Sabiamente hace más de un siglo, H. P. Blavatsky recomendaba que ante todo fenómeno religioso, teníamos que aplicar tras claves para su mejor interpretación: histórica, mítica y mística.
En la primera, como fácilmente se deduce, primarán, por escasos que sean, los elementos históricos, es decir, los encuadrados en un tiempo-espacio preciso y avalados por testimonios de la época que se hayan conservado o reproducido con la mayor garantía de veracidad posible; ello requiere varias fuentes para hacer comparaciones, siempre que dichas fuentes no hayan estado asociadas entre sí, de manera que lo que vemos como plural no pase de un relato singular multiplicado por los copistas. En el caso de todos los maestros religiosos, salvo Mahoma, estos elementos son inexistentes o decididamente escasos.
La segunda, la mítica, recoge antiguos elementos tradicionales, los renueva y les da impulso. Algunos de ellos son comunes en todas las formas religiosas, como el nacimiento del Elegido de una virgen, los fenómenos “sobrenaturales” que se le atribuyen al Avatara, la desaparición de su cuerpo a su muerte, etc. Viejos mitos lunares, solares, estelares, telúricos y psicopómpicos reafloran con fuerza y son de nuevo compartidos por millones de personas.
La tercera se refiere a lo estrictamente místico, devocional y religioso, donde se entremezclan creencias determinadas con formas morales, costumbres y “tabúes”. Es, asimismo, una renovación necesaria en pueblos envejecidos que se han quedado solo con las formas o “cáscaras” exteriores, reclamándose una nueva militancia y vivencia, frecuentemente exagerada al principio y que da pie, cuando a su vez estas religiones se corrompen, a persecuciones y sectarismos.
En este trabajo periodístico nos es forzoso combinar todas las formas para destacar la expansión, bastante tardía, del budismo en China… donde curiosamente se arraigará con más fuerza que en el seno original de esta forma religiosa emanada de la India. Al contrario del cristianismo, que se expandió hacia el oeste, el budismo lo hizo hacia el este.
En su principio, el budismo no parece haber sido bien recibido en India, donde se le acusó de “destructor” de familias y en donde las diferentes formas de brahmanismo, shivaísmo, etc., rechazaron esta manera “estoica” de encarar la religión, restando importancia a las ceremonias tradicionales. No hay pruebas históricas de que el budismo arraigase primero en las clases más humildes, como lo pretenden algunos especialistas, sino, por el contrario, en determinadas aristocracias. Es prácticamente imposible que el pueblo hindú de los siglos V-IV a.C., enrolado en sus tareas rutinarias, prestase gran atención a una forma mística con mucho de filosofía, difícil de entender y con ribetes de esoterismo que se apoyaban en un budismo o religión de la luz que ya habría preexistido entre los primeros arios que descendieron desde las montañas del “Techo del Mundo”.
Hasta la época de Asoka Chandragupta (273-232 a.C.) el “Sandrakotos” de los griegos, que fue un equivalente para el budismo de lo que fue Constantino para el cristianismo, esta religión no tuvo fuerza expansiva en la India y, por lo tanto, menos aún fuera de ella. Su nieto (234-198 a.C.) fue llamado Dharma-Asoka, el de “La buena Ley”, y continuó su obra. En este período se ha comprobado que peregrinos budistas llegaron hasta Alejandría, en Occidente, y se adentraron en Tíbet, Nepal, China y las penínsulas e islas adyacentes… Pero en su lugar natal, el budismo empezó a decaer, hasta que su último rey, del Imperio de los Asokas, fue derrotado en el 185 a.C. por su revolución, encabezada por Pusyamitra, fundador de la dinastía Sunga. India retornó a las viejas tradiciones prebudistas.
Pero los emisarios que habían partido para China, tal vez siguiendo muchos de ellos la relativamente fácil “ruta de la seda”, se habían afincado alrededor del siglo III a. C. en una nación que, como pasó en buena parte de su historia, estaba dividida en reinos y condados. Allí se encontraron con elementos afines, dentro de la religión del Tao dejada por Lao-Tsé, y con otros que le fueron adversos, como el confucianismo y muchas formas de cultos locales.
