El intrépido guerrero, con su preciosa sangre vital brotando de sus heridas abiertas y profundas, atacará de nuevo al enemigo, y lo expulsará de la fortaleza, antes de que él mismo expire.
Fragmento “Los Siete Portales” del libro Voz del Silencio, traducido por H.P.Blavatsky
El Sueño de Ravana es un libro de autor anónimo que apareció por entregas en varios números de la revista de la Universidad de Dublín en los años 1854 y 1855. Aunque casi desconocido por el gran público, el futuro sin duda hará justicia y lo convertirá en unos de los libros más bellos, profundos y transformadores nunca escritos.
Interpretando una de las visiones del titán Ravana, en que camina por una tierra sombría y desolada, el autor describe en un párrafo de modo magistral las enfermedades que dan muerte al alma.
Como en el Nuevo Testamento cuando Jesús dice que deje que los muertos entierren a los muertos, se alude a que cuando el alma “entra” en el cuerpo entra en un letargo semejante a la muerte. Como decían los pitagóricos, la carne (soma) se convierte en tumba (sema) en que el alma muere en vida. Solo la sabiduría, el despertar de la conciencia, el retorno al sentido profundo de la vida, puede devolverle su vigor. Y por el contrario las “afecciones” de la materia, contaminándola, de nuevo la enferman y la matan. Todos estos animales salvajes devoradores del alma, corporizaciones, como sombras, de nuestra propia ignorancia, son los que habitan en el reino de Tamas, la inercia de la materia, el estado de descomposición o de opacidad a la luz que le es propia.
“Enfermedades del alma” es un término más acertado y filosófico que el de “pecados”, también válido. Si hacemos la comparación con el cuerpo, no es una simple mancha (peca), un agujero por el que se deslice, casi inadvertidamente, el líquido precioso, el fluido de oro de nuestra vida interior. Son diversas rupturas de la armonía, formas del caos que padece el alma y debe superar si quiere continuar sus trabajos aquí en la tierra y hallar la felicidad del deber cumplido y del retorno a su verdadera naturaleza en el cielo.
Son más que faltas, que debilitan las fuerzas del alma, son vicios, que la sofocan. La enumeración tiene semejanzas, evidentemente, con los pecados capitales: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia, soberbia, aunque el trato que hace es más filosófico.
El mismo Ravana simboliza al Yo Inferior, o el espíritu prisionero de la ilusión del Yo, con 10 cabezas, lo que la filosofía hindú llama Ahamkara, es la raíz de la enfermedad, la ceguera del alma quien deja de reconocer su mundo y experimenta en este vacío la sed de posesión (cuando en realidad nada hay que no posea), la sed de vivir (cuando el alma es en sí misma vida eterna), la sed de sensación (cuando no hay nada que no conozca, que no sienta en sí misma sin necesidad de buscarlo en la materia y en las imágenes que se reflejan en ella)
El texto escogido del Sueño de Ravana dice así:
“¡Oh hombre trágico! ¿De dónde proviene tanta muerte en tu vida? ¡Por Dios!, es porque la destruida moral interna reina sobre todo, manifestándose de esta forma. Las almas de los hombres mueren en el momento en que nacen; esta vida es su autopsia, y la enfermedad se manifiesta en todos. Uno murió enloquecido por el orgullo; otro exaltado por la rabia; un leproso debido a la sensualidad; otro sufría de la fiebre de la ambición; el otro un deseo insaciable de ganar más: otro por el veneno maligno de la venganza; otro de la ictericia de los celos; otro debido al insaciable cáncer de la envidia; otro debido al exceso de amor propio; otro de la parálisis de la apatía. Muchas son las enfermedades, pero la muerte es el resultado común para todas ellas.
Sí, aquí triunfa la muerte: la muerte física y moral. Los muertos dan a luz a más muertos; el muerto lleva al muerto a la pira funeraria; el muerto camina por las calles saludando a los otros muertos, y negocia con ellos, compra y vende, se casa y construye: ¡y durante todo ese tiempo no sabe que todos ellos no son más que sombras y fantasmas! Esta tierra de silencio y de sombras, por la cual tu alma caminó en tu visión, ¡oh Titán!, es el MUNDO en el cual tu cuerpo muerto camina ahora despierto.”
