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Teorema de la dignidad

Teorema de la Dignidad o la práctica de la filosofía en el combate cotidiano por la dignidad humana

Los seres humanos pueden aceptar perder muchas cosas, salvo una: su dignidad.

¿Pero qué es la dignidad?

En el mundo de hoy, no existe propuesta alguna que exija una disciplina interior para que los seres humanos puedan discernir entre las vanidades e ilusiones que les presenta la sociedad de consumo y lo que es realmente esencial y renovador.

Hay algo, sin embargo, en nuestro interior, que nos obliga a enfrentarnos permanentemente con nosotros mismos, con nuestras dependencias y automatismos, adquiridos generalmente por comodidad y sumisión o por cobardía e ignorancia. La práctica diaria de la filosofía, como búsqueda de la verdad y amor a la sabiduría, nos hace ver que éstas suelen ser las trabas más frecuentes que se anteponen a nuestra evolución cotidiana cuando queremos ser nosotros mismos.

Una de las claves para llegar al interior de uno mismo, para comprender nuestra propia identidad y desarrollar una vida con plena conciencia, consiste en la práctica de la dignidad. No se trata de la búsqueda del reconocimiento a nuestros méritos, sino del respeto por nuestra propia esencia y del compromiso de actuar en la vida en función de ella.

Voluntarios de Nueva Acrópolis en Santos (Brasil) prestando ayuda en un hogar para ancianos.

La palabra dignidad proviene del latín, dignitas. Está asociada al valor personal, al mérito, a la virtud, a la condición, al rango, al honor. Se la asocia también a la idea de la belleza majestuosa, a la magnificencia.

La falsa dignidad

Cuando mencionamos aquellos que ocupan altas funciones en un régimen político, se habla a menudo de “dignatarios del régimen” y se entiende por dignidad un rango en la jerarquía social que todo el mundo reconoce. Ser digno se confunde con el hecho de representar algo frente a los demás y, por extensión, al hecho de representar algo frente a uno mismo. Los seres humanos tienen cada uno su propia presunción y vanidad, la necesidad de decirse que son alguien y no un “don nadie”.

Ya en la época romana y más tarde, la aspiración a lograr su dignitas, su dignidad, consistía más en obtener aquello que uno consideraba merecer como persona, en el sentido del rango que debía ocupar en la sociedad, que en encontrarla dentro de sí mismo. Platón nos alerta sobre esta conducta, recordándonos que puede conducir a una forma de gobierno desviado, como es la timocracia o la búsqueda de los honores.

Esta forma de abordar la dignidad la hace depender excesivamente del reconocimiento social y de las circunstancias, sin tener en cuenta la interioridad del individuo. Y así, en nombre de la “sacrosanta dignidad” de unos y de otros se cometieron los peores crímenes, debido al orgullo herido, a los celos, al egoísmo y a la avidez.

La búsqueda de la dignidad social, a través del reconocimiento y el ejercicio del poder, lleva en general a la carrera por los honores, al fasto y a la apariencia. Es una dignidad de imagen, donde la moda y el pensamiento consensual dictan lo que es “conveniente y digno”.

Todos podemos ver que nuestro mundo se ha transformado hoy en una sociedad del espectáculo, donde la forma prevalece sobre el fondo. Lo importante ya no es lo que uno dice o piensa, sino la manera en que las cosas se dicen, y así los auténticos valores se esfuman. Pero en realidad, hemos ido aún más lejos, porque ahora hemos entrado, gracias al mundo virtual, en la era del simulacro. “La realidad importa poco, lo que cuenta es todo lo demás, todo lo que rodea aquello que podríamos haber vivido, si no hubiésemos tenido esta vida banal, previsible…”[1] Es increíble la cantidad de paraísos virtuales que abundan en internet, con sus villas impecables y sus amores perfectos, donde se puede hacer todo lo que uno sueña, donde se puede hacer todo sin vivirlo verdaderamente y sin esfuerzo. La vida real ya no existe y, como consecuencia, tampoco existe la responsabilidad ni el compromiso. Cada cual se construye su identidad virtual y su falsa dignidad.

