El hombre que no podía morir.
En ese legado encontramos referencias al mito de Gilgamesh. Vamos a analizar este mito bajo el punto de vista simbólico y no tan técnico, de manera que nos pueda interesar a cada uno de nosotros.
Personalmente, creo que no solo en la historia de los símbolos, sino aun en la historia de los acontecimientos humanos, lo más importante no es captar la parte técnica o formal –porque lo técnico y formal pasa–, sino captar el espíritu, captar los motores que han podido mover los acontecimientos históricos, ya sea en la parte material, económica, política, espiritual. Me refiero a aquella parte que sobrevive en nosotros como humanidad y que es siempre fresca y actual. Entonces, Gilgamesh no va a ser para nosotros tan solo aquel gigante sumerio hijo de Enlil, sino que es un símbolo, algo que puede estar vivo, que puede estar entre nosotros, que puede estar en cada uno de nosotros.
El mito de Gilgamesh es, tal vez, la forma más antigua que conocemos del héroe que combate contra el dragón, que combate contra las sombras, contra los enemigos. Gilgamesh es el prototipo de lo que luego va a ser Heracles en Grecia; de lo que va a ser Hércules entre los romanos, y aún más, del mismo San Jorge en su lucha contra el dragón, a través de toda la mitología medieval. Gilgamesh es un prototipo que se va a proyectar a través de los siglos.
Gilgamesh es el hijo de Enlil y se dice –según todas las parábolas y todas las formas simbólicas– que es ese gran gigante que apareció en la Tierra sediento de hacer una serie de grandes obras, de poder derrotar a los enemigos de la humanidad, de poder traspasar las tinieblas.
Existen varias versiones que conjugaremos en una sola para tratar de conseguir cierta ilación común a todas.
Gilgamesh tiene al principio una vida solitaria; se dedica a errar por bosques y llanuras y a investigar todas las cosas. Se pregunta sobre sí mismo, sobre el mundo y sobre la Naturaleza, hasta que tiene una serie de sueños premonitorios que le anuncian que va a tener un amigo, que va a tener un doble, alguien que va a estar con él. Sueña que en la ciudad de Uruk cae del cielo un hacha de doble filo.
El hacha es uno de los símbolos que existen en todas las mitologías. En sus formas curvas representa el universo; en su utilidad es el símbolo de lo que el hombre puede hacer con su voluntad. Es el láber, es la herramienta física para poder tallar, labrar las tinieblas, labrar la tierra y poner la semilla.
Gilgamesh sueña que el láber cae en medio de las calles y que todos los hombres se reúnen junto al mismo y le adoran. Mas, luego, al encontrar esta hacha, este láber, le va a llamar Enkidu. Enkidu es su «doble luminoso», Enkidu es su amigo. Porque Enkidu se transforma de un hacha en un ser, en un hombre.
Otras versiones relatan que esta hacha fue manejada primeramente por Enkidu. A este nos lo presentan como una especie de gigante primitivo y bueno que vivía entre los animales, en los bosques. Luego, cuando conoció a Gilgamesh, aprendió los principios de la civilización.
A partir de entonces, Gilgamesh y su «doble luminoso» empiezan a recorrer el mundo y a hacer una serie de trabajos a la manera de Heracles. Esta serie de pruebas son como las pruebas cotidianas que cada uno de nosotros tenemos. Porque muchas veces nos preguntamos si no podríamos hacer como Heracles, si no podríamos hacer como alguno de los grandes hombres de la Historia: realizar alguna cosa que produjese un cambio total y profundo en la naturaleza circundante, en la historia y en la vida.
Pero, a veces, no percibimos que todos nosotros, como si fuésemos Heracles, estamos dando vueltas en la vida venciendo enemigos constantemente, enemigos que pueden ser la inercia, el temor, enemigos que son, en general, la adversidad; que todos nosotros, cuando aparecemos en el teatro del mundo, cuando llegamos a la vida, entramos como a través de una pequeña puerta y uno se encuentra con una serie de rostros de personas que le rodean –a algunos los conoce y a otros no–, y siente ante el mundo la curiosidad del conocimiento, y sentimos la curiosidad de saber quiénes somos.
