Hoy que está tan de moda repasar viejos temas, viejos conceptos, y volver a prestar atención a todas aquellas cosas que tanto preocuparon a los antiguos, volvemos a preocuparnos nosotros también por el mundo de la mente. Mundo que desde un primer punto de vista, dominamos y manejamos perfectamente pero que, sin embargo sigue presentando más incógnitas a nuestros ojos que posibilidades de solución rápida.
Hemos de partir –como sostenían los antiguos– de que el Universo y todo lo que lo habita es septenario. Fue concebido, creado y plasmado según un esquema de expresión septenario. Algunos de estos planos los conocemos, otros los intuimos. Comenzando por el plano más conocido se encuentra el Físico material y concreto que se suele relacionar con el mundo mineral, con las piedras, y que tiene una presencia física y concreta. Un plano Vital, una expresión de vida, crecimiento y movimiento, que suele ir relacionado con el reino vegetal. Un plano emocional, que abarca todas las expresiones del sentimiento y que suele relacionarse con el reino animal. Y un plano Mental –que es el que nos interesa– que está relacionado y entroncado directamente con el ser humano.
A partir de estos cuatro primeros planos conocidos, vendrían aquellos otros que empiezan a escapársenos por su sutileza y porque –como explicaban los antiguos– no han sido suficientemente actualizados ni concienciados todavía por el ser humano. Así, habría un quinto plano referido a la Mente Pura, abstracta, inegoísta, amplísima, capaz de abarcar pensamientos e ideas de carácter cósmico y no simplemente personal.
Luego vendría un plano superior que sería la Intuición, mediante la cual ya no hace falta pensar y razonar acerca de las cosas, porque estas se captan y comprenden directamente.
Y más arriba todavía estaría el último y séptimo plano que, en relación con la chispa espiritual, anida en todo ser viviente, ya sea Super-Hombre, hombre, animal, planta o piedra.
He aquí nuestros siete planos. El cuarto –la mente– es el elemento típicamente distintivo del hombre. Sin embargo, el ser humano que se diferencia por su posibilidad mental no deja de poseer los tres planos inferiores. Tiene un cuerpo pesado como el de las piedras; tiene, como las plantas, capacidad de movimiento, de vitalidad. También tiene algo de los animales, su capacidad de emocionarse, sus sentimientos. Y, además, algo que le es propio: la mente.
Al hablar de la mente como distintivo humano, al situarla en cuarto lugar y al reconocer que nos quedan tres planos por debajo y otros tres por encima, resulta que la actitud mental humana es una actitud intermedia. Estamos exactamente en la mitad, entre este mundo inferior que apenas acabamos de superar, y otro superior que apenas si podemos intuir.
Estamos en un precario equilibrio que muy bien señalaron los viejos griegos y lo plasmaron a través de la mitología, en la imagen de un Atlas crucificado en el espacio. Atlas es el símbolo perfecto del Hombre que con sus pies se apoya sobre la materia –sobre los planos que teóricamente ha superado, los planos inferiores–, y con sus brazos intenta sostener el Cielo, aquellas etapas de evolución que aún le falta por recorrer.
Pero el ser humano se encuentra en medio, en un equilibrio que muchas veces le plantea una disyuntiva muy difícil de resolver: dejarse caer hacia abajo o esforzarse denodadamente por llegar hacia arriba. Así, la mente se ve continuamente acosada por preguntas como: ¿Hacia dónde dirigirse? ¿Hacia el mundo pasado o hacia el mundo futuro? ¿Hacia aquellas cosas que le atraen hacia la materia, o hacia aquellas otras que le elevan hacia el espíritu? ¿Dejarse caer o mantenerse de pie? Este es el equilibrio que, a duras penas, los humanos intentamos mantener, y que a menudo se ve roto porque es mucho más fácil dejarse caer, retrotraerse momentáneamente a etapas animales, vegetales y aún minerales, que intentar superarse y levantarse.
