para un filósofo acropolitano, una cosa es una hipótesis de trabajo, otra una teoría, y otra muy distinta una certeza. Los rimbombantes nombres aplicados a las civilizaciones al dividirlas en períodos “Auroral”, “Formativo”, “Esplendor”, etc., no solucionan nada y sirven simplemente para asustar al estudiante que tiene que aprobar sus exámenes. Recuerdo mis años de universidad, cuando en la Facultad de Historia me enfrentaba espantado a una cultura argentina llamada “toldense”, con sus docenas de clasificaciones y subclasificaciones, esforzando mi pobre cabeza para ver de manera clara por qué las llamaban así, y presumiendo que debería ser porque vivían bajo tiendas hechas de pieles. ¡Pues no!… Era, simplemente, porque los primeros utensilios los habían descubierto bajo una tienda de un mercachifle ambulante. De allí lo de “toldense”, pues a la tienda se le llamaba también carpa y toldo… ¡Los comentarios sobran!
El querer saber por qué caen las civilizaciones es paralelo al conocimiento de por qué todas las cosas mueren y terminan. No es un fenómeno histórico-cultural-humano, sino, simplemente, un fenómeno natural. Las civilizaciones no caen por supuestos pecados contra determinada religión, o por haber utilizado esclavos o máquinas. Lo hacen por viejas, como cada uno de los humanos al paso del misterioso tiempo que desgasta sus células, sus tejidos y sus órganos.
Y así como el alma humana individual necesita liberarse de ese cuerpo viejo, también el alma de una civilización necesita liberarse de las formas caducadas que la encierran. Ambos reencarnarán en esta misma Tierra, con cuerpos nuevos, para surcar una nueva experiencia vital, acumulando nuevos aciertos y nuevos errores. Esto se traduce en una experiencia individual y/o colectiva que, con los millones de años, nos llevará a todos a ese estado divino del que nos habla Platón. Y así como hay seres humanos que pueden morir siendo niños, por una enfermedad o malformación, otros por accidente en plena juventud, y aun otros abortan antes de nacer realmente, así y no de otra manera es la ley que rige a las civilizaciones, tengan la forma política, religiosa, social o económica que tengan.
¿Son mejores las civilizaciones que han durado más?
No siempre, como no siempre es mejor el hombre o la mujer que llega a la ancianidad. Claro que tampoco esto es exclusivo y absoluto, pues hubo un anciano que se llamó Tintoretto y hubo una larguísima civilización que se llamó Egipto.
Todas las civilizaciones tienen padre y madre, hermanos y tíos…, en resumen: familia. Conforman una etnia determinada, como los semitas o los arios.
También casi todas las civilizaciones tienen hijos si logran llegar a la madurez, como pasó con las del Egeo Oriental, que parieron a Roma, cruzando griegos con troyanos. Otras, como los mayas, no lo lograron directamente y fueron recreándose a sí mismos desde los prehistóricos, contemporáneos de los olmecas, hasta los de Mayapán, contemporáneos del Padre Las Casas, en el siglo XVI. Es propio de la actitud filosófica que proponemos considerar a las civilizaciones, a las repúblicas, reinos e imperios como lo que son: conjuntos de seres humanos. Y como tales, han de vivir las contingencias de estar vivos, del nacer y del morir.
Entonces… ¿es que la actual forma de civilización en que vivimos ha de morir? Sí, inexorablemente… tanto como que ha de morir quien escribe estas líneas y quienes las leen.
¿Está próxima nuestra civilización a su muerte? Según lo que someramente hemos visto, sí, como murieron la llamada civilización clásica y la civilización medieval. O sea, tras un período de confusión y mezcla, se irá conformando una nueva civilización sobre las ruinas de la nuestra. Pero es probable que individualmente no nos afecte de manera directa a nosotros más de lo que nos afecta ahora. Los eternos catastrofistas y profetas del fin del mundo, si es que presienten algo, lo hacen de manera tan oscura que es prácticamente imposible comprenderlos, como ha pasado con las profecías de Nostradamus, aplicadas primero a la Revolución Francesa del siglo XVIII, luego a Napoleón I en el siglo XIX, más tarde a los actores principales de la Primera Guerra Mundial y, finalmente, a los de la Segunda. Y no faltan los que tratan de encontrarle sentido referente a los años que vivimos ahora. ¡Si hasta al Papa Juan XVIII lo han hecho profeta!
El fin de una civilización siempre se asoció, para los que viven inmersos en ella, con el fin del mundo, como les ocurrió a los galileos y cristianos en los comienzos del primer milenio de nuestra era. Pero esto no pasa de ser una exageración de exaltados. Aún la Madre Tierra tendrá que soportar numerosas formas civilizatorias, edades medias, y hasta tal vez edades de piedra… ¿Quién lo sabe?
Créditos de las imágenes: Citypeek
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Cuánta lucidez! Tomar estos conocímientos es muy valioso. Gracias.
EXCELENTE!!!
Gracias por ayudarnos a pensar en profundidad!
Gracias por compartir! Cautivó mi atencion!