Una vieja enseñanza, que a fuerza de filosófica es esotérica, indica que todos los hombres, tarde o temprano, nos encontramos en la vida con aquello que amamos y aquello que tememos.
¿Es esta, acaso, una profecía fatídica, un augurio ineludible? No, es una profunda enseñanza, el fruto de una Sabiduría que no ha perdido actualidad en absoluto. Nos pone ante la evidencia del poder que encierra nuestro mundo psíquico: la fuerza de las emociones, lo que se quiere, lo que se teme, es capaz de mover los hilos escondidos de la voluntad, puede coordinar las ideas y conducir a la plasmación de los hechos.
Es más, hoy se lleva “no tener miedo a nada”, o bien, afirmar que no hay nada que temer… pero es el temor el que nos hace mencionar abiertamente nuestras pretensiones agradables y evitar toda referencia a los miedos.
No tener miedo a nada constituye un extremo peligroso que es propio del hombre temerario, falto de conciencia. ¿Que no hay nada que temer? Forma parte de la misma inconsciencia. Temer a todo y todas las cosas es propio del hombre pusilánime, falto de fortaleza, lo más parecido a la cobardía.
Lo propio es el justo medio, la valentía interior que sabe reconocer las cosas como son y darles su valor correcto. El valiente sabe lo que debe temer y evitar, y lo que debe querer y promover.
En conclusión, todos queremos algo, todos tememos algo, y por eso mismo llegaremos a objetivar unas y otras cosas.
Es de desear que el miedo se convierta en sano temor por aquellas cosas que debemos evitar, y es de desear que queramos evitar los peligros que, inteligentemente, somos capaces de detectar y prevenir.
Es de desear que el amor apunte hacia metas cada vez más positivas, para erradicar el cúmulo de desastres que ya nos aquejan y para que ese amor termine por copar todo el espacio vital de los temores.
Cuanto más sepamos querer, menos tendremos que temer.
Créditos de las imágenes: Patrick Mueller
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