¿No nos pasa a todos lo mismo? De golpe nos encontramos en medio de una familia, de un pueblo, de una ciudad, de un país, de un mundo y nos preguntamos: “¿Qué es esto que nos rodea?” Y empezamos a adaptarnos y a cumplir nuestro propio rol allí donde nos encontramos. Hubo un momento en que entramos a este teatro de la vida por una puerta… y salimos del mismo por otra puerta, sin saber, muchas veces, ni por qué entramos ni por qué salimos. En nuestra alienación del momento olvidamos qué éramos antes y no podemos prever qué seremos después. O sea, es como si yo os hablara hoy de Gilgamesh y mi imaginación estuviera tan fija en Gilgamesh que no recordara lo que hice antes –porque estoy hablando de Gilgamesh– y tampoco supiera lo que voy a hacer dentro de una hora o dos.
¿No es acaso esa nuestra propia situación cuando, al venir a la vida, nos olvidamos si es que hemos existido en alguna parte y también nos olvidamos de pensar si es que vamos a seguir existiendo en otra?
De ahí que los trabajos de Gilgamesh al vencer, por ejemplo, a un terrible toro que estaba asolando todas las regiones, al tener que cruzar siete montañas simbólicas, al tener que talar los enormes cedros con su hacha y con la ayuda de su amigo Enkidu, todo ello sean símbolos de nuestra propia vida. Porque también nosotros tenemos que pasar muchas veces montañas, atravesar ríos, talar los grandes bosques de las inercias, los grandes bosques de la incomprensión humana que nos rodea… Y tenemos temores y ansiedades.
Gilgamesh pasa por muchas pruebas. Pasa incluso la prueba de la tentación de Inanna o Ishtar –formas de la misma diosa–. La diosa de deslumbradora belleza y atracción va a decir a Gilgamesh que se detenga en su camino, que no prosiga todas estas obras, que venga a su palacio donde puede recibir amor, descanso, buenos manjares y excelentes bebidas. Gilgamesh le contesta con palabras que tienen un matiz de eternidad –porque todos nosotros, aunque no las hayamos dicho, las hemos pensado alguna vez–: «¡Oh, Inanna!, tú eres la Belleza, tú eres todo aquello que puede representar el descanso y la paz. Mas fíjate qué soy. Yo soy como una puerta que deja pasar el viento, soy como un cuenco que pierde el agua, soy como un techo que ya no cubre, soy un errante, soy un viajero. Mi amor es como una piedra adherida a la pared que cae en cualquier momento… Permíteme seguir en mi búsqueda, permíteme buscar algo que pueda fundamentarme y pueda justificarme ante mis propios ojos, antes que delante de los ojos de los demás».
Estas palabras son nuestra propia búsqueda, la búsqueda de todo hombre que trata siempre de justificarse –valorarse– ante sus propios ojos y cuya justificación ante los demás es básicamente una suerte de reflejo de su propia justificación, autovaloración interior.
Gilgamesh sigue en todas estas trayectorias y aventuras hasta que llega un buen momento en el cual, como en una parábola muy parecida al rapto de Perséfone, pierde a Enkidu. Enkidu muere, y es notable la ternura con la cual Gilgamesh se dirige a su entrañable compañero: le toca, le palpa, le habla… Ve que no le contesta y le pregunta: «¿Qué es este sueño tan profundo que te ha cogido?». Cree que se trata de un sueño profundo que le embarga. Gilgamesh le habla así: «¿Qué pasa que ya no me contestas? Tu corazón no late, tus manos no se mueven, ¿tan dormido estás?».
Gilgamesh se va por las montañas y por los prados pensando en Enkidu muerto. Y se pregunta si también sus manos, que hoy se mueven, estarán un día paralizadas y como ajenas, y si sus ojos no verán ya, ni su boca pronunciará palabras. Se dice que tiene que saber la verdad, saber dónde está Enkidu, si es que está en alguna parte… «¿Qué me va a pasar a mí, qué les va a pasar a todos los hombres?».
El héroe se pregunta sobre su propia suerte y la de todos los hombres. Decide ir al fondo mismo del misterio y descender a los infiernos, como tantos otros seres mitológicos, para rescatar a su amigo Enkidu. En el descenso a los infiernos encuentra también una serie de dificultades. Tiene que encaminarse hacia donde el Sol cae; tiene que cruzar enormes océanos; tiene que vencer a varios enemigos; por ejemplo, una pareja de escorpiones que le cierran el paso. El escorpión fue siempre símbolo de la muerte, de la muerte de la personalidad, de la muerte de la carne. Va a tener que vencer también a una pareja de hombres-águila, un hombre y una mujer, que le cierran el paso.