De acuerdo con este esquema de siete planos, de los cuales la mente constituye el cuarto, nos encontramos con que para el hombre este plano de expresión es el más nuevo de todos, el más joven. El cuerpo es muy viejo y la posibilidad de tener cuerpo se arrastra desde hace millones de años. Más joven, reciente e incipiente es la mente. Y como esta mente joven se siente fuerte y poderosa, es ligeramente prepotente. Ella intenta borrar por todos los medios, manejar e imponer sus reglas y sistemas a todos los planos inferiores, a los que cree poder dominar.
Así, la mente interfiere en nuestros sentimientos, no porque quiera ordenarlos y mejorarlos, sino porque quiere dominarlos interfiere en nuestra expresión vital muchas veces, obligándonos a destrozar nuestra vitalidad; e interfiere también en nuestro cuerpo, en nuestros movimientos, etc. Intenta dirigirlo absolutamente todo.
Los viejos tibetanos que no intentaban explicar las cosas tanto como nosotros, pero que eran muy hábiles en resumir en pocas palabras grandes conceptos, cuando hablaban de esta mente joven e impetuosa, prepotente y decidida a todo, la llamaban el “Rey de los Sentidos”. ¿Qué querían decir con esto? Que reconocían la fuerza de los cinco sentidos, y querían darles una fórmula de acción.
Así pues, no hablaban de una mente pura, firme y lógica; hablaban de un sentido más, el sexto: la mente. Y llamaban a esta mente, “el gran destructor de lo real”. A veces cuesta comprender estas denominaciones, pero hay una enorme verdad detrás de ellas. ¿Por qué destruye la mente la realidad? Porque no puede abarcarla en su conjunto. Porque no puede comprender la unidad de un Universo que se le escapa. La mente necesita romper y fraccionar las cosas. Y a medida que rompe y analiza, destroza la realidad.
Según los antiguos filósofos la Realidad no está hecha de partes. Es única. Y la mente no nos permite abarcar la realidad sino que analiza y a la hora de la síntesis, nos encontramos con muchos cabos sueltos que se nos presentan como un rompecabezas. Tenemos muchos trozos en la mano que son perfectamente comprensibles, pero en conjunto no significan nada, y nos sentimos incapaces de armar el conjunto. De ahí, que esta mente sea tan poderosa y fuerte como Rey de los Sentidos, pero destructora de lo Real
Hablemos un poco de las características que presenta la mente. ¿Con qué unidades trabaja? Según queramos emplear unas u otras palabras, la unidad de acción mental es el concepto, la idea. Estos son los átomos, las células que nos van a permitir lanzarnos por el mundo de la mente, y aprender a conocer primeramente y a utilizar seguidamente este “instrumento” que a menudo se nos antoja difícil de gobernar, indomable como el viento.
Hemos admitido que nuestro cuerpo físico tiene átomos. La mente también los tiene: nuestras ideas. Dentro de nuestra mente –según explican los psicólogos– hay una máquina muy importante: el intelecto, que es la faculta de la mente de unir ideas, juntarlas, relacionarlas y asociarlas.
Para todos nosotros es muy conocida la posibilidad de asociar ideas por semejanza, porque son contrarias, o porque las hemos percibido unidas en el tiempo o en el espacio. Lo que a veces se les escapa a los psicólogos, es cómo relacionamos ideas. Estamos muy acostumbrados a que, en el mundo físico, dos cuerpos que se unen pueden originar un tercero. Sabemos que de la unión de un hombre y de una mujer surge una vida, un hijo; nunca nos hemos detenido a pensar que, de la unión y relación de dos ideas en nuestra mente, puede surgir un hijo, un resultado, otra forma de vida, otra idea más. Y así, con el cuidado que ponemos en nuestra vida física, descuidamos en cambio completamente nuestra vida mental, permitiendo que las ideas se unan de cualquier manera. Por lo cual, nuestra “población mental” sería dificilísima de pensar aun por los genios, porque allí hay de todo. Hay buenas y malas familias, pésimas ideas, excelentes ideas, unas organizadas, otras desorganizadas. Unas enlazadas por temas, otras sueltas. En fin que sabemos lo que podemos relacionar, tenemos un intelecto que lo hace, pero nos falta la capacidad de llevarlo a cabo correctamente.
