K’ung Chung-ni, o K’ung Chiu nació según la tradición en Kuo Li, cerca de Tsou, estado de Lu, el día 21 del décimo mes del año 551 a.C y habría vivido hasta 479. El padre, Schu-Liang-Ho, había tenido nueve hijas de su primera mujer y un hijo tullido con la segunda. Como ninguno de ellos podía hacer el sacrificio a los antepasados, siendo ya anciano se separó de su mujer y solicitó a una de las tres hijas de la familia Yan, la más joven de las cuales fue la madre de Kung Tsé. A los tres años perdió a su padre.
Desde su primera infancia, mostró su inclinación por los ritos y ceremonias: ordenaba vasijas, siguiendo la disposición tradicional no aprendida aún.
Su familia, al parecer, pertenecía a un noble linaje, aunque pobre, por lo que pronto, a los diecisiete años se tuvo que emplear en trabajos subalternos en la administración pública, como inspector de graneros y de ganados, a cargo de la familia noble de Ki. A la vez desempeñó tareas de enseñanza en las escuelas tradicionales, donde los hijos de la nobleza aprendían a escribir y calcular, tiro con arco, conducción de carros, música y ceremonial, desarrollando así una actividad pedagógica que mantuvo en las distintas etapas de su vida, hasta establecer su propia escuela.
El gusto por la música le acompañó durante toda su vida, cultivando con especial asiduidad el estilo Schao. También amaba la música popular de canciones tradicionales, que recogió en el cancionero Schi King. Se dice que la música le sirvió para librarse del cerco de las gentes de Kuang, junto con su discípulo Tsi Lu, que le acompañó en muchos de sus viajes.
El jefe de la familia noble de Mong, Hi Tsi, al verse cercano a la muerte, le encomendó la educación de su hijo Mong I Tsi y su sobrino. él les propuso hacer un viaje a la ciudad de Lu, capital del estado del duque de Tsou, para entrevistarse con Lao Tan, o Lao Tsé al que veneraba como un maestro, bibliotecario entonces de la corte. El encuentro entre estos dos sabios constituye una de las escenas cumbres de la tradición filosófica china. El enigmático comentario de Confucio ha merecido toda clase de interpretaciones: “el pájaro vuela, el carnero corre por la tierra, en cambio el dragón no se sabe dónde está su morada. He visto a Lao Tsé, es como el dragón”.
El trato como consejero del indeciso y débil príncipe de Tsi le sirvió para conocer de cerca las particularidades del gobierno y al mismo tiempo aumentó su prestigio como hombre de Estado, de tal manera que obtuvo un cargo público en el Estado de Lu, como encargado de la provincia de Tschung Tu, y más tarde Ministro de Obras Públicas, y al siguiente año de Justicia, que era similar a un visir. Era tal la eficacia de sus métodos que en tres meses reorganizó la administración. Tenía cincuenta años de edad y por entonces algunos de sus discípulos también ocupaban puestos de responsabilidad.
Su estrella comenzó a declinar, debido a las estratagemas del vecino estado de Tsi, para enemistar al príncipe con su ministro, por lo que se vio obligado a dejar el estado de Lu. Se dirigió al de We, luego al de Pu, donde tuvo que prometer no ir a We, cosa que no cumplió y el justificó como “compromiso forzado”, lo cual nos ofrece una idea de su condición de perseguido. Más tarde, el rey Tschao de Tschu quiso concederle un territorio, pero sus dignatarios lo impidieron, conocedores de la eficacia de los discípulos de Kung Tsé. También el joven príncipe Tsé Tscho de We, le pidió que fuera su consejero. Fue la última oportunidad de acceder a la vida política. Aquellos contratiempos que le hicieron experimentar la faz oscura de la política acabaron por alejarle de la vida pública y la última etapa de su vida la dedicó a su escuela y a recopilar los documentos de la antigüedad. Murió a los setenta y tres años.
