Hablar del misterio de Compostela, del Camino de Santiago, es recordar todas las tradiciones, leyendas y mitos riquísimos que rodean este importante venero espiritual, no solo español, sino del mundo entero. ¿Qué guarda Compostela, qué guarda Santiago, qué guarda todo el Camino en sí, qué hace posible que en este siglo de materialización, de descreimiento, en este momento en que se prefieren las cosas concretas y prácticas, se siga, no obstante, manteniendo una alta devoción por esos símbolos?
Existe una historia tradicional, con algunas fechas y datos que solemos aceptar porque son las que tenemos al alcance, pero que son más los interrogantes que nos crea que los que nos aclara.
El primer enigma es la propia personalidad del llamado Santiago el Mayor. Este Santiago, hijo de Zebedeo y de María Salomé, se considera hermano de san Juan Evangelista y está junto al Señor en los primeros momentos de sus prédicas. Una vez ocurrida la crucifixión de Cristo, Santiago se dedica a enseñar; va primero a Judea y a Samaria y luego se le hace viajar a España. En un medio totalmente hostil, donde prácticamente nadie le escucha, dicen algunos que consigue diez discípulos; otros siete, otros tres, y otros –tal vez los más acertados–, que el único discípulo que acompañó a Santiago en sus primeras prédicas en España fue tan solo un perro. Este perro que acompaña continuamente a Santiago en sus peregrinaciones es un punto clave, como veremos en varios momentos al intentar desentrañar este tema.
Como Santiago no logra éxito en España, retorna a Judea y allí cae bajo las manos de Herodes Agripa, quien lo hace decapitar. Unos pocos discípulos fieles que le quedan en Judea salvan el cadáver del Maestro, lo colocan en una barca sin timón y dejan que el destino la conduzca hasta donde debe llegar. Esta barca recorrerá un camino prácticamente inverosímil y, sin embargo, va a encallar en una de las rías de Galicia, en los reinos de “Loba”, en una ciudad que los romanos llamaban Iria Flavia, hoy conocida como Padrón, a unos pocos kilómetros de la actual Santiago de Compostela. Los discípulos desembarcan con el cadáver de su Maestro y, según algunas versiones, lo colocan sobre un carro tirado por bueyes que, al igual que la barca, van a dejar que siga solo su curso. Tras recorrer un trecho, los bueyes se niegan a caminar más; por ello deciden que ese es el punto ideal para enterrar al Maestro.
Pero hay versiones más complejas, que cuentan que los discípulos, con el cadáver de su Maestro, se van a presentar ante una extraña reina que gobernaba en aquel entonces en Lugo: la Reina Loba, cuyo nombre concuerda con la simbología de esa misma región: Lugo. Piden a la Reina Loba que les permita enterrar el cadáver del Maestro, este que ella ya había conocido cuando sus prédicas en España. La reina les tiende una trampa y los envía a un sitio donde, en lugar de bueyes pacíficos que conduzcan el carro, hay unos toros feroces. Llegan los discípulos fervorosos con su carga, y simplemente con símbolos mágicos, con su fe y su sola presencia, domestican a los toros, que quedan transformados en dulces bueyes. Los atan a su carro y eligen un sitio para enterrar a su Maestro. Algunos dicen que fue en un monte sagrado, el llamado Monte Aro; otros opinan que fue en el mismo palacio de la Reina Loba, quien quedó completamente consternada al ver que aquellos a los cuales ella había enviado a la muerte regresaban y le aseguraban que su palacio era el sitio elegido.
Sin embargo, según la tradición más antigua, cuando los discípulos desembarcan dejan a su Maestro apoyado sobre una enorme roca, y este cadáver que todavía guarda una gran fuerza y una tremenda magia, derrite la roca cual si fuese mantequilla, formando un hueco con la forma del cuerpo humano y quedando en el acto convertida en sarcófago. También cuenta esta tradición que no solo el sarcófago de piedra va a ser un símbolo, sino que los discípulos, mientras llevaban el cuerpo de su Maestro a tierra, se cubrieron los pies de pequeñas conchas, que constituirán el símbolo de quien ha hecho un único trayecto y ha encontrado lugar donde quedarse.