Se nos ha dicho que para relacionar las ideas correctamente está la razón; y que esta es nuestra capacidad lógica de unir las ideas de manera adecuada. Pero, ¡cuánta falta nos haría esta razón! Como simple instrumento es algo frío. Para que las ideas se unieran con verdadera lógica, nuestra razón tendría que ser viva y práctica. Y esta “razón” –como se ha dicho muchas veces– ha muerto, prácticamente no existe. A tal punto, que nunca se nos ha ocurrido pensar siquiera que somos los responsables de la forma en que unimos nuestras ideas.
Hemos hablado de ideas, de intelecto, de razón. Más conceptos nos ofrece últimamente la psicología. Se nos habla de dialéctica, por ejemplo. Y hoy la dialéctica se ha convertido prácticamente en una forma de pensamiento, que trata de llevar hacia una finalidad concreta; en una forma de expresión, que trata de desarrollar ideas hasta arribar a una finalidad concreta. Pero se nos ha olvidado el viejo concepto de dialéctica. “Dialecsis” era el Camino Luminoso a través de la palabra, que conducía de la simple razón humana a la Gran Verdad de los Dioses.
Cuando los antiguos hablaban de dialéctica, no se referían a cualquier tipo de conversación y razonamiento. No les importaba una secuencia lógica. Querían llegar a la verdadera luz, y esa era la “dialecsis”, que se hiciese luz en la mente, que la verdad penetrase en ella. Esta dialéctica tampoco la poseemos hoy.
Se nos habla de inteligencia en relación con la mente, y parece ser que esta consiste nada más que en ser un poco más listo y vivo que los demás. Hemos perdido también el concepto de inteligencia.
Inteligencia fue –para quienes tanto esfuerzo dedicaron a estos temas– discernimiento, capacidad de separar lo útil de lo inútil, lo correcto de lo incorrecto. La capacidad de reconocer lo válido, de poder descubrirlo entre un montón de cosas inválidas. Discernir, separar, seleccionar y, sobre todo, la terrible capacidad de elegir una vez que se ha discernido. Esto es inteligencia; también estamos carentes de ella, puesto que podemos discernir muy poco. Y aun cuando nuestro discernimiento nos dicta qué es lo que debemos separar, carecemos de la capacidad de elección por completo. Nos hemos asustado de esta capacidad de elegir, y nos da miedo decidirnos por una cosa y no por otra.
Es así como mente con posibilidades hay muchísimas, pero mente en acción, poca.
También en relación con la mente se suele manejar otro concepto –no muy claro siempre–, que es el de la conciencia. A tal punto, que hablamos de conciencia como si fuese algo estrictamente mental. La conciencia es la capacidad mental de ver y entender las cosas. Tampoco se entendía esto así en la antigüedad. La conciencia era un foco, una luz, una capacidad profunda, que provenía tal vez de los planos superiores, y que tenía la posibilidad de introducirse hacia abajo aclarando la oscuridad de la materia, aclarando la ignorancia.
Imaginémosla como un foco poderoso que a veces ilumina la mente, otras ilumina los sentimientos, a veces ilumina nuestra propia existencia y otras la forma en que nos duele una parte de nuestro cuerpo. La conciencia no es estrictamente mental, sino que es móvil; depende de donde la pongamos nosotros mismos.
Así nuestra conciencia es como una luz que nosotros colocamos donde podemos. Si pudiésemos situarla mucho tiempo en nuestra mente, es probable que pensásemos y nos desenvolviésemos mucho mejor.