Él busca algo. Sabe que alguien poseyó alguna vez la inmortalidad; eso lo oyó decir. Cuando cruzaba los mares de Shamash unas voces proféticas se lo habían revelado. Se trataba de Utnapishtim. Utnapishtim era algo así como un Noé; era el que se había salvado del Diluvio, el que había hecho una barca mágica con la que salvó todos los elementos vivos de un mundo pasado para transferirlos a este mundo nuevo. En pago a todo eso se le había otorgado la inmortalidad. Gilgamesh se presentó ante Utnapishtim y le preguntó qué es lo que necesitaba para rescatar a Enkidu. Le contestó que precisaba una planta mágica que crecía únicamente en el fondo del mar.
Utnapishtim habla con Gilgamesh y trata de convencerle de que los hombres no pueden descender a la muerte, hasta el momento en que son llamados. Trata de convencerle de que esa «planta de la inmortalidad» existe solo para muy pocos y que la inmortalidad consciente que él tiene no es una bendición, sino una maldición para los hombres; porque si los dioses le dieron la posibilidad de olvidar vidas pasadas y de no intuir las futuras, es porque eso es bueno para los hombres.
Dice el texto que Gilgamesh escucha respetuosamente, pero luego le dice: «Quiero encontrar el alga de la inmortalidad». Así, desciende hasta el fondo del mar, hasta el fondo del océano primordial, el Okeanós griego, o sea, el gran hueco, el gran oscuro, la gran concavidad. Arranca el alga de la inmortalidad y empieza a subir de nuevo hasta el mundo donde estarían los muertos, para rescatar a Enkidu.
Se dice que al echarse a descansar Gilgamesh, una serpiente le quitó el alga. La serpiente es un símbolo de sabiduría. En la India la encontramos como Nâga, o sea, la serpiente, la cobra de anteojos, símbolo de la sabiduría, del discernimiento. También en los sarcófagos de los egipcios y en sus estatuas hay una serpiente en medio de la frente: es el Ureus egipcio, también símbolo de la sabiduría, del discernimiento. Es el ojo de Dangma, del que también hablan los modernos hindúes, es decir, el tercer ojo en medio de la frente, que permite ver las cosas más allá de su apariencia.
Al quitarle la serpiente la planta de la inmortalidad, Gilgamesh no puede ya rescatar a Enkidu, quien va a quedar en el fondo de los infiernos. Pero los dioses le dan un premio por haber realizado tantas proezas. Según la versión babilónica le dan un premio que, a la vez, es premio y es maldición. Gilgamesh, desde ese momento, no va a morir jamás; se convierte en el Inmortal. Va a vivir continuamente a través de los hombres. Al principio, el héroe se alegra y piensa que él sí puede seguir viviendo aunque Enkidu ya no esté a su lado. Pero ocurre que el árbol que él amaba se seca; que los hombres y mujeres que él amaba se mueren; que la ciudad de Uruk es destruida; que Lagash desaparece; que los ríos se secan; que todo cambia…, pero él no.
De ahí queda el mito de Gilgamesh como el del inmortal que va atravesando el tiempo, va atravesando todos los tiempos, todas las humanidades. En las tabletas reza: «Tú que me lees; en el tiempo en que estés, entre todos tus congéneres, entre todos aquellos que estén contigo, está siempre Gilgamesh». ¿A qué se refiere? ¿Se refiere a que hay algún hombre que a través de toda la Humanidad no ha muerto jamás, y que simplemente se cambia de ropa sin que nos demos cuenta de ello?, o ¿tendrá tal vez un sentido más interno? ¿No se referirá a que dentro de nosotros mismos existe, de alguna manera, un Gilgamesh? ¿No existirá en nuestro interior alguien que sueña, que quiere combatir dragones, que quiere atravesar montañas, que quiere saber si es realmente inmortal? Esta es una buena pregunta.
Desde el punto de vista filosófico, la última versión es la más aceptable. Sabemos que los ciclos biológicos impiden la vida perpetua. Mas sabemos que más allá de lo biológico y de lo temporal existen elementos que sí pueden perdurar porque no están en el tiempo. El tiempo es una relación, como la distancia o el tamaño. Tantas veces nos hemos preguntado: “¿Qué es exactamente lo viejo y lo nuevo? ¿Qué es lo cercano y lo lejano? ¿Qué es el tamaño? ¿Qué es el tiempo, al fin?”.
