Psicología

Culto a la personalidad

Delia Steinberg Guzmán: Como solemos hacer de tanto en tanto, en lugar de presentar una conferencia como las habituales, a veces yo me dedico conscientemente a recoger preguntas entre nuestro público, nuestros amigos, nuestros discípulos, y algunas de estas conferencias que se presentan son un buen pretexto para poder unificar todas aquellas preguntas. Yo me hago cargo del papel de entrevistadora y al profesor Livraga lo colocamos en el papel del entrevistado. Así, esta es la tónica que daremos a la charla de esta noche. Todas estas preguntas y respuestas girarán alrededor de un tema muy de actualidad, que creo que nos interesa a todos: el culto a la personalidad.

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Profesor, hablamos del culto a la personalidad, y tal vez lo primero que nos interesa saber es qué es la personalidad. ¿Podría usted explicarnos, desde el punto de vista psicológico, qué es lo que consideran algunas escuelas acerca de la personalidad, relacionándola con el carácter, con el temperamento, etc.? Es decir, ¿cómo se define la personalidad, psicológicamente hablando?

Jorge Ángel Livraga: Uno de los problemas de nuestra civilización es que las distintas ramas de la cultura tienen diferente etapa de desarrollo y diferente tiempo evolutivo. Así, por ejemplo, mientras que la mecánica o la química tienen miles de años, la psicología propiamente dicha apenas si abarca algo más de unos siglos. Es una ciencia nueva que está evolucionando. Hay diferentes escuelas y hay muchos autores que, generalmente, se rebaten entre sí. Desde el punto de vista de la psicología científica se trabaja con hipótesis, utilizándolas para tratar de entender al hombre en sus diferentes reacciones.

Claro está que, al ser la psicología una ciencia nueva, al haber nacido en el siglo XIX, está impregnada de un materialismo mecanicista que le hace partir siempre desde el cuerpo material. Nosotros mismos hoy, a pesar de nuestros conocimientos, intuiciones o creencias, decimos: «Yo tengo un alma»; nunca se nos ocurre decir: «Mi alma tiene un cuerpo», a pesar de que creamos en un alma inmortal. Esto ocurre porque nos hemos identificado con nuestro cuerpo físico, lo cual ha provocado que todas las teorías se inicien a partir del cuerpo físico y de la transmisión del mismo.

D.S.G.: ¿Podríamos deducir de esto que psicológicamente la personalidad es un elemento que, si bien es psíquico, se apoya sobre la materia, se apoya en alguna medida sobre el cuerpo, sobre las reacciones biológicas? ¿Usted lo interpretaría de esta manera?

J.A.L.: No, yo no. La psicología actual interpreta, por lo general, que todos los fenómenos de tipo psicológico, y aun de tipo mental o de tipo espiritual, si es que es aceptado, se basan exclusivamente en la parte física; es decir, en reacciones termo-químicas o electromagnéticas, que se traducirían como una serie de vivencias o de imágenes, como una serie de elementos no captables, reproducidos por cosas completamente captables.

En eso es donde han fallado las grandes doctrinas racistas. Hemos asistido en este último siglo al florecimiento de las doctrinas racistas que no han funcionado, aunque científicamente tenían lógica. Porque si aplicamos los principios racistas, por ejemplo a los caballos, lograremos un tipo de caballo de carreras magnífico, que no solamente va a tener un físico determinado, sino también una psicología especial, y una serie de reflejos que le van a hacer apto para ser caballo de carreras y no otra cosa.

Sin embargo, cuando esos principios, basados en la parte física, en la parte genética, se aplican al hombre, no resultan. En los hombres existe algún otro elemento que está más allá de lo simplemente físico. Así, el hijo de un pescador no ha de ser pescador exclusivamente, puede ser músico; el hijo de un músico puede ser pescador; el hijo de un militar puede ser cura, etc… No es exactamente la parte física lo que nos determina, hay algo más.

D.S.G.: Ya que nos ha explicado un poco el enfoque de las teorías psicológicas, ¿podría ahora definirnos filosóficamente qué se puede entender por personalidad?