La psicología tradicional habla precisamente de la mente y de los planos de conciencia, haciéndonos la típica subdivisión: la del inconsciente, la del subconsciente y la de la conciencia plena. Se nos habla de un inconsciente, algo que está allá, en el fondo. Y vamos a tratar de relacionar esta teoría freudiana, con lo que han dicho tantísimos filósofos a lo largo del tiempo. ¿Qué es ese inconsciente oscuro que está en el fondo? Pues es el conjunto de una gran cantidad de experiencias recopiladas por el hombre como mineral, como vegetal, como animal y como hombre mismo, y acumuladas bajo la forma de fuerzas instintivas e innatas.
Todo eso está en la parte oscura y profunda, en la parte de las experiencias olvidadas, pero que sin embargo pujan constantemente por salir y por expresarse. Quieren salir, pero no pueden hacerlo. Nuestro inconsciente es oscuro, ilógico, primitivo, extraño. Para él, el tiempo no existe, ni las contradicciones tienen ningún valor. Puede aceptar lo blanco y lo negro al mismo tiempo y con absoluta tranquilidad. No conoce términos medios: o ama u odia. No razona, no es lógico.
Saliendo de esta oscuridad inconsciente, pasamos a un término medio: el subconsciente. Aquí no hay tanta oscuridad, pero todavía no hay luz. Aquí tenemos acumuladas cosas, que si bien no están presentes de manera inmediata en nuestra mente, podrían acudir en cuanto nosotros las llamásemos. A través de la memoria, recuperamos inmediatamente aquellas cuestiones que nos interesan.
Y por fin dimos el gran salto. Entramos a la conciencia, a la claridad total, al estar presentes, activos. Cuando hacemos el recuento, llegamos a la conclusión de que es mucho más lo que tenemos de inconsciencia, de oscuro, de profundo y de guardado, que lo que tenemos de consciente.
¿Cuántas horas al día estamos conscientes? ¿Cuántas veces cuando nos encontramos a nosotros mismos, cuando pensamos sobre nosotros mismos, nos encontramos despiertos y activos? ¿Cuántas no estamos sumergidos en nuestras propias sombras, oscuridades y recuerdos? ¿Cuántas veces la conciencia decae? ¿Cuántas no hemos reconocido la limitación de nuestra propia conciencia? ¿Cuántas cosas caben en la conciencia al mismo tiempo? ¿Cuánto dura la conciencia activa? Poco. Si no durmiésemos, incluso nos volveríamos locos, totalmente locos, porque somos incapaces de estar siempre presentes.
Y esto es lo que nos ha planteado la psicología en relación con la conciencia. Y es lo que planteamos hoy en relación con la mente, para demostrar desde otro punto de vista más actual, que tampoco dominamos la mente por completo. Esta es como ese ejemplo de Freud: un gran iceberg del cual 7/8 partes están hundidas, y solo una octava parte sale al exterior. Es menos lo que dominamos que lo que desconocemos.
Hablemos un poco de la mente y la memoria, pues siempre se las ha relacionado. Pero la memoria es un arma de doble filo, porque se nos dice que es la capacidad de recordar, de reproducir cosas que hemos vivido y experimentado. Y sin embargo, ante el inquieto hombre de finales del siglo XX, aparecen fenómenos de memoria que no siempre se pueden catalogar y registrar tan claramente como lo pretenden nuestros libros de psicología.
Así, casi sin querer, tenemos que volver a usar las viejas palabras, las viejas ideas y conceptos, que nos decían ya hace mucho tiempo, que la memoria es mucho más amplia de lo que creemos.
Platón en sus obras nos hablaba no solo de la memoria, de la máquina de recordar y traer cosas, una vez más al presente, sino también de la reminiscencia, de esa memoria del alma dificilísima de explicar, que sin embargo nos trae la nostalgia, la añoranza, el recuerdo vago e impreciso de algo que hemos vivido, y no sabemos cuándo sucedió, no sabemos siquiera si sucedió, pero que sentimos nuestro.