Hace unos días estuve en Lyon (Francia), donde había un gran reloj de péndulo. Veía cómo corrían las manecillas, miraba el péndulo que iba de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, con su sonido tan típico que hace «tic-tac, tic-tac»; ese «tic-tac, tic-tac» que sentimos en nuestro propio corazón, como si fuésemos un reloj vivo. Mas pensé en algo: que si no prestaba atención al movimiento del péndulo, no sabía el tiempo que pasaba; si no miraba las manecillas, tampoco sabía el tiempo que pasaba. Obviamente, si me hubiera quedado para siempre frente al reloj, el hambre, la sed, el frío o la vejez me hubiesen hecho sentir el tiempo que pasaba. Pero, ¿no son estos requerimientos lo mismo que las manecillas o el péndulo? De la misma manera, ¿el mito de Gilgamesh no se refiere a algo que estaría más allá de las formas, más allá de los requerimientos?
En todas las literaturas y en todas las viejas instrucciones, en las antiguas leyendas y en las distintas religiones se nos habla de parecidas enseñanzas. Yo creo, de alguna manera, en la escalera que puede ponernos en contacto con nuestro Gilgamesh interior, con este hijo de Enlil, con Enkidu, el «doble luminoso»; para ello hemos de tener sueños, tener afirmaciones y pensamientos suficientemente grandes y poderosos. Decía Unamuno[1]: «Yo sueño con que en esta Tierra nazcan muchos locos, porque he visto cómo dejaron el mundo los cuerdos; sería mejor que viniesen los locos ahora». No los locos en el mal sentido, sino los «divinos locos»; locos como aquel Quijote que montaba un caballo de palo, el «Clavileño», pensando que era un caballo real; o como cuando combatía a los molinos de viento diciendo que eran gigantes. Locos capaces de combatir, locos capaces de hacer surgir de dentro lo que tienen como afirmación. Estos son los hermanos en una guerra interior, como diría Nietzsche[2], o sea, es el poder interior del hombre, el real Gilgamesh que todos tenemos dentro.
Cuando, por ejemplo, hablamos de Acrópolis en relación con estos mitos, nos referimos a la Acro-polis, o sea, a la «ciudad alta»; nos referimos a ese fenómeno psicológico de tener en nuestro interior una «ciudad alta», una montaña que, sin embargo, por lo general, no nos atrevemos a escalar. No nos atrevemos a descubrirnos a nosotros mismos, a hablar de lo que sentimos, a escribir lo que pensamos o a vivir de la manera que tendríamos que vivir. Y damos vueltas y vueltas alrededor de nuestra montaña, como da vueltas un perro antes de acostarse. Y al fin… la vida nos acuesta sin haber escalado nuestra montaña interior.
Lo que nosotros queremos proponer no es una ciudad alta ni de cemento ni de ladrillos –de esas ya estamos cansados y han contaminado lo único bello que teníamos como patrimonio: la Naturaleza–. Lo que queremos es una ciudad alta en el verdadero sentido de la palabra, o sea, una Acro-polis que nos permita no solamente tener una ciudad alta, sino ser altos nosotros mismos en nuestros ideales; altos nosotros mismos en nuestra fuerza.
Imaginaos una lanza, como esta lanza que sostiene la bandera de España. Cuando está erecta, cuando está vertical, entonces, es una lanza; pero cuando está en horizontal, cuando está tirada en el suelo, no es más que un palo. ¿Qué diferencia hay entre un palo y una lanza? La verticalidad y el sentido. ¿Qué diferencia hay, amigos míos, entre una pequeña rama y una flecha? Que la rama está inmóvil y la flecha está cruzando el aire. ¿Qué diferencia hay entre el montón de burbujas formado por algún detergente en una lavadora y la espuma maravillosa en las costas del mar? Que la espuma del mar se ha formado del choque de una ola, que venía de una distancia de kilómetros y kilómetros, contra el granito, contra la adversidad. Es preciso que podamos retroceder dentro de nosotros, tener noción de nuestra atemporalidad, hacer surgir en nosotros aquello que de grande e importante podamos tener. Todos nosotros podemos hacer surgir lo grande e importante.