Es asombrosa la perspicacia del autor, cómo describe el daño que produce cada una de estas enfermedades. Como en el legendario cuadro de Dorian Grey, aunque por fuera seamos, más o menos siempre semejantes a nosotros mismos, dentro la enfermedad, si no la combatimos, va adulterando y arruinando nuestra verdadera naturaleza hasta hacerla irreconocible. Ciertamente que todas estas enfermedades están en mayor o menor grado en cada uno de nosotros, o somos aquejados por ellas en diferentes momentos de nuestra vida (si queremos ser optimistas, pues la realidad es que sólo en diversos momentos de la vida conseguimos ver el cielo estrellado del Ideal a través, más allá de ellas, pues son reinas en este mundo material).
El orgullo o la soberbia nos “enloquecen”, ya no sabemos ni quiénes somos, ni somos capaces de ver a quienes nos rodean. Nos hace confundir al amigo como enemigo y viceversa, la calma se va, la vida se convierte en una pesadilla y desaparece el respeto por el prójimo, atentando así contra la dignidad de quien se aproxime o simplemente de quien nos tenga que sufrir.
La ira, además del daño que podemos ejercer sobre otros, hace frenética al alma, la somete a una presión con la que fácilmente puede romper, producir fisuras, la lleva a una sobre excitación y actividad caótica en la que se pierde la visión, como el navegante que en medio de la tormenta es incapaz de fijar el rumbo.
La sensualidad es para el alma una lepra, la deshace en pedazos, pedazos de su “piel” y “carne” caen muertos por querer abrazar lo que está muerto (pues es el alma quien da la vida, y salir fuera de sí misma lo que le lleva a la muerte) y obtener con ello placer. Tal es la atracción de los cantos de sirena por lo que los tripulantes del barco sagrado, pedazos de carne del alma, ella misma, se lanzan al abismo.
La ambición es como una fiebre que nos hace arder, y quizás así creemos que estamos más vivos, pero no, lo que estamos es enfermos, dopados por las sensaciones de una carrera que no va hacia ningún lugar, pues las metas no nos sacian ni devuelven la paz.
La codicia es un deseo insaciable de ganar más, de acumular lo que jamás poseeremos de verdad, ni podremos llevar más allá de las puertas de la muerte. Una enfermedad incurable, según los egipcios, y con ella el barco de la vida queda encallado en la arena, o en el fango, por pesar demasiado.
La necesidad de venganza es un veneno que nos corroe las entrañas, la vida deja de tener sentido, pues su ácido corrosivo sólo encuentra satisfacción en la reparación de la ofensa, sea real o imaginada.
Los celos son una ictericia que nos consume, la bilirrubina del alma se dispara y ésta sucumbe inane dejando a la bestia que vive dentro de cada uno sin control, dueña del espacio, pues el hígado anímico ya no es capaz de regular armónicamente el delicado mundo de los sentimientos y emociones.
La envidia es, en esta alegoría, como un cáncer para el alma, una sombra oscura que mata sus fibras más tiernas, las transmuta alquímicamente a la inversa, de nada sirven ya y el enemigo sigue creciendo dentro.
El exceso de amor propio nos mata, porque nos convierte en una isla diminuta en medio de un océano hostil, en un desierto al que ningún camino llega. El alma animada y vinculada por rayos de luz y flujos de vida a todo lo que existe queda prisionera y sin alimento en una cárcel estrecha. Como decían los clásicos, los vanidosos lanzan piedras contra la doncella del alma y a pedradas la hieren y emparedan.
La apatía o pereza del alma se convierte en una parálisis, los brazos del alma que nos permiten querer y hacer, caen sin vida, inmovilizados, las piernas quedan rígidas. Si el veneno de cicuta avanza en la sangre de la vida interior, el mismo corazón se detiene, y nos convertimos en autómatas. Lo que hacemos ya lo hacemos por mecanismo, la barca ya no es una nave que nos permite realizar los Sueños y llegar a las Fuentes, es un pedazo de madera inerte que es arrastrado al mar. La inercia, que es un atributo de la piedra que vive dentro nuestro, convirtió en piedra al alma, cuya esencia es puro dinamismo, pura adaptabilidad, pura sensibilidad y respuesta.
De todos modos, el Camino nos invita siempre a vivir de nuevo, y nos anima a combatir contra estas dolencias y así descubrir nuevos horizontes. En esta tierra sombría y desolada, como describe el autor, siempre nos sonríe el alma que nos invita a seguirla.
Créditos de las imágenes: Henryart
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