Esa memoria del alma quién sabe en qué plano transcurre, pero se refleja de pronto sobre nuestra mente y es más lo que nos daña que lo que nos satisface, porque nada podemos contestar acerca de ello. ¿Cuántas veces recorriendo un camino que veíamos por primera vez con nuestros ojos físicos, hemos sentido de pronto algo íntimo, un reconocimiento extraño, algo que forma parte de nuestro ser? ¿Cuántas veces no hemos conocido una persona y a los pocos minutos de hablar con ella, hemos sentido como si toda la vida hubiésemos estado a su lado como si esa persona no tuviese para nosotros ningún secreto, ningún recoveco?
Esto es lo que Platón llama reminiscencias, los recuerdos indefinidos, aquellos que quién sabe de dónde recogemos pero que se suceden en nuestra mente.
Y una vez más, hablando ahora de la memoria y de la mente, es menos lo que podemos conocer de ella que lo que desconocemos. Son mucho más grandes, inmensas, infinitas y desconocidas nuestras reminiscencias que nuestros recuerdos.
También se nos habla de la mente y de la capacidad de soñar estos sueños que tenemos por la noche cuando dormimos, y se nos dice que es la mente que desvaría. ¿Es que la mente que desvaría tiene alguien que la controle mientras estamos despiertos? ¿Será tal vez esta conciencia, este foco luminoso que mencionábamos el control que le falta a la mente cuando dormimos y por esto desvaría? Y si falta la conciencia, ¿a dónde va esta conciencia cuando dormimos? ¿Dónde transcurren todas estas cosas que vemos? ¿Por qué seguimos sintiendo como cuando estamos despiertos? ¿Por qué lloramos y por qué reímos en aquellos otros planos que ya no podemos dominar? ¿Qué sabemos de esos sueños? Bien poca cosa.
Viejos autores nos han hablado de otro aspecto de la mente: la mente y el más allá, la mente y los planos que vivimos después de la vida. Para quienes aceptan que la vida es una corriente perpetua que no termina con la muerte del cuerpo, la mente es algo que perdura cuando el cuerpo se agota. La capacidad del pensamiento continúa más allá de la destrucción física y entonces se nos habla de distintos cielos, distintos estados mentales que no hacen más que revelar los distintos puntos de evolución que cada hombre lleva dentro de sí.
Cada cual tendría su cielo. Cada cual tendría su tope mental, su capacidad específica de comprender esta vida y la otra que solemos llamar “más allá”, porque todavía no hemos podido adentrarnos en nuestra propia experiencia; y porque todavía no se ha convertido en un “más acá” con respecto a nuestras experiencias.
Refiriéndonos a la mente, no podemos dejar de traer a colación las relaciones que siempre se han hecho respecto a la mente y los cuatro elementos, en conexión a su vez con los cuatro primeros planos de evolución. La Tierra lo está con el mundo físico; el Agua con el mundo de la vitalidad; el Aire con el mundo de las emociones y el Fuego con el mundo de la mente.
Así, estamos ante una nueva relación simbólica mente-fueqo, una mente ígnea, una mente que acapara todos los símbolos que permiten distinguir al Fuego. Una mente que se caracteriza por el cuarto elemento: el Fuego; una mente que ha sido localizada por muchos autores como perteneciente a una cuarta dimensión.
Tres dimensiones para los tres reinos conocidos: minerales, vegetales y animales; una cuarta dimensión para esta mente que abre el nuevo panorama: el Ser Humano. ¿Y qué es esta cuarta dimensión? ¿Qué es este fuego? Es una manera de expresar una vez más lo que no sabemos. En esta cuarta dimensión hay muchas cosas: ideas, recuerdos, imágenes, etc., que no se pueden medir con un ancho, un largo y un alto. Cosas que escapan a la tridimensionalidad y entran en esta cuarta dimensión de la mente, en este cuarto mundo, en esta cuarta expresión como es el fuego. ¿Quién puede poner límite a una llama de fuego? ¿Cómo se mueve una llama de fuego? ¿Cuán grande es la agilidad del fuego? ¿No hemos visto nunca como el fuego come todas las cosas, y acaba con las maderas, los papeles y lo que ponemos a su alcance? Así es la mente: ágil, inquieta, movediza; no reconoce fronteras, no tiene límites, el tiempo le importa poco. Ninguna traba física retiene el pensamiento, pues este se lanza como el fuego.
