Junto a los logros científicos que nos deslumbran día a día y ponen de manifiesto la gran capacidad intelectual del hombre, vivimos situaciones psicológicas de terror que nada tienen que ver con la inteligencia. Corre por todas partes una ola de miedo ante las pestes y catástrofes que azoten el mundo sin que nadie acierte a descubrir las causas, no tanto de las pestes o las catástrofes, sino de las raíces del miedo.

Como en toda época de decadencia civilizatoria, cunden formas de pánico irracionales, como si predominara más bien el temor ancestral el castigo divino que la explicación lógica de lo que sucede. Y por lo general observamos dos maneras de reacción: la vanidad de la ignorancia que pretende arrasar los problemas por la fuerza, arremetiendo a ciegas contra ellos, o el temor de la ignorancia que imaginan una mano vengadora arrojando piedras y males desde los cielos, o ese mismo temor que hace cerrar los ojos a los acontecimientos como si no verlos significara que no existen.

Como en toda época decadente, las pestes hacen su aparición. Enfermedades desconocidas hasta hace pocos años, irrumpen en el panorama con una fuerza letal y en principio nada puede detenerlas o paliarlas. Y cuando por fin se encuentra una mínima solución, surge una nueva peste que ocupa el lugar de la anterior para provocar las mismas o más muertes.

Las catástrofes son innumerables y cotidianas, desde las naturales como terremotos, sequías, lluvias desbordantes, cambios de clima…, hasta las provocadas por el mismo hombre a través de la contaminación progresiva de la Tierra y la destrucción de las guerras y el terrorismo. Y aunque no se calificara la solución de catastrófica, lo cierto es que las cosas van cambiando a nuestro alrededor y no para bien precisamente; ya no se trata del mayor o menor entendimiento entre los hombres, sino del deterioro de todo lo que nos rodea, de especies animales que desaparecen, de árboles que ya no crecen, de ríos que ya no corren, de aparatos que ya no responden a la voluntad humana o se enferman igual que los hombres…

Descontando la óptica de la vanidad y la del miedo, todos miramos nuestro mundo con ojos de asombro, de perplejidad, de desconcierto y decepción. La Naturaleza parece actuar despóticamente y sin sentido y nos vemos desvalidos para reaccionar.

En el fondo de nuestras no muy despiertas conciencias se abre paso un sentimiento de culpa, como si hubiéramos roto alguna ley, algún principio fundamental que desconocemos y, por lo tanto, tampoco podemos hallar las respuestas adecuadas. Es como si hubiésemos roto ese lazo, tan valorado por los pueblos de la antigüedad, entre el cielo y la tierra, entre los dioses y los hombres, entre la Inteligencia del Universo y nuestra humilde inteligencia.

Y es posible que así sea. Que hayamos roto no uno, sino varios vínculos, que hayamos transgredido varias leyes, tanto como para desatar éstas que llamamos pestes y catástrofes que tendemos a considerar como castigos.

Como filósofos que somos también todos, aún en el fondo de nuestras no muy despiertas conciencias, se impone volver a trabajar con causas y efectos y encontrar el porqué de lo que nos sucede, sin refugiarnos en explicaciones parapsicológicas ni en maldiciones bíblicas. Nosotros somos los arquitectos de nuestro propio destino y en nosotros está en reducir el mal, encontrando sus causas, las mismas causas que nos llevarán paulatinamente a producir otros efectos. Hay que buscar el hilo conductor, el que une al hombre consigo mismo, con la Naturaleza y sus leyes para que el mismo orden vuelva a imperar entre nosotros.

Créditos de las imágenes: Alexandra Gorn

JC del Río

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