Es curioso que una civilización que ha luchado durante décadas por la dignidad del ser humano, por el respeto a las culturas y el compromiso con la naturaleza, haya perdido finalmente su propia dignidad, impotente para realizar las reformas individuales y colectivas. Se refugia en la fantasía como si, después de ella, viniese simplemente el diluvio.

En busca de la dignidad

A pesar de todo, la necesidad de recobrar la dignidad humana es irreprimible en el interior del ser humano y, desde principios del siglo XXI, nuevas corrientes se alzan en su búsqueda, rechazando las falsas propuestas del siglo pasado. A través del voluntariado social, humanitario y cultural, miles de jóvenes y menos jóvenes se han lanzado a la práctica y al desarrollo de su propia dignidad, aportándoles una nueva dignidad a los hombres y mujeres que ayudan con sus acciones.

Este compromiso con la realidad tiene un valor verdaderamente inestimable y nos permite reapropiarnos el sentido filosófico de la dignidad. El concepto de la dignidad y su práctica es un excelente motor para desarrollar una reforma en nuestra visión de la vida, inspirada en la sabiduría y las filosofías humanistas. El humanismo destaca que, si no se supone que el ser humano es libre, no lo será jamás.

La dignidad humana, desde el punto de vista filosófico, se entiende bajo estos principios. El filósofo Bertrand Vergely nos recuerda que “existe en el ser humano algo que no tiene precio, porque está más allá de todo precio y, al mismo tiempo, da su precio a todo lo que tiene precio”. Este “algo” no evoca otra cosa que el plano del espíritu. El espíritu no es algo precioso, simplemente porque nos permite comprender la realidad y liberarnos de ella, sino porque ver las cosas a través del espíritu las ennoblece, elevándolas en vez de rebajarlas, es decir instalándolas en lo que tienen de dignas, de excelentes. La vida moral, que es la práctica de la filosofía en lo cotidiano, tiene como sentido el hacernos vivir esta verdad.

Los filósofos griegos ya nos habían advertido de que la filosofía no tenía ningún valor si sólo se limitaba a un discurso. A través de la adquisición de un saber vivir, el sabio actualiza la potencia de la que es capaz el ser humano para acceder al bien. Dispone de la mayor fuerza que una persona puede poseer, la que los filósofos griegos asimilaron a la virtud. Y la práctica de la virtud no es otra cosa que el desarrollo de las dignidades humanas. El término griego para indicar la palabra virtud es arete, la excelencia. Es una fuerza y una energía capaz de engendrar un movimiento, una buena acción, una acción excelente. La virtud conduce a la acción que produce dignidad.

Las virtudes cardinales que los griegos habían distinguido como principales son la fortaleza, la prudencia, la templanza y la justicia. Ellas son el pedestal de la sabiduría. Representan siempre actos que nos llevan a trascender nuestros instintos, nuestra comodidad y nuestra inercia, nuestra mecanicidad y nuestra cobardía.

Sócrates, como nos recuerda Platón, decía: “No digo que los bienes no morales de los cuales he hablado (dinero, reputación, prestigio), no tengan ningún valor, lo que digo es que su valor es ampliamente inferior al del bien más preciado en la vida, que es la perfección del alma…”[2]

Las virtudes componen los bienes constitutivos de la felicidad que es el Bien último. No están condicionadas por nada exterior. Son bienes morales, que tienen su fuente en la vida interior de cada ser. Nos aportan dignidad, porque nadie nos la puede quitar y por eso constituyen la verdadera felicidad, la eudaimonia.[3]

La dignidad del ser humano

En el siglo XV, inspirado por los autores clásicos, pero también por la Cábala, la Biblia y el Hermetismo, el filósofo italiano Pico de la Mirandola redacta su célebre discurso “De hominis dignitate” o “De la dignidad del hombre”. Allí nos recuerda que, a diferencia de las otras criaturas terrestres, el ser humano, para realizar su condición como tal, debe saber elegir entre el animal y el ángel. Es el ejercicio de su libertad interior lo que garantiza su dignidad. La naturaleza humana, al contener todas las naturalezas, obliga a la conciencia a una elección que ninguna condición o herencia puede determinar.