J.A.L.: Filosóficamente, y según las antiguas tradiciones, la personalidad no sería la parte superior del individuo, sino que sería, por el contrario, la parte inferior. Es decir, que no sería un excelso producto de la parte física, sino que sería la misma parte física. La palabra personalidad viene de persona, palabra latina que significa «máscara». En los antiguos teatros griegos y latinos, los actores, que eran todos hombres –no trabajaban mujeres, por lo general–, para poder hacer las voces de mujeres y las de dioses usaban unas máscaras con una especie de bocinas que deformaban la voz, o la aflautaban cuando tenían que hacer voces de mujeres.

De ahí, entonces, la filosofía extrae esa imagen para personalidad. Para la filosofía tradicional personalidad es la parte más exterior del individuo, es la caja de resonancia, es la madera del violín o del piano, es la parte biológica, la parte psicológica y aun la mental, pero la parte mental concreta, la parte mental terrestre, que sería una suerte de envoltura, de impronta aquí en este mundo, de algo que está más allá, que sería el individuo.

Individuo, como la palabra indica, significa «el que no puede ser dividido». Sería el a-tomos espiritual, el verdadero átomo, no lo que ha sido ahora fisionado, sino el a-tomos griego, lo que no tiene partes: a, «privativo»; tomos, «parte». Entonces, lo que no tiene partes –el individuo– es aquello que no se puede dividir, que no puede morir, que es inmortal, que está más allá de todas las cosas, y que se reflejaría en la personalidad, en la máscara que nos ha tocado a cada cual para poder actuar en este mundo.

D.S.G.: Si usted concibe la personalidad como una máscara, casi como un espejo, puesto que nos acaba de decir que es una máscara que refleja al hombre interior, ¿cómo podría explicarnos ese juego que tiene la personalidad, ese juego que tiene la máscara de la personalidad, ese juego que tiene el espejo? Porque ese espejo de la personalidad no siempre refleja al hombre interior, sino que nosotros asistimos ahora al fenómeno contrario: refleja generalmente al mundo. ¿Qué considera usted que debería reflejar verdaderamente la personalidad?

J.A.L.: A todos nos ha llamado alguna vez la atención, sobre todo cuando éramos niños, ver el reflejo de la luna en el agua de un lago. Nos parecía movediza, se escapaba, se fraccionaba; luego se reencontraban los brillos y otra vez se formaba la imagen de la luna. A veces, encendíamos una cerilla para ver cómo se reflejaba también en el agua, pareciendo que se reflejaban varias cerillas, y luego se juntaban, o desaparecían…

La movilidad de la personalidad no está en función de la movilidad del individuo, sino que está en función de la movilidad de la propia personalidad, y esta forma parte, de alguna manera –dado nuestro estado actual, nuestra educación y los medios de comunicación– de una gran personalidad colectiva que nos está presionando, que nos está llevando hacia determinadas cosas.

En algunas conferencias anteriores os he hablado sobre la fuerza que tiene la persuasión, la propaganda, la publicidad, etc… La publicidad nos hace comprar un determinado producto, nos hace vestir de determinada manera, nos hace llevar un tipo de vida determinado. Todas estas son las presiones externas que nos van condicionando y robotizando, de tal manera que nos vamos pareciendo los unos a los otros a fuerza de tener siempre los mismos estímulos colectivos sobre nosotros.

Es obvio, profesora Guzmán, que lo óptimo sería que se reflejase la individualidad, pero una individualidad no egoísta, sino una individualidad que pueda trabajar con otras individualidades; que sea realmente individual, y no algo que está moviéndose constantemente como si fuese el agua, y que reacciona ante los estímulos exteriores, estímulos que no le son propios.

Está claro que ese conjunto de personalidades que conforman un pueblo es, obviamente, pasto para tiranos, porque cualquier idea, cualquier imagen, cualquier eslogan lo penetra y todo el mundo lo repite.

Necesitamos, entonces, ir más interiormente, tratar de captar aquello que está en cada uno de nosotros y que es realmente auténtico; que no nos entra simplemente por los ojos o por los oídos, sino que nos entra por unos conductos más sutiles que algunos llaman los conductos del alma.

D.S.G.: ¿Considera usted a la personalidad como innata? Es decir, esa máscara, esa potencialidad de reflejar ¿viene con el hombre o la considera usted fruto del medio ambiente, de la educación, etc.?