No es mi intención exponer una teoría abstracta, yo no quiero exponer una teoría difícil; dejemos eso para las cátedras en donde los profesores, de manera mesurada, «dictan» a sus alumnos. Yo quiero, más bien, un contacto humano y deciros, de persona a persona, que puede existir esa capacidad de verticalización, que puede existir esa capacidad de ver las cosas, no en la parte superficial, sino en su aspecto profundo. Quiero deciros que así como una lámpara es tan solo una lámpara cuando tiene una luz dentro –pues sin esa luz dejaría de ser tal lámpara y sería simplemente un conjunto de metal y vidrio–, así también un ser humano no es tal porque tenga dos ojos, cabello, brazos y piernas, sino que lo es porque tiene algo más, algo que le diferencia como ser humano: una vida interior.
Esa vida interior yace en cada uno de nosotros, está en medio de nosotros. Esa vida interior no se puede extraer de simples maneras, sino que se la ha de extraer de profundas y fuertes maneras. El hombre tiene el tamaño de aquello que se atreve a hacer. Ved a un niño hacer pinitos; si quiere alcanzar una cosa que está muy baja, no le hace falta; mas, ¡cómo se esfuerza sobre las puntas de los pies si trata de coger un dulce que le gusta! ¡Si nosotros tuviésemos la misma simple voluntad del niño para hacer pinitos sobre nuestros pies, en ponernos de puntillas para alcanzar aquello que queremos coger! ¡Si pudiésemos alzar la mano y apresar las estrellas! ¡Si pudiésemos elevarnos sobre nosotros mismos y levantar aquella parte móvil que tenemos para alcanzar lo que de verdad queremos alcanzar!
Basta con hacer ese gesto. Basta con tener esa resolución para que comience en nosotros a nacer Gilgamesh, el vencedor del dragón, de los cedros. Ese Gilgamesh que podría volver a decir: «Yo soy una puerta que deja pasar el viento, que no apresa nada; yo soy una vasija que deja escurrir el agua, que no la retiene ni la esclaviza». Este Gilgamesh que puede descender hasta el fondo del mar en busca de la inmortalidad. Este Gilgamesh que todavía está en cada uno de nosotros. Este Gilgamesh que se asoma en cada primavera bajo la forma de hojas de árboles más allá de los troncos que están secos, que se asoma otra vez en las cunas en la forma de niños, que se asoma en las noches en la forma de las nuevas estrellas; ese que se formará mañana con el nuevo Sol que va a surgir.
Aquí está el sentido de una juventud perenne o, como dirían los presocráticos, esa «Afrodita de Oro» que nos permita ser eternamente jóvenes, eternamente agresivos ante la vida, en el real y verdadero sentido de la palabra. Que nos permita, como nuevos Leónidas, poder resistir las Termópilas del destino; hacernos seguir de hombres, y que los hombres sean nuestros amigos y nuestros compañeros, y seguir, nosotros también, a los hombres más nobles, a los más valientes y virtuosos.
Esos impulsos, esas virtudes y esas fuerzas que están solamente adormecidas en nosotros, no han desaparecido. Quiero deciros que este mito de Gilgamesh, siendo tan viejo, es, sin embargo, muy nuevo y muy actual. No creo de ninguna manera que el mundo de hoy sea más materialista que el mundo de hace mil o dos mil años, como dicen muchos. Quizás lo sea incluso menos, aunque parezca paradójico. Dentro del hombre actual, como dentro del hombre de todas las épocas, existe esa fuerza de elevación. Lo que tenemos que hacer es tratar de ver qué parte en nosotros es capaz de levantarse, qué parte en nosotros es capaz de coger esas estrellas y traerlas a la Tierra. Yo sé que, a veces, estamos en una noche; bien es cierto que este es un oscuro momento donde hay materialismo. Sé que hay explotación, sé que hay ignorancia, sé que hay lucha, que hay violencia, que hay incomprensión para muchas cosas… Pero también sé que en la noche más oscura, si logramos prender una pequeña hoguera nos servirá para iluminarnos y entibiar nuestro cuerpo y, además, se verá desde muy lejos. Y si logramos hacer muchas hogueras en la Tierra, vamos a reproducir el fenómeno celeste de las estrellas encendidas.