Entre sus discípulos se encuentran:Yan Hui, su predilecto, que murió antes que el Maestro, a pesar de que le había dicho: “mientras viváis, maestro, no puedo atreverme a morir”; Jang Keng, uno de los primeros; Tsung Yu, guerrero que amaba su espada; Tsi Tiao Kai, que despreció un cargo oficial para seguir investigando; Yu Jo, que fue jefe de la escuela a la muerte del Maestro; y casi dos siglos más tarde, Men Tsé, a quien debemos la recopilación de las enseñanzas del maestro en “Los Cuatro Libros clásicos”. Tuvo una segunda generación de discípulos, que fueron los más brillantes y que le acompañaron en sus viajes. A pesar de que vivía en una sociedad feudal, el sabio no hacía distinciones sobre la procedencia de sus alumnos, y admitía a ricos y pobres por igual, con tal que quisiesen aprender.
Como sucede con otros muchos pensadores de la Antigüedad, no han llegado hasta nosotros obras originales escritas por el filósofo chino. Solía afirmar: “yo repito, no creo nada”, como indicando que su contribución no pretendía aportar innovaciones, sino recuperar el espíritu de las antiguas enseñanzas, la cultura (wen) de los reyes Chou.
En este sentido, resultan muy destacados su estudio y comentarios al I Ching (Libro de las Mutaciones), el texto oracular y sapiencial en torno a los 64 hexagramas, míticamente atribuido al emperador Fu Hi, obra cumbre de la sabiduría milenaria china. Tanto los “Comentarios para la Decisión” como la interpretación de las “Imágenes” que sugieren las combinaciones de líneas continuas y discontinuas, se deben a Kung Tsé, junto con alguno de sus discípulos.
Algún tiempo después de su muerte salió a la luz el “Lun-yü”, colección de aforismos, citada a menudo como “Diálogos mezclados”, o “Analectas”, los cuales, a pesar de citarse de manera escueta y separados del contexto, resultan esenciales para conocer la visión del mundo confuciana, que le valió el título de “maestro de diez mil generaciones”.
Plantea Kung Tsé una vuelta al principio del Li, dotando a este concepto de observancia de los ritos y costumbres de la tradición de un nuevo sentido, de carácter ético y moral. Más allá de un conjunto formal de normas y prescripciones, en realidad se trata de la expresión terrenal y visible de un Orden cósmico y celeste y a la vez,; del discernimiento humano, la comprensión de ese lazo que une a las cosas del cielo con las de la tierra, que le llevará a plasmar la Justicia en todas sus acciones. Se produce así una estrecha relación entre Moral y Política, muy semejante a las propuestas de Platón sobre el gobierno de los filósofos. Complementario resulta el concepto de I, como entendimiento correcto de las relaciones sociales y cumplimiento de los deberes y derechos sociales inherentes de la posición y responsabilidad de cada cual.
La filosofía confuciana es también un humanismo, en torno a la noción de “jen”, o “ju”, el Hombre-Príncipe, el cual, independientemente de su origen familiar, es el que cultiva los valores morales, conoce su deber, y actúa pensando en el bien de la sociedad a la que sirve. Se ha emparentado este concepto aristócrático con el de “caballero”, que Confucio emplea asociado, no en el sentido de pertenencia a la nobleza como clase privilegiada, sino más bien como “hombre noble”, dispuesto a entregar su vida a la práctica del bien y de la virtud. El jen, o ju es un hombre bueno pero fuerte y valeroso, un hombre instruido en aquellas disciplinas que le son precisas para servir a la sociedad.
Por ello, para la consecución del ideal del hombre-ju resulta fundamental el estudio, la formación, pero no encaminados a adquirir un conocimiento teórico, sino de tipo práctico, una integridad y coherencia, una constante atención para corregirse, aprendiendo de los errores. De ahí que la educación, orientada al aprendizaje y práctica de las artes, adquiera singular importancia, no sólo en cuanto adquisición de conocimientos, sino como aprendizaje y dominio de las reglas ancestrales.
Confucio destaca la tradición del culto a los antepasados, aplicándolo al deber ineludible de servir a los padres, como modelo que se hace extensivo a los superiores, de manera que el Estado, según su doctrina, se articula como una gran familia. En este sentido, el desarrollo del individuo repercute en el bien de la sociedad.
Créditos de las imágenes: Cold Season
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