J.A.L.: Como con todas las cosas, desde el punto de vista filosófico no podemos hablar de valores absolutos, sino de valores relativos. Todos nacemos con una personalidad diferente que está condicionada no solo por nuestros valores espirituales, sino también por los valores psicofísicos, que yo no los niego; simplemente pienso que no son la única cosa. No niego que haya factores incluso étnicos o raciales que puedan tener influencia en el hombre.

Un chino, por lo general, piensa muy diferente de como pueda pensar un sueco o un africano. Pero eso no es la totalidad, sino que el hombre tiene algo espiritual interior que le hace estar por encima de sus factores psicológicos.

Así pues, el hombre nace condicionado por una personalidad, que sería la relación entre su propio ser y el mundo circundante. Luego, están los problemas de la educación, los económicos, los sociales, etc. Todo eso también va a influenciar a esa persona, y la va a conformar.

Si todos los hombres fuésemos iguales, con la misma educación, ¿seríamos iguales toda la vida? No, no somos iguales. En una misma familia nacen a veces varios hermanos de los mismos padres. Tienen prácticamente la misma educación, los mismos medios económicos, tienen muchas cosas iguales y, sin embargo, cuando tienen veinte, treinta o cuarenta años son completamente diferentes. Tanto es así que a veces ni nos parecen hermanos, no se parecen en nada.

No podemos trabajar, insisto, con valores absolutos. Cierto es que la educación tiene importancia, así como el ámbito familiar en el cual nos formamos, la parte económica que nos favorece o desfavorece y el ámbito psicológico en el cual nos movemos. Pero todo eso no alcanza a modificar de manera total la personalidad, puesto que hay un elemento espiritual, individual, que está por encima de todas las cosas.

Las teorías que se sustentaban en el siglo XVIII y al principio del XIX sobre el sentido que la educación podía dar al hombre, o sea, que una nueva educación podía hacer a un hombre completamente nuevo, no es real. Puede ayudar, puede obviamente facilitar, pero no puede crear.

Algunos gobernantes han intentado, incluso, hacer escuelas de poetas. Yo he tenido oportunidad, cuando era joven, de poder ver de cerca una de esas escuelas de poetas. Era muy gracioso, porque se inscribía todo el que quería ser poeta y les preguntaban: «¿Rosa rima con…?». Claro, el que era poeta decía mariposa, y el que no lo era decía babosa; y le hacían recitar un poema, o le daban un ejemplo. Pero el que no tenía dentro la poesía seguía con lo mismo y rimaba panel con verde, porque como no tenía el sentido de la poesía no lo podía captar, le era exactamente igual.

Quiero decir con esto que, aunque nos dieran a todos una educación poética, tan solo los que potencialmente son poetas podrían llegar a serlo; y aunque a todos nos dieran una educación musical, tan solo los que potencialmente fuesen músicos podrían llegar a tocar algún instrumento. Casualmente, comentaba con la profesora Guzmán en una sobremesa que mis pobres padres se pasaron un año enseñándome a tocar el violín cuando yo era pequeño, y en todo ese año lo único que aprendí es a coger el violín, nada más, porque sacar un sonido… ¡bueno, por el amor de Dios! O sea, para mí es una frustración; incluso, cuando tenía que tocar el piano me fijaba dónde estaba la cerradura del piano para encontrar el do central. En ese sentido, a pesar de que me dieron educación musical, –francamente, me encanta la música, en mi despacho está siempre sonando Wagner, Beethoven, Bach– soy un cero a la izquierda para todo lo que sea música. En cambio, si me dais un lápiz o un pincel, aunque jamás he aprendido pintura, puedo hacer un trazo que más o menos se entiende. Obviamente, está lo que nos dan, pero también está lo que llevamos dentro; y eso no hay que olvidarlo, sobre todo en estos tiempos, insisto, de robotización y de mecanicismo.

D.S.G.: No nos queda más remedio que entrar en el tema en sí, y la pregunta viene sola: ¿qué es eso de culto a la personalidad? Hoy todos hablamos de ello, todos nos referimos al tema como si lo conociésemos decididamente, pero yo que hago la pregunta confieso ser la primera ignorante. ¿Qué es, pues, el culto a la personalidad?

J.A.L.: Creo que todos somos ignorantes sobre lo que es el culto a la personalidad, porque salvo el culto a la propia personalidad, a otra personalidad generalmente no rendimos culto.

