Escrito en junio de 1987.
A medida que nuestro siglo XX se acerca a sus últimos años, aparece un variado conjunto de síntomas que poco y nada difieren de los que se padecieron en otros momentos críticos de la Historia, especialmente cada vez que se cerraba algún ciclo de vidas y experiencias.
Hoy como entonces nos vemos invadidos por predicciones de toda índole. O bien es Dios quien directamente, o a través de emisarios y enviados, anuncia la eliminación de la especie humana, o bien son las guerras y las modernas armas las que se encargarían de destruir todo lo que vive sobre la faz de la tierra. No se ven soluciones por ninguna parte; sólo se predicen desastres, desolación, muerte y, una vez más, temor: temor a lo que vendrá, a un futuro incierto y desesperanzador.
Hoy como entonces la Filosofía asimismo plantea y desarrolla las enseñanzas que incumben a todos los desastres, a los finales del mundo y, fundamentalmente, al miedo como consecuencia de la ignorancia.
Otra vez corresponde a la Filosofía recordar que las ciencias y las leyes matemáticas afectan a todo el Universo. Así, todo lo que sucede podría medirse en base a la Ley de Causas y Efectos, por la cual unas cosas son la raíz de otras. Del mismo modo en que la semilla indica la naturaleza del árbol que ha de crecer, la naturaleza de un acto señala las características de sus actos consecuentes.
En la medida en que cada hombre despierte su propio filósofo interior, habrá, pues, más seguridad individual, más conocimiento, lo que equivale a decir más experiencia para mejorar las causas, y con ello variar los efectos. En última instancia, pestes y desastres viven en nuestro interior, así como viven también dentro de nosotros las fuerzas que nos permitirán paliar las pestes y los desastres. De la misma manera en que la luz borra la oscuridad, el conocimiento lo hace con el miedo; todo es cuestión de encender la primera antorcha.
Créditos de las imágenes: freestocks
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