La historia no tiene más datos hasta por lo menos 800 años después. Se pierde todo vestigio, hasta que en el 813, un ermitaño llamado Pelagio comienza a ver por las noches unas luces extrañas, estrellas, resplandores en lo alto de un montículo, y evitando tomar resoluciones propias, invita al obispo Teodomiro, de Iria Flavia, a que vea de qué se trata. El obispo desentierra lo que allí se encuentra y, cuál no sería su sorpresa al reconocer a Santiago el Mayor…
¿Cómo es que, a pesar del tiempo transcurrido, quienes por fin lo encuentran tras ocho siglos, reconocen perfectamente a Santiago el Mayor? Se levanta, sin embargo, una pequeña capilla en homenaje al milagro que se ha producido y, desde entonces, Santiago va a realizar una serie de proezas que influirán poderosamente en la mentalidad de todos los pueblos pirenaicos. A partir de ese momento estos pueblos se van a dirigir en peregrinación hacia el lugar del hallazgo, como si ese lugar tuviese fuerza suficiente para otorgar a los hombres un poco de fuerza, un poco de magia.
La batalla de Clavijo contra los moros, en el año 844, ve reaparecer a Santiago montado en un fantástico caballo blanco, a la vez que arremete furiosamente con su famosa espada, esa que hoy nosotros llamamos la “Cruz de Santiago”. Esa espada, que es también una cruz, es el símbolo con el cual Santiago lucha contra todos sus enemigos.
En el 899, Alfonso III edifica una basílica a Santiago; hacia fines de la década del 1000, y como esta antigua basílica había sido arrasada por Almanzor, una vez eliminado el peligro de los moros, se comienza a levantar la verdadera catedral; la basílica más antigua queda sepultada en la parte interior, cual si fuese una cripta profunda. El obispo de Santiago, Diego Gelmírez, también se dedica en cuerpo y alma a toda la tradición, al sentido mágico de la peregrinación, y logra incluso que se decrete el 1100 como Año Santo Compostelano por el papa Calixto II, en el cual la festividad de Santiago coincide con el día domingo.
La catedral de Santiago no está construida según una línea recta, sino que presenta una ligera desviación hacia el norte y hacia la izquierda, inclinación que también se advierte en su pórtico. Esta torsión, coincidente con la del eje de la Tierra, perduró en casi todas las iglesias hasta finales de la Edad Media, y es la típica de la mayoría de los dólmenes megalíticos precedidos por galerías.
Como con los años la primitiva catedral ofrecía un pórtico muy estrecho en relación con la gran cantidad de peregrinos que llegaban, se encargó al maestro Mateo –otro extraño personaje– la ampliación del pórtico occidental; así nació el Pórtico de la Gloria. En su parte inferior aparecen los símbolos del mundo animal; luego viene el mundo humano de la Iglesia, con los profetas del Antiguo Testamento a la izquierda y los apóstoles a la derecha, mientras que en lo alto de la columna central se encuentra Santiago. Por fin, en la parte superior se muestran el Cristo y los cuatro evangelistas.
Comenzaremos por analizar la denominación de Santiago de Compostela. La palabra Compostela nos ofrece varias vías de interpretación. La más conocida nos dice que “Compostela” deviene de “Campus Stellae” (campo de la estrella), haciendo referencia a las luminosidades, a las estrellas que se veían sobre la tumba del santo, antes de que se descubriese en el siglo IX. Esta versión resulta bastante posible porque todo el Camino de Santiago, desde Jaca hasta Compostela, está jalonado de pueblos, localidades y pasos de montaña que llevan la denominación de “estrella” o “estela”, como si el Camino de Santiago fuese una ruta estelar que debe terminar en un punto especial: el Campo de la Estrella, con el Monte de la Estrella y con el Santo de la Estrella.
Otra explicación del nombre surge del latín “compositum” (cementerio); y dado que allí se encontró al santo, esto hace de Compostela un cementerio sagrado.
Otra posibilidad es la de hacer derivar el nombre de un término alquímico: “compost”; al realizar la Gran Obra, al trabajar en el caldero mágico, sobre el compuesto se presentaba una “estrella”, si es que la Obra estaba bien realizada.