Desde los más antiguos barcos hasta las más modernas aeronaves todavía se guían por las estrellas fijas. Yo creo que las humanidades también se guían por los «hombres-antorcha», por aquellos que saben arder. Hay un milagro y un misterio en las viejas lámparas de aceite que usaban los griegos y romanos. Nos transmiten el simbolismo de que estaban hechas de barro, tal cual es barro lo que nos compone a nosotros; pero tenían algo móvil dentro de sí, aceitoso, como es nuestra propia psique, que nunca está realmente en un lugar determinado, pues divaga y se balancea al ritmo de nuestros pensamientos: «Esto gusta, esto no gusta; esto interesa, esto no interesa; quiero ir, no quiero ir.», etc. Mas, cuando ese aceite entra en contacto con el fuego, se empieza a consumir, y la cáscara, que era de barro, que era tan solo un poco de agua y de tierra amasada, se transforma entonces en un buque que porta el fuego.
Dentro de cada uno de nosotros puede surgir esa llama, esa fuerza. Esa fuerza hace cambiar todo el sentido de nuestra vida. Esa fuerza nos hace entender los viejos mitos y los nuevos problemas. Esa fuerza permite dirigirnos a los hombres con maneras simples, con palabras sencillas… y ser entendidos. Esa fuerza nos permite construir, recrear, unirnos, amar… Es la fuerza interior, la única fuerza que vale, la única fuerza real y espiritual. Porque no es una fuerza de contemplación, sino una fuerza erecta como una lanza, una fuerza que es capaz de luchar por lo que cree, de vibrar por todo aquello que siente, como un arpa eólica que puede colgarse entre las ramas de un árbol y el solo viento la hace sonar.
¡No digamos que no tenemos oportunidad! La oportunidad histórica se da hoy como se dio en Sumeria, en Roma o como se dará dentro de mil o dos mil años. La verdadera oportunidad está dada en nuestro propio mundo circundante y en nuestra propia capacidad de poder vivirla. De ahí que os diga que este mito de Gilgamesh, tan complejo para estudiarlo desde el punto de vista teológico, es así de simple para verlo en una pequeña charla filosófica. Este mito de Gilgamesh es actual en el aquí y en el ahora. Este mito de Gilgamesh somos nosotros mismos.
Tenemos que atrevernos a soñar tres veces –como Gilgamesh– con un hacha luminosa para que descienda junto a nosotros el compañero de aventuras. Tenemos que recrear de nuevo en los hombres el sentido caballeresco de las proezas, y en las mujeres el sentido que inspira las proezas, como lo hacen las auténticas damas. Tenemos que recrear dentro de nosotros la fuerza capaz de poder vencer el destino y los astros. Hoy hablamos de astrología, hoy hablamos del destino, hoy hablamos de presión del medio, etc.; mas, si fuésemos realmente fuertes, si tuviéramos un motor propio, todas esas circunstancias serían aprovechadas y vencidas.
Que cada una de las dificultades y adversidades sean simples peldaños bajo nuestros pies; y, así, llevaremos cada uno de nosotros –dentro de nosotros– al viejo Gilgamesh; tendremos también el recuerdo de esa serpiente que se lleva una inmortalidad soñada, pero que nos da una inmortalidad real. Tendremos el recuerdo de nuestras proezas y podremos dejar este mundo sin irnos jamás; porque permaneceremos, de alguna forma, más allá de estos grandes engañadores que son el tiempo y el espacio.
Estas no son simples palabras. Preguntémonos siempre: ¿Qué es una cosa grande? ¿Qué es una cosa pequeña? ¿Qué es una cosa vieja? Si no podemos definir estas cosas tan simples, ¿cómo podríamos definir la vida? Todos estos conceptos son meros relacionantes. Lo que importa es lo que está más allá de lo relacionante, más allá de las dualidades, más allá de la adversidad. Lo que importa es lanzarse hacia adelante, tener fe en un ideal, tener fe en sí mismo, ser nuevos Gilgamesh, cada uno de nosotros. ¿Todos tal vez…?
Notas
[1] Miguel de Unamuno: Vida de Don Quijote y Sancho, Ed. Espasa-Calpe, (Col. Austral), Madrid, 1985.
[2] Friedrich Nietzsche: Así habló Zarathustra, capítulo 21: De la guerra y el pueblo guerrero.
Créditos de las imágenes: Webtribune
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