“Si ven arrastrarse un hombre sobre el suelo, librado a su vientre, no es un hombre lo que veis, sino un tronco. Si ven un hombre que tiene la vista nublada por las vanas fantasmagorías de su imaginación (…), un esclavo de sus sentidos, es un animal el que veis y no un hombre. Si veis un filósofo discernir todas las cosas según la recta razón, veneradle: es un ser celeste y no terrestre; si veis un ser contemplativo retirarse sin preocuparse de su cuerpo en el santuario de su espíritu, no se trata de un ser terrestre ni de un ser celeste, sino de una divinidad envuelta en carne humana. ¿Pero hacia dónde tiende todo esto? A hacernos comprender que nos corresponde, puesto que nuestra condición nativa nos permite ser lo que queremos, velar por encima de todo para que no se nos acuse de haber ignorado nuestra alta responsabilidad, transformándonos en animales de carga o privados de razón. (…) Que una suerte de ambición sagrada invada nuestro espíritu y nos vuelva insatisfechos con la mediocridad. Nosotros aspiramos a las cimas, trabajamos con todas nuestras fuerzas para llegar a ellas.”[4]

Kant teoriza de manera muy precisa sobre el principio de la dignidad humana: “Obra de manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio.”[5]

Este enunciado del segundo imperativo categórico establece, en efecto, que todo ser humano (o como dice Kant “todo ser racional”), como fin en sí mismo, posee un valor que no es relativo sino intrínseco. Este valor en cuestión, que no se puede cuantificar, es la dignidad.

“Lo que concierne a las necesidades humanas tiene un precio mercantil, lo que procura una satisfacción poniendo en juego nuestras percepciones tiene un precio de sentimiento, lo que puede hacer que algo se vuelva un fin en sí, con un valor intrínseco, no tiene simplemente un precio, tiene dignidad”.[6]

Cada ser humano no tiene precio ni equivalente con ningún otro. Lo que tiene un precio puede ser sustituido por cualquier cosa equivalente; lo que es superior a todo precio y que por tanto no permite equivalencia alguna, tiene una dignidad. Moralidad y humanidad son las únicas cosas que no tienen precio.

Estos conceptos kantianos reaparecen en un escrito muy bello de F. Schiller “De la gracia y la dignidad”: “El dominio de los instintos mediante la fuerza moral es la libertad del espíritu y la expresión de la libertad del espíritu, en el mundo de los fenómenos, (en lo cotidiano), se llama dignidad.”

Decimos que alguien es autónomo cuando es capaz de dirigirse a sí mismo según una ley propia, fijada desde su interior y no impuesta por el exterior. Substancialmente, la dignidad de un ser racional, nos dice Kant, es el hecho de que él “no obedece a ninguna ley que no sea instaurada también por y en él mismo” y a la cual se adhiere. Pero esta autonomía del ser humano reclama ser conscientes de que esa ley no es contraria a la ley universal, si no, se cae en la separatividad, el individualismo, en una búsqueda de leyes y principios al servicio de los intereses particulares.

Para poder actuar con autonomía se debe, primeramente, ser capaz de pensar por uno mismo y acatar las propias decisiones, esto es lo que se entiende por libertad del espíritu. El obedecer a sus pensamientos libremente elegidos, concede la dignidad al ser humano. El libre albedrío se refiere a la capacidad que cada cual posee de poder determinarse por sí mismo, decidiendo y siendo fiel a sus principios.