Y estamos una vez más ante el misterio de esa cuarta dimensión a la que detienen muy pocas cosas, o por lo menos muchas menos de las que frenan nuestro cuerpo físico. Estamos ante una dimensión invisible. Todos hablamos de la mente. Todos sabemos que la tenemos, pero no la vemos. Estamos ante la típica paradoja que ha intentado plantearnos este siglo XX en sus comienzos: no lo veo, no creo en ello; si no entra a través de mis sentidos es que no existe.
Sin embargo, aquello que en nosotros piensa “si no lo veo no lo creo” está pensando y no lo vemos, pero existe. Es una realidad invisible que nos pone frente a la necesidad imperativa de descubrir si tal vez somos mucho más que esta presencia física, a través de la cual nos manifestamos. De ahí que la mente tenga tanta importancia en relación con el Hombre. De ahí que la mente con la que vivimos a diario sea un testigo mudo que nos exige todos los días detenernos, meditar una vez más sobre aquello que somos. De ahí que repasemos con temeroso respeto aquellas viejas palabras que nos recuerdan que el Universo es Mental y que quien sabe si este mundo invisible que no vemos sea más poderoso que el que vemos…
Cuando recordamos aquello de que el Universo es Mental, pensamos por primera vez si esas fuerzas invisibles no son las que han logrado plasmar estas que vemos. Si quien sabe si nuestro cuerpo no es el resultado de una idea –y no al revés como se nos ha acostumbrado a pensar.
Hoy creemos que porque tenemos un cerebro físico podemos pensar. No siempre se creyó esto así, hubo otras épocas, en que la idea era exactamente lo contrario: porque tenemos ideas, tenemos un cuerpo; porque hay una mente hay una presencia; porque existe un espíritu, existe materia. De lo contrario no se darían las cosas como se dan.
¿Cómo nos encontramos mentalmente en el momento actual? Ocurre que, al igual que los niños, manejamos encantados este juguete mental que es, tal vez, el que menos sabemos y podemos manejar. Pero estamos con él todo el día; todo el día intentamos pensar hasta que llega un momento en que nos planteamos con honestidad si es que en realidad pensamos o es que “somos pensados”.
Yo creo que el niño cuando jueqa no advierte todas las triquiñuelas que se imbricaron en sus juguetes para entretenerle, y es llevado a jugar de la forma en que el fabricante del juguete quiso. Nosotros, jugamos con la mente pero no “pensamos”; generalmente “somos pensados”. Hay una gran cantidad de ideas preformadas, lanzadas, sostenidas; relacionadas con la moda y que “nos piensan”. Así, dejamos que estas ideas entren dentro de nosotros y jugamos como el niño de nuestro ejemplo. Eso sí, tenemos la pretensión de ser originales y de que nuestras ideas son las únicas, que se han usado por primera vez de esta forma y que nunca nadie ha pensado como lo hacemos nosotros ahora. ¡Vana pretensión! Esto revela simplemente que hemos leído muy poco de historia y que se nos ha ocurrido muy pocas veces volver atrás las páginas que vivieron aquellos que nos precedieron.
De originales tenemos bien poco; a veces usamos palabras diferentes, pero las ideas son las mismas. A veces creemos que estamos descubriendo un mundo diferente, pero estamos en el de siempre, intentando vivir y crecer en él. Y ese es nuestro panorama.
Un panorama que nos permite darnos cuenta de que, sin querer, absorbemos gran cantidad de formas mentales. Vivimos “formas mentales”. Estas formas que “nos piensan”, que nos dominan, son como nubes que están por encima de nosotros, que nos obligan a movernos en determinada forma aunque no nos demos cuenta.
