Sin embargo el proceso es más complejo. La contaminación no se reduce al ambiente físico, sino que se expande a los planos psicológicos y mentales, enrareciendo las vivencias humanas hasta puntos insospechados.
La suciedad psicológica se manifiesta en emociones burdas que se introducen por todos los resquicios de la vida. La violencia, la agresividad, el egoísmo a ultranza, parecen ser las medidas habituales en la mayoría de las sociedades. Al principio provocaban grandes sufrimientos -y los siguen provocando- pero si antes uno se preguntaba hasta dónde era capaz de aguantar sin estallar, hoy hemos creado “anticuerpos” para defendernos y seguir adelante como se pueda. Ciertamente nos acosa la inseguridad, el temor, la indefensión, pero los anticuerpos han generado una forma de indiferencia que lo parece, pero no es tal. Esa frialdad con que aceptamos las mayores crueldades con que desayunamos día a día gracias a los medios de información, es una manera de resistir, de decirse “a mí todavía no me tocará, o me tocará más adelante, o tal vez nunca…”.
¿Y qué hacer con la corrupción que se presenta inesperadamente en cualquier rincón, hasta en los que considerábamos conocidos y a buen recaudo? Otra vez la indiferencia, esquivar el bulto, seguir caminando como si no hubiésemos visto nada, porque intuimos que nuestra protesta, además de estéril, resultaría dañina para nuestra seguridad. Hay quienes entran en el juego, justificándolo; otros se hacen a un lado tratando de no enfermarse. De una u otra forma, los anticuerpos nos hacen ver como casi normal lo que, en conciencia, nos espantaría de vergüenza.
Las ideas que predominan en la actualidad también están atacadas por diversos virus. En principio, no es corriente tener ideas, pensar; antes bien, hay un conjunto bastante escaso de conceptos reconocidos por la opinión pública, hábilmente manipulada, y a falta de otra cosa, eso es lo que todos creemos pensar. Ante la enfermedad, una vez más han aparecido los “anticuerpos”: asimilar esas ideas -si es que merecen llamarse así- y rechazar cualquier otra que se le oponga. En el fondo, esa pasividad no es saludable; es apenas un reconocimiento subconsciente de que no hemos aprendido a razonar por nuestros medios y de que, aunque intentáramos hacerlo, nos señalarían como locos.
En tal situación, nos quedan dos opciones: resignarnos a la mutación, encadenando generaciones humanas cada vez más artificiales y adaptadas a la polución deformante, o rechazarla buscando los remedios para limpiar el aire, los sentimientos y las ideas. Esta última tarea es harto difícil: hay que enfrentarse a una suciedad que nos ahoga y que nos resta fuerzas para abrirnos paso. Pero vale la pena.
No sé si lo que padece nuestro mundo es una disfunción en los sentidos o en la sensibilidad. Aparentemente la estructura humana está lo bastante provista de tacto, oído, vista, gusto y olfato como para desenvolverse bien y cubrir sus necesidades. Eso me lleva a pensar que lo que falla está en la sensibilidad, en el uso que hacemos de los sentidos y en la percepción anímica y conciencial de lo que percibimos.
Hoy lo habitual es ver sin mirar. Los ojos funcionan, ven, pero pasan por encima de las cosas sin darles significado. Nos hemos acostumbrado a las imágenes más tristes, más degradantes, más horrorosas y salvajes, en directo o en las pantallas de cine y televisión, tanto como para que en general la vida nos resulte una ficción que no nos incumbe más que de soslayo y por momentos.
Alrededor nuestro se suceden a diario escenas que deberían conmovernos y obligarnos a reaccionar… pero no. Todo da igual. Nada importa oír gritos y llantos en las casas de los vecinos, ver mendigos desarrapados en la calle, cómo alguien golpea o roba impunemente a otro, extranjeros sin destino que vagan de un sitio a otro hasta que caen en la fácil vía del delito… Vemos sin mirar, sin intervenir, como si la gente fuera irreal o invisible, como si nosotros mismos estuviéramos en una burbuja impenetrable.
Por otro lado, las guerras, la miseria, los juegos políticos, la corrupción, destruyen los pueblos de manera imparable, mientras los organismos internacionales creados para evitar desastres, envían observadores… de esos que ven sin mirar. Las asépticas administraciones nacionales mantienen reuniones en una ciudad o en otra y emiten largas declaraciones con las consabidas repulsas y veladas amenazas de intervención que no se cumplen salvo que los intereses económicos sean demasiado fuertes.
Ni siquiera los humanos sabemos mirar dentro nuestro; los ojos sólo valen para ver hacia fuera, y la ausencia de captación afecta tanto en lo externo como en lo interno. La mayoría convivimos sin conocernos en absoluto. Así pasan los años sin que las ilusiones y los sueños de la juventud puedan convertirse en realidad, porque no hay una mirada viva y activa que los lleva a los hechos en base a entusiasmo y voluntad. Al contrario, las mejores aspiraciones se van destruyendo y se dejan morir en nombre de esa especial ceguera de ojos abiertos incapaces de percibir.
Reaccionar tal vez sea tan sencillo como tomar posesión y hacer un uso debido de aquello que nos corresponde por naturaleza, empezando por aprender a resumir todos los sentidos y la sensibilidad en una mirada inteligente: ojos con corazón y mente.
Delia Steinberg Guzmán.
Créditos de las imágenes: alvdesign
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