El verdadero peligro no está en hacer culto a las grandes personalidades que movieron la Historia, sino en hacer culto a la propia personalidad. Decir, por ejemplo: «Bueno, yo no sirvo para tal cosa, pero no importa, sirvo para tal otra», o sea, justificarse de ninguna manera es tratar de elevarse por encima de donde estamos, sino justificarse continuamente. Decir: «Yo no entiendo nada de lo que se me habla, pero tengo buenos sentimientos», o «Yo no sirvo para hacer tal cosa pero soy alto y puedo llegar con la mano a tocar la pared a tal altura», o el que lleva gafas y dice: «Bueno, pero me da un aire intelectual». No le da un aire intelectual, lo que le da es la visión que le falta, nada más. Ese es el culto a la propia personalidad. Ese sería el peligro.

El peligro no está en hacer culto a las grandes personalidades de la Historia, porque si no se les hubiese hecho culto –si por personalidad entendemos lo que se ve de la persona, aquello con lo que podemos entrar en contacto– no le habrían seguido los espartanos a Leónidas ni hubiese existido la Batalla de las Termópilas; no habría existido un Imperio romano que hubiese seguido a sus líderes, a Octavio, a Julio César; ni hubiesen existido los mártires del cristianismo, que tuvieron ejemplos de sus mayores sobre lo que tenían que hacer.

El culto a las grandes personalidades es necesario; lo malo está en el culto a la propia personalidad; eso es egoísmo y mezquindad. Nosotros hoy, con nuestro orgullo hemos reemplazado esos viejos valores, esos viejos sentimientos tan caros, tan profundos, aquellos que hacían que un caballero tuviese el honor de hacer determinadas cosas que le ennoblecieran.

Esos viejos caballeros andantes que tenían una Dulcinea, que tal vez no conocían nunca pero que les impulsaba a cruzar los caminos. Aquellos guerreros que morían con el nombre de su rey en la boca. Hoy no, hoy nos hemos quedado sin todo eso; tenemos muy poquito. Ya casi no podemos mostrar en nuestras casas lo que fue de nuestros abuelos, de nuestros padres. Ya casi no nos enorgullecemos de los héroes que vivieron antes que nosotros, ni repetimos las palabras tan maravillosas que nos dejaron los sabios, como esta pequeña frase escrita aquí arriba, sobre la pared, que dice: CONÓCETE A TI MISMO. Esto lo leyó Sócrates en el frontispicio de un templo hace veinticinco siglos, y sin embargo todavía hoy nos sirve.

Desde un punto de vista filosófico, tenemos que tratar de superar la propia personalidad, pero tratar de guiarnos por las grandes personalidades que han dejado huella en este mundo; que han cambiado realmente la historia de la Humanidad, ya sea a través de la poesía, de la música, de la escultura, de la política, etc., aquellos que de alguna forma nos dieron el mundo que hoy tenemos, con todos sus errores, pero también con todos sus aciertos y con todas sus bellezas.

D.S.G.: Como usted dice, es importante rendir culto a las grandes personalidades, tomarlas como modelo y como ejemplo a seguir. ¿Cómo podría explicar esa tendencia de nuestro mundo actual a desmitificar las grandes personalidades, a achicarlas hasta el punto de que, como usted decía hace unos instantes, nos quedamos sin nada?, porque para poder admirarlas también necesitaríamos conocerlas y que se las realzase. En fin, hoy es todo lo contrario. ¿Cómo explica esta corriente de destrucción actual?

J.A.L.: Estamos viviendo un proceso de egoísmo. La sociedad se ha ido fraccionando cada vez más; ya no se mantiene ni siquiera la célula básica, la familia. Hoy incluso, no se concibe que haya una patria, sino que haya un lugar donde uno nació, por ejemplo; ni se concibe una familia, sino apenas la pareja primordial del padre y la madre y los hijos cuando son niños, porque después también se van.