Y nosotros sin querer, cuando cedemos a estas formas mentales y entramos dentro de su corriente, las agrandamos, las tornamos mucho mayores. Las potenciamos enormemente porque todos ahora pensamos de la misma forma.
Hoy todo el mundo está dentro de la idea y el temor mental, de lo que puede sucederle a nuestra civilización. ¿Se acerca el Fin del Mundo? ¿Habrá una Tercera Guerra Mundial? Todos pensamos sin querer en esto y agrandamos la forma mental de la catástrofe. Todos accedemos a una ola de violencia y desastre, y agrandamos la forma mental de la misma.
Deberíamos aprender a no ser pensados, a manejar nuestro instrumento mental, a reconocerlo interiormente y a poder fabricar con igual fuerza y con igual energía formas mentales diferentes, positivas, superiores, mucho más limpias. Barrer las nubes de un cielo que se nos torna oscuro y negro por momentos, y tornarnos más luminosos y claros. Pero ¡apenas si podemos trabajar con nuestra mente!
Nuestra mente está enferma. Y retorno nuevamente a lo que decía Platón: “Dos grandes enfermedades aquejan a la mente: la ignorancia y a través de ésta la locura, la pérdida de la razón”. Y, ¡cuán actuales, nuevas y frescas nos parecen estas definiciones!
Ignorancia, efectivamente, nuestro mal más grande. El creer que sabemos, pero no sabemos. El creer que podemos dominar cualquier tema, pero tan solo lo hacemos superficialmente.
Una ignorancia que nos lleva a la duda; pero no una duda con sistema, no una duda filosófica, positiva, que nos conduzca a superarla y a conocerla. A una duda constante, al estar constantemente indeciso. A no saber nunca qué hacer, a no saber nunca por qué decidirse. A un estado físico perpetuo que va minando al hombre poco a poco, hasta quitarle absolutamente su deseo de estar vivo.
Esa es nuestra situación. Nuestra gran enfermedad es que somos ignorantes y caemos en la duda, en la crítica, perdiendo toda capacidad racional para curarnos a nosotros mismos.
La razón ha muerto; si estuviese viva estaríamos conscientes, despiertos, puesto que la razón y la lógica son características propias del hombre despierto. Pero nosotros vamos cayendo poco a poco en la inconsciencia, en la oscuridad, en lo atávico y en lo instintivo. ¡Cómo no habría de morir la razón en estas condiciones! Nuestra mente está un poco enferma, un poco dolida, debilitada y limitada.
Se nos ha enseñado a creer que pensar es la cúspide de la evolución. Que más allá de la mente no hay nada y que es lo más alto a lo que podemos aspirar. Y sin embargo, no es así. Si esto fuese verdad, la mente tendría que haber resuelto –como cúspide de la evolución– todos nuestros problemas. ¡Y cuántos problemas no comienzan, justamente en la mente!
Ella no es cúspide, sino el comienzo. No es el final de la evolución; es un punto de la misma, un punto medio, y como tal tendríamos que aceptarla.
Tendríamos que dedicarnos a potenciar todas aquellas fuerzas y posibilidades de la mente que desconocemos en absoluto. O que si conocemos, no sabemos cómo poner en práctica.
Muchas veces hemos abogado por una educación que nos enseña a pensar. ¿Quién educa la mente? Juntar y almacenar datos como si fuésemos un granero no es educar la mente. Repetir de memoria aquello que dijimos un día para obtener una buena nota no es educar la mente. Repetir como un loro las ideas que están de moda que aparecen en todas las revistas y periódicos corriendo en boca de los personajes más destacados, no es educar la mente.
La mente sigue perfectamente ineducada e indócil; sigue corriendo por los caminos que ella buenamente puede surcar, pero no está educada.
Deberíamos despertar todas las fuerzas que ella posee en relación con las ideas, con la inteligencia verdadera, con la posibilidad de aclarar las cosas mediante una dialéctica luminosa.