Las crónicas de la dinastía Han, narran, por el siglo III a.C., que extranjeros del valle del Ganges adoraban a Futó (Buda) y que de él hacían estatuillas de oro. El libro Po-Tsé-Lum afirma que había libros del Buda en China en la época Huang-Ti (246-209 a.C.), que se perdieron en un incendio provocado por el Emperador, que quería que “la Historia comenzase con él”… cosa que recomendamos no tomar al pie de la letra.
Cuenta Fa-Lín que en una oportunidad, dieciocho monjes budistas quisieron convertir al Emperador Huang-Ti. Este, dialéctico excepcional, los venció y mandó arrojarlos a un calabozo. Los budistas dirán más tarde que estos escaparon por medios mágicos de su encierro.
Según la tradición china, el budismo habría penetrado más tardíamente, cerca del año 61 de nuestra era, y a raíz de un sueño profético del Emperador Ming-Ti en el que vio “a un hombre de oro que resplandecía como un sol”. Un consejero, Fu-Yin, lo interpretó en el sentido de que el Cielo invitaba al Emperador a adorar a un nuevo Dios venido del oeste. El Emperador destacó de inmediato una fuerte embajada a través de sus fronteras occidentales, y dieciocho de sus mensajeros llegaron a Magada, al sur del Ganges, donde recogieron y recopilaron numerosas obras budistas, y en el año 67 regresaron acompañados de dos sabios brahmanes convertidos al budismo: Ghodarma Aranya y Kasyapa Madanga. Les acompañaban numerosos bonzos cuando llegaron a la capital Loyang, recibidos con gran pompa por el Emperador. En ese lugar se elevaría luego el Po-Ma-Tzén o Templo del Caballo Blanco, en memoria del animal que traía a lomos los tratados Sutras.
Entre los libros traídos venía una Vida de Sakyamuni en cinco volúmenes. También, un excelente resumen doctrinario llamado Sutra de los cuarenta y dos artículos, que fue guardado “en el decimocuarto cofre de piedra de la Biblioteca Imperial”.
En China, el Buda recibe apelativos como el de “Shi-chiá-Mu-ni-Foh-yeh” y “Cha-Menn”, haciendo referencia a sus virtudes mágicas. Ming-Ti es el “Asoka” chino y lleva el budismo a cuantos sitios puede. A la manera de Constantino con el cristianismo en Occidente, más que sugerirlo, lo impone. Los vínculos con la lejana cuenca del Mediterráneo se hacen más sólidos y hay un intercambio de elementos que ya había existido cuando Alejandro y el rey Poros en India. Los símbolos típicos del Bienaventurado son la esvástica, la rueda, el loto y el sillón vacío. Todo esto se plasmará en el arte en conjunto con elementos griego-helenísticos, llegándose a maravillosas concreciones, como en la Bactriana y en el Arte Gupta, en los que a veces se identifica al Buda con Helios y Apolo, vistiendo peplos a la manera griega. En China, esta penetración e intercambio no llega a plasmarse de la misma manera, pero sí en muchos otros aspectos. De alguna forma, el budismo no conquista a China, sino que ese gran país lo convierte en una forma china de religión, con muchas otras influencias. El maravilloso tratado ético Dhammapada fue traducido al chino y ampliamente aceptado. Se compiló una gran cantidad de parábolas, que sugirieron a investigadores de principios del siglo XX llamarlas el “Evangelio del Budha”, aunque este, como tal, jamás existió, ya que la doctrina de Siddharta se basa en la autorredención quemando el karma negativo, y no en una salvación que dependa de intercesor alguno.