Y aun podemos citar la versión de Charpentier, según la cual Compostela podría derivar del vocablo “Compos” que significa en lenguas antiguas “Maestro”; así, Compostela significaría el Maestro de la Estrella.
El caso es que, según cualquiera de las versiones, el sitio de Compostela es altamente simbólico y no obedece al azar.
En cuanto al nombre de Santiago, tal vez en francés encontremos más fácilmente el símbolo que, no obstante, se vierte inmediatamente al castellano, dado que estas lenguas tienen raíces comunes. En francés Santiago es “Jacques”, y esta denominación –en inglés, “Jack”– se utilizó durante muchísimo tiempo, no como nombre propio, sino como adjetivo para designar a unos hombres especialmente sabios en todo lo referente a construcciones, medidas matemáticas, sentido de la arquitectura sagrada.
Todos estos sabios eran “Jacques” o “Yago”, como se fue poco a poco pronunciando en español. Incluso se conserva un término vasco: “Jakin”, que sigue significando sabio y que tiene una raíz idéntica al “Jacques” y al “Yago”. Completando la simbología y el nombre de Jacques o de Yago, vemos que no solo designa a los sabios arquitectos, sino que va a estar unido a una forma especial de pronunciar “ganso” en francés: “Jars”.
Así, Santiago puede ser san Yago, como lo diríamos en español, pues nunca pronunciamos san Santiago. Ya sea que lo veamos en francés, en vasco, en inglés, en español, lo importante es que este nombre designa algo más que una simple persona; parece referirse a un conjunto de seres, es un adjetivo que se aplica a muchas personalidades que gozan de iguales características, tal como los nombres genéricos de “Menes”, “Zoroastro”, etc.
Tampoco debe extrañarnos el que haya existido una categoría de “Jacques” o de “Santiagos” para referirse a una jerarquía especial de hombres: constructores, sabios arquitectos, conocedores de profundos secretos de la Naturaleza; lo cual no elimina en absoluto la primitiva existencia de Santiago el Apóstol o de Santiago el Mayor, en el cual el cristianismo apoya toda la peregrinación por el Camino. Y no debemos olvidar el nombre de Jaca, el “Jacques” que abre el Camino en España.
Todo el Camino de Santiago no hace más que reflejar en la tierra un milagro mucho mayor que se da en el cielo. Así como la Vía Láctea dibuja un trazo estelar, se ha pretendido con el Camino de Santiago reproducir ese trazo para los hombres en la tierra. Así como la Vía Láctea desemboca en la constelación del Can Mayor, así en el Camino de Santiago, el que precede al santo que va a llegar al montículo sagrado es el can, el perro. Así como la Vía Láctea era conocida antiguamente como el arco iris del dios Lug para los celtas, también en todo el Camino de Santiago hay una mitología entremezclada con este dios Lug, que es a veces lobo, semejante al perro, y a veces cuervo (el ave mensajera).
Lug es un dios oscuro, es negro, tanto como el pelaje de un lobo en la noche o como las plumas de un cuervo. Pero hay un doble misterio: cuando Lug está en la tierra, cuando va por el Camino de Compostela, el lobo es perro; cuando va por el camino fantástico del cielo, Lug es cuervo, tiene alas y puede guiar, señalar en lo sideral.
Desde las épocas prehistóricas, el hombre ha tenido conciencia de que existen en la Tierra puntos de energía especial. De la misma forma que nuestro cuerpo presenta puntos en los que podemos medir el pulso vital, también la Tierra, como gran cuerpo vivo, tiene sitios donde el pulso vital interno, las fuerzas telúricas, laten con muchísima más fuerza. Aprovechando estos puntos, en la Antigüedad solían marcar caminos que eran como las venas y arterias por las que circula nuestra sangre.
De esta forma, el hombre que surcaba estos caminos, a la par de moverse por un afán místico y por llegar a la meta, también iba tocando puntos vitales.
Tal vez uno de los símbolos más antiguos de la cruz sea aquel en el cual se simplifica y se une esta fuerza horizontal, que une puntos vitales de la Tierra, y la otra fuerza vertical que, viniendo desde las estrellas, irradia también energía sobre la Tierra. Así, habría puntos terrestres doblemente favorecidos. Por un lado, toda la energía terrestre que mana como si fuese un enorme río. Por otro lado, la energía cósmica que cae también sobre el mismo sitio, y aquí nos encontramos con el punto central de la cruz, donde se puede aposentar un templo.