Deberíamos despertar poco a poco esas posibilidades que hemos señalado con respecto a la memoria, a nuestros sueños, a las posibilidades que nos esperan más allá de la vida.
Todo esto habría que abrirlo poco a poco, transcendiendo este estado intermedio que señalamos en un comienzo; superar este estado de equilibrio precario, para poder llegar finalmente a las grandes ideas universales y cósmicas. Para poder despegarnos de este egoísmo monstruoso que nos ata al pequeño yo y a las pequeñas necesidades, a lo que nos duele, a nuestra pequeñez de todos los días.
Honestamente daremos los pocos pasos que están señalados; pero honestamente no resolveremos la Gran Incógnita “HOMBRE”.
Nosotros creemos que para resolver ese misterio del ser humano, para resolver esa extraña Chispa de Vida que habita en cada uno de nosotros, tenemos que abrir las fronteras de la mente, pues nuestro plano mental está actualmente muy limitado por nosotros mismos.
Creemos que la mente es un puente entre una orilla y otra; por un lado, tenemos un mundo de materia que aprendimos a conocer y en el cual más o menos nos desenvolvemos. Del otro lado, tenemos el infinito y desconocido mundo de las posibilidades espirituales.
La mente, lejos de ser menospreciada, es un plano que desde el punto de vista filosófico y metafísico nos permite llegar hacia Aquello, hacia lo Absoluto, que llamamos Dios. No es Dios, pero nos va a permitir llegar hasta Él.
Si sabemos usar el puente, si sabemos cruzar a través de él, podremos llegar a Dios.
La mente y sus ideas plasmándose en acciones, nos van a tornar verdaderamente Hombres en el sentido cabal de la palabra.
Las acciones no serán todas acertadas; algunas nos harán sufrir y otras llorar, pero recabaremos experiencia. Y esta traerá nuevas ideas que nos permitirán nuevas acciones.
En esta Rueda de Ideas purificada por experiencia y acción, en esta Rueda de Ideas llevadas a la práctica, caminaremos por el puente mental de la Evolución.
Así es posible que, efectivamente, lleguemos a descubrir ese misterio que nos espera en la Raíz de todas las cosas.
Acude a mi mente una vieja tradición griega, que dice que los hombres en sus comienzos vivían temerosos, acurrucados, débiles e indefensos, sollozando sobre la faz de la tierra, porque no podían pensar ni entender. Y se cuenta que entonces el más piadoso entre los semidioses, el Super-Hombre por excelencia que se dejó llevar por la compasión –Prometeo le llamaban los griegos–, robó el Fuego del Altar de los Dioses, lo trajo a la tierra, tocando con esa Chispa Mágica a los hombres doloridos y aterrados.
Entonces se produjo el milagro: esa Chispa Mágica se convirtió en pensamiento para los hombres. Se convirtió en la capacidad de ver, de entender, de razonar.
Se convirtió, por fin, en la verdadera clarividencia humana.
¿Mitología simplemente? ¿Poesía de los griegos? Nosotros creemos que no. Creemos que de una forma u otra, no sabemos exactamente cómo, alguien, llevado de infinita piedad, puso en nosotros esta capacidad de pensamiento; despertó en nosotros este plano con tantas posibilidades de realización.
Nosotros niños en la vida, hombres que jugamos con la mente, hemos ido apagando y llenando de humo esa pequeña Chispa en nuestro interior. El secreto de la mente está en que somos nosotros también somos los hombres, aquellos que nos distinguimos por nuestra capacidad de pensar, los que tenemos la obligación, los que tenemos la fuerza del destino, como para levantar una vez más esa Chispa, ese Fuego, esa cuarta dimensión, ese trozo de Dios que late en cada uno de nosotros.
Ese puente, que hay que empezar a cruzar ¡ahora!, ¡ya mismo!
Créditos de las imágenes: Zulmaury Saavedra
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