Con la caída de la dinastía Han, el budismo sufrió un rudo golpe, pues dejó de ser la “religión oficial” y tuvo que competir con las demás formas de fe. El budismo, que se había dividido en Hinayana (pequeño vehículo) y Mahayana (gran vehículo) afianzó esta última forma, muy impregnada de magia, en el norte y en Nanking, donde en el 245 la dinastía Wu funda un gran templo-monasterio encabezado por el mago Tché-Kieng, traductor, además, de numerosos y muy antiguos libros esotéricos al chino.
Pero la hora del budismo en China, en cuanto a su esplendor, había pasado. El pueblo se aferró a posiciones éticas más definidas y sencillas y solo la aristocracia lo siguió cultivando, hasta que en esta misma, los antiguos aliados seguidores de Lao-Tsé prefirieron aliarse a los confucianistas para detener al budismo triunfante. Los cambios históricos que nos llevan a la muerte del gran Khan, en el 316, van a salvar al budismo a la luz del gran eclecticismo que estos “bárbaros” imprimen en China, pasando por encima, no solo de murallas físicas, sino de otras costumbres y cultos milenarios. El siglo IV verá una resurrección del budismo. Desde el Tíbet se introdujo el culto a Avalokiteshvara y a Kwan Yin, bajo formas búdicas y de la mano de portentosos magos que realizan numerosos fenómenos, como el de hacer crecer lotos azules, entre las manos del Emperador, para divertirlo.
En el siglo V se recopilan más de trescientos libros budistas con la ayuda de ochocientos traductores; entre estas obras figura El Loto de la Buena Ley, importantísimo tratado del Mahayana. Florece el Arte Gandara y el estilo “Gupta”. En Lonyang, capital del norte, se levanta una colosal estatua del Buda de treinta metros de alto, construida con 50.000 kg de bronce y 6000 de oro puro.
Trece mil grandes templos llegan a funcionar en China. En el siglo VII es tal la fuerza que había logrado el budismo en China que desde allí vuelve a India y consigue adeptos en toda el Asia. Pero, en el siglo VIII, el islamismo invadirá India y pronto golpeará, aunque con poco éxito, a las puertas de China, como también lo habían hecho los nestorianos cristianos.
El budismo en China, con su particular forma de ser, permaneció fuerte hasta la dinastía Ming. Con los Manchú se debilitó, no solo por cismas internos, sino por el derrumbe caótico de China, que se mantenía acosada, como una criatura prehistórica, por las nuevas potencias de Occidente. El advenimiento de la República en 1912 y más aún, el advenimiento del comunismo, hicieron que disminuyesen los acólitos en China, resurgiendo formas de confucianismo, mucho más aptas para el difícil momento histórico. Pero esta particular forma de budismo chino impresionó grandemente a los occidentales, especialmente a la alta intelectualidad, y hoy se le reconoce el haber salvado muchos elementos religiosos que, de no haber salido jamás de India, se habrían perdido irremisiblemente.
Los textos chinos tienen una belleza muy especial y las parábolas e historias recopiladas son fuentes de sabiduría natural y profunda, siendo una de las pocas formas religiosas que han guardado el frescor de sus orígenes y agregado a ello raíces, aún visibles, de milenario esoterismo filosófico.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
Publicado en Revista Nueva Acrópolis núm. 173. Madrid, Julio de 1989.
Créditos de las imágenes: Rotatebot
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Esta, la expansión del budismo en China, es una de las páginas más interesantes de la historia, semejante, en lo espiritual a lo que significó la conquista de América o la ruta de los descubrimientos en lo material y psicológico. Uno de los clásicos del la novela china, Viaje al Oeste o las Aventuras del Rey Mono, con sus más de mil quinientas páginas, el lamado "Quijote Chino", es la narración, de una sola de sus escenas, la del monje Xuanz Zang, que en el siglo VII trajo una buena parte de las escrituras originales budistas en pali, para ser traducidas al chino.
El artículo del profesor Jorge Angel Livraga es, como siempre excelente por su capacidad de síntesis, profundidad y belleza de exposición.