Es curioso comprobar –y Compostela no es una excepción– que generalmente donde hay catedrales, o templos, o sitios que promueven peregrinaciones a lo largo de tiempo, no existe sólo un templo, sino que a medida que se excava, aparecen más antiguas construcciones y, generalmente, el fondo de la excavación coincide con pozos sagrados, cuevas sagradas o pequeñas oquedades en la montaña. Compostela no es una excepción porque a la vista está la catedral más vieja, otra más vieja, aun restos de un templo romano y un pozo de los celtas.
Evidentemente, la elección de un sitio, el hecho de escoger siempre el mismo para levantar un templo, obedece tal vez a ese secreto de las fuerzas telúricas y las fuerzas estelares combinadas. Tal es el caso específico de Compostela, y tal es, incluso, el caso del Camino, que ha sido considerado siempre como sagrado.
El camino de Compostela no es el único que va de este a oeste, recorriendo casi con total perfección un paralelo terrestre (el paralelo 42), sino que hay otros dos caminos más al norte: uno que recorre Francia en esa dirección, y otro que recorre Inglaterra también en la misma dirección. Es interesante constatar que las ciudades del camino francés y las del inglés presentan gran cantidad de coincidencias en los nombres, en los símbolos, en las construcciones. Todos estos caminos pasan por sitios cubiertos de construcciones dolménicas, por ciudades donde se hace referencia al perro o al lobo; todos estos caminos terminan en el oeste, sobre el mar, en rías, en sitios escarpados de difícil acceso, pero a la par de fácil y cómodo resguardo a la hora en que una embarcación tuviese que penetrar allí.
Y si estos caminos coinciden con paralelos que marcan rutas especiales de energía en la Tierra, la pregunta es casi inevitable: ¿quiénes trazaron estos caminos?, ¿quiénes eligieron estos caminos que son tanto más viejos que el camino cristiano de Santiago? Porque cuando las peregrinaciones de Santiago comienzan, este camino ya está hecho; porque cuando en el siglo IX se encuentra a Santiago el Mayor, todas las ciudades ya tienen sus nombres de estrella, de lobo, de oca o de cuervo. ¿Quiénes tuvieron la habilidad fantástica de poder determinar un camino sobre un paralelo terrestre casi sin ningún error?, ¿quiénes pudieron reunir tantos símbolos y reflejarlos en todos los nombres que fueron jalonando este camino?
Los investigadores han encontrado una serie de elementos interesantes; la mayor parte de los símbolos de estos caminos que van hacia el oeste, hacia el mar, son símbolos marinos. La concha de Santiago es un símbolo marino. Y hay otro símbolo marino importantísimo, que es el de la oca. Desde épocas legendarias, entre los celtas y preceltas, existe un símbolo sagrado, de recogimiento propio, de cofradías y hermandades: es el de la oca o del ganso, especialmente la pata de la oca o del ganso que, al caminar, deja impresa una marca muy semejante al tridente de Poseidón, que fue determinativo de todas aquellas culturas consideradas atlantes. El Camino de las Estrellas coincide con el Camino de la Oca y la Concha.
Todos estos pueblos, todos estos caminos, además de tener este símbolo de la pata de oca y de la concha (que si se mira detenidamente también es una pata de oca), tienen asimismo una serie de tradiciones marinas. Ellos llegaron de alguna parte y tuvieron que desembarcar en puntos altos de la tierra, huyendo de un gran cataclismo, una gran inundación. Vemos que las tradiciones de los celtas repiten las mismas del antiguo Egipto, de la India y de Grecia: el gran cataclismo de la Atlántida y los sobrevivientes que con sus conocimientos, su tradición y su forma de vida escogieron para continuar su obra los puntos más altos que tenían a su alcance.
¿No es posible que escogiesen los montes cantábricos, los Pirineos, los montes Atlas en África, que se prolongasen en sus correrías hasta el Cáucaso, hasta el Tíbet…? Lo cierto es que siempre que localizamos focos de civilizaciones antiguas, aparecen en núcleos montañosos, coincidiendo en sus memorias ancestrales.