Hay un proceso de pulverización y destrucción de todas las cosas, y en ese proceso, obviamente, no podemos captar esas grandes personalidades, y aparte, no las queremos captar tampoco. Las cosas como son… ¿Por qué? Por el miedo a la comparación… Porque yo soy un filósofo, pero el día en que pueda decir, así, nada más que en cuatro palabras, lo que dice ahí arriba[1], entonces seré mucho mejor de lo que soy. Mas si fuese también un robotizado mecánico diría que Sócrates simplemente ha copiado, y bla, bla, bla, que la filosofía es una fuente surgente de sabiduría en donde bla, bla, bla. Es nuestra propia pequeñez lo que nos hace achicar a esos grandes hombres, empequeñecerlos de alguna forma. Necesitamos hacerlo por nuestra propia pequeñez; porque no podemos concebir que si nosotros no lo podemos hacer, ellos lo hayan hecho. Así, nos vamos quedando cada vez con modelos más pobres, menos representativos de aquello que nosotros queremos creer y seguir.

D.S.G.: Este miedo a la comparación del cual usted nos habla es, tal vez, el que nos impide desarrollar la propia personalidad, porque hay una cosa que todo el mundo advierte y se pregunta: ¿qué podría hacer yo para desarrollar una personalidad más fuerte? ¿Podría usted decirnos si el miedo es una causa?, ¿si hay otras causas? ¿Podría indicarnos un buen camino, tal vez su camino filosófico para desarrollar una buena personalidad?

J.A.L.: Sí, el miedo es una causa. Hoy tenemos un poco de miedo a todo. Yo no me he podido liberar de mi romanticismo juvenil y, a pesar de los años, sigo soñando con aquel Quijote, sigo soñando con los viejos versos, sigo soñando con los viejos ejemplos, con aquel Cid que cabalgaba una vez que estaba muerto…

Creo que debemos superar el miedo. El miedo proviene del materialismo. Creemos que lo único que tenemos es la parte física, y estamos aferrados a lo físico; entonces, por miedo de perder lo físico –y cuando digo físico no solamente me refiero a la carne y los huesos, sino también a la ropa, el dinero, la posición social, económica, etc.– retrocedemos siempre. Es la política que se ve hoy en el mundo. La ONU, por ejemplo, condena enérgicamente cuando algún país ataca a otro, le invade y le mete cien mil hombres dentro. Obviamente, con esa condena enérgica no se hace absolutamente nada.

Si nosotros tenemos miedo, si estamos poseídos por el miedo, aferrados como estamos a nuestra parte física, no vamos a poder superar jamás nuestro estado. Para superarlo tenemos que llegar a una conciencia metafísica, a una conciencia que esté más allá de nuestro cuerpo físico, de nuestra ropa, de nuestro dinero, de nuestras conveniencias.

Tenemos que convertirnos en lo que realmente somos: hombres, formando parte de la Naturaleza. ¿Acaso tiene miedo el agua cuando corre entre las piedras, aunque sabe que va a morir en el mar? Sin embargo, gracias a la carrera suicida del agua tenemos cascadas, tenemos lagos, tenemos toda la belleza que nos da el campo. ¿Acaso teme la hoja cuando crece en primavera, pequeña y verde, intuyendo, sintiendo que vendrá el otoño con sus manos a pintarla de dorado, que caerá y se disolverá en el polvo? No, la Naturaleza no tiene miedo.

La Naturaleza sigue igual su curso porque sabe que nada termina, que todo vuelve a comenzar; que las aguas que caen suben otra vez, vaporizadas; que las hojas que se hacen polvo sirven para fecundar la tierra que hará crecer nuevos árboles. Hemos perdido el sentido de la vida y el conocimiento básico de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos…

Recobrando ese sentido metafísico, recobrando ese verdadero sentido humano, entonces venceremos el miedo y podremos hablar de nuestras ilusiones, de nuestros sueños, de lo que queremos que las cosas sean.

D.S.G.: ¿Podría darnos algún consejo práctico para desarrollar una personalidad, una máscara, un espejo, un escudo –como se le quiera llamar– acorde con el alma?

J.A.L.: Aplicar un método práctico para todos es muy difícil. Cada uno es diferente; puedo intentar dar un consejo para todos. Conviene, a veces, reflexionar un poco y darnos cuenta de que yo no soy mi mano. Claro que yo quiero mi mano, estoy apegado a ella. Si alguien me la quisiera dañar, verían cómo iba mi cuerpo detrás de la mano. Pero aunque me cortasen la mano yo seguiría viviendo, con una mano menos. Después de todo, el que escribió el Quijote era manco… Es necesario empezar a separarnos de las pequeñas cosas, a darles el justo valor. No separarnos a la manera pseudo-orientalista, de decir: «A mí el frío no me hace mal, el calor no me seca, el agua no me moja»; y luego, si uno llega a pisar a lo mejor una chincheta no puede evitar chillar.

No me refiero a eso; eso es una farsa absurda. Me refiero a algo real, empezar por darse cuenta de que las cosas pasan, que la ropa envejece, que todo lo material viene, pasa y se va. Que la Naturaleza, como diría Marco Aurelio, nos da cosas como en préstamo y luego se van de nuestra vida. Entender que los niños tienen que crecer y hacerse un día hombres y que ya no estarán más con los padres. Comprender que nuestros abuelos son viejos y han de morir. Comprender que todas las cosas pasan; con serenidad, con naturalidad, y tratar de aferrarse un poco más a la parte interior, a aquello que no pasa.

Si hacemos una especie de introspección, si vamos hacia atrás y hacia dentro, vamos a notar que hay algo, como un espectador silencioso, pero activo, como una chispa de fuego. Nos encontramos con aquello que no lo puede mover nadie, con aquello que no depende de las cosas externas. Ahora hay que resurgir otra vez desde dentro y encontrarnos con aquellos que podrían tener gran cantidad de esa chispa, de ese fuego. Se trata de poder salir de esta locura estúpida en la cual muchos estamos sumidos para poder llegar a una divina locura. Por ejemplo, Wagner pudo componer gracias a un rey loco que vivía en Baviera; era loco, sí, pero era loco “hacia arriba”. Nuestro problema es que cuando nos volvemos locos, lo hacemos hacia abajo. Tenemos que tratar de tener un sentido metafísico de la vida y ser capaces de confesar nuestras locuras, nuestras ansias, nuestros sueños, perder la máscara de vergüenza que muchas veces nos cubre y nos arruina.

Yo lo veo en las cátedras de oratoria que se imparten en todos los países donde está Nueva Acrópolis –que son bastantes, veintiocho países–. Obviamente hay quien nace para hacer oratoria y hay quien no, pero cuando se presenta un nuevo grupo, veinte, treinta personas, todos están como mudos, generalmente nadie es capaz de decir nada, y todos le dicen al profesor de oratoria –que de vez en cuando soy yo– que no pueden hablar. Entonces les pregunto: «¿Por qué no puedes hablar?». «Pues mire, no puedo hablar porque esto, y esto…», y ahí empezó a hablar. Por lo tanto hay que tratar de dar a la gente la oportunidad de ser lo que realmente es y tratar de inspirarnos en aquellos que hicieron las grandes cosas, no las pequeñas cosas. El mundo actual debe ser cambiado, no solamente remendado, sino cambiado en su totalidad, en una revolución profunda que lo cambie hasta sus mismas raíces.

Tendríamos, entonces, que variar el mundo. Nosotros aquí, en Acrópolis, comenzamos por cambiarnos a nosotros mismos, transmutarnos en la medida de nuestras fuerzas. Y a medida que vayamos cambiándonos, transmutándonos, vamos a transmutar, por reflejo, la sociedad que nos rodea, el mundo que está en contacto con nosotros.

Pero debemos tener la fuerza de levantar las banderas de la verdad, del bien, de la justicia; tenemos que creer en unos cuentos que sean más lindos que esos de que «aunque aumente la gasolina, lo demás no va a aumentar”. Personalmente, prefiero lo que creía cuando era niño, que había Reyes Magos que entraban por el ojo de la cerradura y me dejaban juguetes por la noche. Después de todo, era un cuento mejor que el de que no hay inflación. Así es que no creáis que el mundo actual nos ha llevado a la verdad. No, el mundo actual nos ha llevado únicamente a la fealdad, a la desconfianza, al temor.

Hemos perdido nuestros sueños, hemos perdido lo más sagrado que teníamos: la fe en nosotros mismos, la fe en Dios, la fe en nuestros mayores, en nuestras banderas, en nuestros símbolos. Tenemos que volver a reencontrarlo, tenemos que unirnos otra vez junto a un fuego y poder cantar las viejas y las nuevas canciones, todos juntos unidos de las manos, aunque pensemos diferente. Lo que une a un ser humano con otro no es que sean iguales, sino complementarios. Lo que necesitamos no es una sola idea, sino un solo ideal, un ideal de concordia, de confraternidad.