Uno de los principios que albergaban estos antiguos pueblos era el correspondiente al símbolo del laberinto. En otras palabras: al del Camino. ¿Qué es el laberinto, que no sea un camino? Tal vez el más conocido es el de la antigua Grecia, el laberinto de Creta que había que recorrer con una fórmula mágica y del cual no era tan fácil salir. Pero no hay pueblo que no tenga laberinto; Egipto tiene su laberinto, del cual nos habla Herodoto, pero que jamás se ha encontrado. También los tuvieron los celtas, y no solo los tuvieron sino que aparecen grabados en todas las piedras del Camino de Compostela y las de los caminos que están situados al norte, en Francia e Inglaterra.
¿Qué es este laberinto? Como símbolo del Camino es lo que obliga al hombre a moverse, lo que le arranca del estatismo, es un símbolo de Iniciación. Todas las civilizaciones que pretendían hacer crecer al hombre lo obligaban a dar ese primer paso, a transitar un camino, un laberinto, a vencer una serie de pruebas. El Camino de Santiago, aunque no es un laberinto, como tramo casi recto que va desde Jaca hasta Compostela, está inscrito en un enorme y doble laberinto que tiene una mitad en Francia y otra mitad en España, con todo un conjunto de ciudades que responden al principio del laberinto por su nombre, y que responden a los principios del dios Lug o del cuervo. Este símbolo del laberinto nos permite ver que el Camino de Santiago tenía algo más que el simple llegar hasta el final, hasta Compostela. No era tan importante llegar a Compostela como hacer el camino; era importantísimo estar en él, vencer sus pruebas. Y tampoco son casualidad los siete puertos de montaña, siete escollos o siete pruebas que hay que pasar para vencer en Compostela.
Tampoco es de extrañar que Compostela esté en un punto que coincide con tradiciones tan antiguas como, por ejemplo, el desembarco de Hércules o el de Noé, ambos en Galicia. ¿Son, tal vez, leyendas y mitos?
Aunque es un poco utópico hablar del desembarco de Hércules en Galicia, todavía perdura en la región el relato de cuando Hércules, habiendo domesticado los bueyes de Gerión, llegó a esta tierra.
En cuanto al desembarco de Noé en Galicia, sería parte del riquísimo mito universal del Diluvio, que hace referencia al hundimiento de la Atlántida o sus últimos restos, hace unos doce mil años. Es natural que hubiesen existido navegantes que tuvieron que desembarcar en alguna parte… Y aceptaremos también que el nombre de Noé –como tantos otros– es un nombre genérico que puede haber designado a muchísimos navegantes, quienes tras la catástrofe, llegaron a distintos puntos de la costa gallega.
Citaremos una coincidencia curiosa: Noé llegando a Galicia, a la ría de “Noya”, recuerda a otro Noé que mencionan los mayas americanos, cuando tras una gran catástrofe en el mar, trajo consigo una serie de conocimientos que ellos no poseían. ¿Qué conocimientos traía? Agricultura, ganadería, construcción… Este Noé que desembarca entre los mayas conoce las uvas, el vino; y a las uvas y al vino todavía los mayas los siguen llamando “Noé”.
Estos supervivientes, en general, trataron de transmitir a estos pueblos todos sus conocimientos. ¿Cómo lo hicieron? Hay una fórmula típica que los antiguos utilizaban para enseñar: la de las cosas que no se mueven, las fórmulas de construcción, de la piedra tallada, del signo labrado en la piedra de modo que ni el tiempo ni las tempestades puedan borrarlo. Y esa fórmula fue bastante buena, porque hasta el día de hoy seguimos leyendo, aunque a veces sin entender, aquellos viejos lenguajes.
Hay, con referencia al Camino de Santiago, una explicación que nos permitiría retomar esta tradición antiquísima de los hombres que llegan del mar, que imparten sus enseñanzas, y que a pesar de haberse asentado entre nuevos pueblos, parecen añorar perpetuamente su mundo perdido en el mar y en el Occidente, y trazan continuamente caminos hacia el Occidente, hacia el mar, caminos para reencontrarse con los antepasados.