D.S.G.: Usted, hace muy pocos días, ha escrito un artículo titulándolo: “El síndrome del año 2000”. Creo que, quien más y quien menos, todos estamos un poco asustados y nos preguntamos qué nos deparará el futuro, no ya un futuro lejano, sino el futuro próximo. Se habla de la década de los ochenta, de las conjunciones de astros del próximo milenio. ¿Cree usted que una personalidad fuerte y sana puede sernos útil a la hora de afrontar este futuro incierto?

J.A.L.: Ante todo, querría deciros que esto del segundo milenio es un poco relativo. Cuando se cumplió el primer milenio –casi todos vosotros habréis estudiado Historia y lo sabréis– la gente oraba por las calles, entregaban todo lo que tenían porque se decía que al cumplirse el primer milenio se acabaría el mundo completamente. La vieja catedral de Roma –no la que existe ahora, la renacentista, sino la anterior– estaba llena de gente orando, se abrazaban, se besaban; los que vendían vino ya no lo vendían, lo regalaban; el que tenía pan lo regalaba. Era un estado como de santidad, en donde todo el mundo se arrodilló, y al escucharse las doce campanadas, se hizo un gran silencio. El propio papa no dijo nada, hasta que empezaron a mirarse unos a otros. ¡No había pasado nada! Y entonces se batieron todas las campanas de Roma y toda la gente empezó a bailar por la calle.

Señores, aparte de que tenemos una cronología bastante variada, no va a pasar nada en el año 2000 ni en el 3000 ni en el 4000: va a pasar lo que pasa siempre, problemas. Estamos entrando en una etapa astrológica un poco dura, y tenemos grandes problemas porque han fracasado muchos experimentos que hemos hecho. Hoy es el tiempo de la cosecha y vamos a cosechar lo que hemos sembrado.

Si en los tiempos de Diderot se sembraba materialismo y se promovía simplemente una ilustración meramente intelectual, en aquel entonces no repercutió, pero hoy sí repercute. Hace X cantidad de años se abandonaron las sanas costumbres y ciertas tradiciones que moderaban el crecimiento demográfico; entonces, no tuvieron importancia, pero hoy sí la tienen. Hoy ha cobrado también importancia la mala distribución de las riquezas, además de las pocas riquezas que hay para distribuir, que ese es otro elemento más que cabría analizar, pero en otra conferencia y no en esta.

Nos esperan años difíciles, sí, es cierto. Además, nos damos cuenta, no hace falta ser astrólogo ni adivino, ni tener la luz espiritual. Simplemente, recordad unos años atrás y os vais a dar cuenta de que todas las cosas están más difíciles, están más caras, que al que tiene coche le es muy difícil transitar, porque no tiene donde aparcarlo y viene la grúa y se lo lleva. Pero con eso no arreglamos nada, al contrario, nos quedamos sin el coche; en vez de hacer aparcamientos lo que han puesto son grúas.

Hay una serie de cambios que van deteriorando los elementos poco a poco. No hace falta ser un profeta para darse cuenta de eso. Y lo que pasa en España no ocurre solamente aquí. Lo digo porque viajo por esos veintiocho países donde tenemos Acrópolis y ocurre exactamente lo mismo. El deterioro es general, es en todas partes, en unas partes más y en otras menos, pero el deterioro es común.

Hoy hay más ladrones, más psicópatas, más gente indeseable; hoy el mundo se ha vuelto más peligroso, más duro; y como es una escalada, no hace falta conocer los astros, no hace falta ser Nostradamus, para darse cuenta de que los próximos años van a ser bastante duros. Habrá que sobrevivir en estos próximos años, habrá que defenderse del medio ambiente, superarlo. Entonces, considero que la formación de una nueva personalidad es imprescindible para eso.

Dentro del tiempo viejo hay que construir un tiempo nuevo, ese hombre nuevo que tantas veces mencionamos en Acrópolis. Construir un nuevo tiempo, un nuevo tipo de hombre, un nuevo tipo de mujer, no mediante cruces, sino mediante una concienciación desde nuestro propio ser metafísico. Intentar realizar lo que todos decimos que somos. Porque si nos preguntan, todos decimos que somos buenos, que somos honrados, etc. Pero ¿hasta dónde somos buenos y honrados?

Tenemos que recrear algo que sea real, natural, como es la hoja de un árbol, como es un vaso de agua, como es un rayo de Sol. El problema de la contaminación no es solamente físico, ¡no!; es un problema de contaminación espiritual, psicológica, mental. Lo que yo os decía de las películas pasa igual con los periódicos. Cuando vosotros recibís el periódico por la mañana y lo abrís, ¿qué es lo primero que veis?: “Fulano de tal recibió once impactos de nueve milímetros en el pecho, bla, bla, bla”. “El país tal se prepara para invadir a otro país”. “Hay tantas cabezas atómicas en Europa esperando ser lanzadas; del otro lado hay cincuenta mil cabezas que vienen también para este lado”. “El Papa dice que tan solo con doscientas bombas atómicas se barrerían todas las grandes ciudades del mundo”. Luego, leer que por ejemplo importamos como tres veces más de lo que exportamos, que las cosas cada vez van a estar más caras, que ahora va a subir el gas, justo ahora que comenzamos el invierno, y va a subir la electricidad, todo se va a poner más difícil, que, en fin, hay huelga de taxistas…

Uno lee todo eso y se da cuenta de que hace falta recrear una solución. Estamos cansados de preguntas, queremos soluciones. Estamos cansados de palabras y promesas, queremos actos. Estamos cansados de pequeñas o grandes victorias psicológicas, queremos realidades. Queremos nuestro pan, nuestro vino, nuestra pequeña porción de cariño, nuestra pequeña porción de gloria a la que todos tenemos derecho. Queremos tener una patria, tener un Dios, queremos tenernos a nosotros mismos. Queremos respetar y que nos respeten y que, aunque todos pensemos diferente, podamos cogernos de las manos para hacer un corro como cuando éramos niños.

Necesitamos volver a ser niños, pero ser niños en el real sentido de la palabra, y necesitamos barrer toda esta basura que hay en el mundo, barrer toda esta inmensa contaminación, poco a poco, en la medida de nuestras propias fuerzas. Barrer esta contaminación que hace que hasta las ballenas hoy se suiciden; y se habla del síndrome de las ballenas, porque hasta las ballenas se ahogan en las malas aguas, van y se suicidan sobre las costas. Hemos llegado a matar a los animales porque sí. Hemos llegado a secar los vegetales porque sí, hemos llegado a contaminar el aire de una manera verdaderamente repugnante, y hemos llegado a contaminarnos a nosotros, a nuestros propios hijos, que a lo mejor van por la Gran Vía y le preguntan: “Papaíto, papaíto, ¿qué quiere decir coito colectivo?”, porque eso está escrito en una gran pintada en la pared.

Hemos llegado a dudar de muchas cosas de las cuales no deberíamos dudar, como de nuestra propia posibilidad de crear un mundo nuevo y mejor; no debemos dudar de eso. No debemos dudar de nosotros mismos, de nuestra capacidad de amar, de comprender y de sentir. La nueva personalidad del hombre nuevo va a ser una personalidad muy simple, una personalidad de manos enlazadas, de mesas compartidas; una personalidad que va a saber de paz y de guerra, pero sobre todo va a saber de una felicidad interior del que sabe que es indestructible, que es inmortal y que es imperecedero. Y que pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, como el agua que rueda por las piedras, volveremos una y otra vez, una y otra vez a evaporarnos y volver al Cielo, y volver a la Tierra.

Debemos reencontrar nuestro conocimiento natural, reencontrar nuestro ser metafísico, que eso nos dará felicidad, poder y gloria. Y cuando hablo de poder y de gloria no hablo de poder ni de gloria de este mundo tan bajo, sino de un poder y de una gloria que están mucho más allá. Que ninguna cosa lo pueda tocar, que el tiempo no lo envejezca, que el agua no lo moje, que el fuego no lo queme…

En esa esperanza os dejo a todos, en la esperanza de crear dentro de nosotros ese hombre nuevo y mejor. Acrópolis es un instrumento, es una forma de creación de ese hombre nuevo y mejor. Y yo os invito a todos a que tengáis la experiencia de serlo.

NOTAS

[1]  Se refiere al “Conócete a ti mismo” del templo de Apolo que está también en la sala de conferencias.

Créditos de las imágenes: Arilang1234

JC del Río

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