Estos hombres vivieron durante miles de años con estos recuerdos y creencias. Y en España, particularmente, hubo siempre una gran propiedad para guardar y atesorar símbolos, mitos, tradiciones, y aun para luego cristianizar esos mismos recuerdos, mitos y tradiciones con tanta naturalidad y frescura de espíritu como si fuese la cosa más sencilla del mundo.
Así, cuando los primeros cristianos comienzan a convivir con los hombres españoles del Pirineo, se encuentran con que estos ya tienen profundas tradiciones y hablan de un camino, de un Campo de la Estrella al cual se llega por un laberinto que es necesario recorrer para renovarse por dentro. Estas vivencias son imposibles de arrancar; lo que se hace es cristianizarlas. Hay dos Órdenes que se van a encargar de ello: la de Cluny y la del Temple, que a partir del año 1000 en adelante, se encargan de todas las construcciones, mientras que los símbolos comienzan a tomar ahora una significación en total consonancia con el cristianismo.
Hay varias hipótesis que explican de dónde surge el fantástico crismón que jalona todo el Camino de Santiago: esa estrella de seis puntas que se forma con la X y con la P (Ji y Ro: iniciales del nombre de Cristo). También se cree que con dos patas de la oca, una puesta hacia arriba y otra hacia abajo, obtenemos la X y la barra que la corta verticalmente, cosa que por otra parte es uno de los tantos símbolos del corazón del laberinto, del punto fantástico donde el que había recorrido el Camino por fin podía recibir aquello que había ido a buscar.
Es así como muchos de esos viejos símbolos: la estrella, la concha, la pata de oca, el cuervo, el lobo, el perro, se transforman en símbolos cristianos y se adaptan a la peregrinación cristiana.
Las Órdenes religiosas que traducen los símbolos para el cristianismo van a conformar verdaderas cofradías, fraternidades de constructores: “los hijos del Maestro Santiago”. De un Maestro Santiago que ya no se sabe muy bien si fue el que llegó en la barca, el que luchó con los moros, o si se trata solo de un mito simbólico. Los “hijos del Maestro Santiago” tienen una habilidad: saben tallar sus símbolos. Y otra cuestión fundamental: saben reconocerse. Cada uno de los símbolos que ellos dejan en la piedra es una firma, una fórmula de hermandad, de reconocimiento. En muchas catedrales y castillos de España, se ven aún estos signos tallados en la piedra.
Estas fraternidades se crean basándose en un nuevo sentido del trabajo, y aparece una de las más importantes ascesis místicas: la de la obra, aquello que se hace con las manos, lo que se talla profundamente, aquello que perdura y es capaz de transmitirse.
Y la obra continúa viva… El Camino de Santiago sigue embriagando la imaginación de los hombres con sus símbolos y sus misterios. Aún es posible revivir aquel sentido de aventura espiritual, de renovación interior que se obtenía a lo largo del Camino. Aún hay quienes sueñan con transformarse y vuelven sus pasos esperanzados hacia esos puntos de la Tierra, donde las energías se han conjugado para conformar un verdadero puente de unión entre los hombres y Dios.
Hace falta vencer, una vez más, la mayor de las pruebas: el temor a lo desconocido, el temor a la muerte, representada en el Sol que cae y desaparece en el Occidente, allí donde acaba el Camino… Hay que arriesgarse, como los antiguos hombres que sobrevivieron a terribles catástrofes, a sobrevivir en este momento histórico de tinieblas. Hay que atreverse a caminar hacia el Occidente, allí donde cada cual pierde su nombre de ilusión, para reencontrarse con su verdadero ser; también los Iniciados perdían la vida para ganar la Vida…
Terminado el recorrido del Camino de Santiago, nos esperan extraños túmulos y monumentos sepulcrales, casi al borde del mar, en Noya. ¿Son verdaderas tumbas, o piedras sagradas cuyas inscripciones nos recuerdan las viejas marcas de reconocimiento iniciático? El viajero queda allí, solo, y el cansancio abre puertas desconocidas ante la mente y el sentimiento; los ojos se pierden entre los petroglifos, buscando la vieja señal del hombre peregrino del Misterio, ansioso del retorno a su patria celeste.
Créditos de las imágenes: xtberlin
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