Rousseau, justamente, concebía la libertad no como el hecho de no estar sometido a nada, sino del hecho de darse a sí mismo leyes de acción que nos comprometan en nuestra vida. Para practicar la libertad es necesario un compromiso interior que no consista en satisfacer nuestros caprichos o deseos inmediatos, sino aquello que es justo y bueno.

La vida moral y la práctica de la dignidad

Kant aclara perfectamente que la moralidad no debe confundirse con moralización. No se trata de dar lecciones a los otros o de apostrofarlos en nombre de algún dogma. Se trata de un comportamiento interior que nos obliga a transcendernos respecto de nuestros propios intereses particulares, para poder actuar en función del bien o interés universal o colectivo. Kant dice “Actúa de tal manera que tu principio de acción pueda ser elevado como una ley universal. Que lo que es bueno para ti, pueda ser bueno para todo el género humano.”[7]

Debemos entender que la moral no trata simplemente de los usos y costumbres, sino que también está en relación con el dominio de los principios que regulan la acción humana. La vida intelectual es insuficiente para evolucionar y no caer preso de la subjetividad y el egocentrismo. La vida moral implica la práctica de cada una de las ideas que aceptamos como constitutivas de la ética y, para poder desarrollarla, necesitamos fuerza moral. Es decir, un esfuerzo para vencer los obstáculos que nos impiden actuar en nuestra vida del mismo modo en que pensamos.

Ética es la parte de la filosofía que trata de las obligaciones del ser humano y la moral de las costumbres que pueden implementarlas. Ética y moral son la teoría y la práctica de una filosofía a la manera clásica que eleva al ser humano hacia su propia dignidad.

“El aspecto práctico de la filosofía consiste en hacer emerger esos valores interiores que todos poseemos. Esto proporciona una gran confianza en sí mismo y en los otros y, sobre todo, una inagotable capacidad para resolver las dificultades de la vida.”[8]

Las condiciones de la dignidad

Como hemos visto, el concepto de la dignidad está en relación con una serie de principios o ideas filosóficas: la sabiduría que permite vencer la ignorancia, la libertad de espíritu que nos arranca de la sumisión, la fuerza moral que nos libera del mecanicismo y de la inercia, y la autonomía que nos permite ser menos dependientes de las situaciones y circunstancias.

Estos principios se encuentran íntimamente relacionados, estimulándose mutuamente y aportándonos un verdadero programa filosófico para el mejoramiento del ser humano y la sociedad.

Sintetizando:

  1. El ser humano es un fin en sí. No tiene precio.
  2. No obedece más que a las leyes que hace propias desde su interior hacia el exterior. Estas son de orden universal o de interés general y le permiten actuar con autonomía.
  3. La vida moral es la condición de esa autonomía y de la dignidad. Para lograrla, hay que dominarse y trascenderse a través del desarrollo de una fuerza moral.
  4. La libertad del espíritu aplicada a la existencia cotidiana nos conduce a nuestra dignidad.
  5. Las “dignidades” que desarrollamos son las virtudes que conforman la sabiduría. Esto nos lleva a un teorema:
    • El filósofo busca la sabiduría, es decir aprender a hacer el bien. Para ello, debe desarrollar ciertas virtudes que conforman sus cualidades intrínsecas y lo llevan a vencerse a sí mismo, y esa es su dignidad, porque asume y trasciende su condición humana, luchando contra la cobardía, el vicio, etc.
    • Esta dignidad le permite ejercer su libertad de espíritu, evitando toda forma de sumisión.
    • En la práctica, esto se traduce por el desarrollo continuo de una real fuerza moral que le permite hacer frente a las circunstancias y dificultades cotidianas, logrando movilizarse y salir de la comodidad, de la inercia y de la mecanización.
    • Así logra por lo tanto la autonomía, la no dependencia frente a las circunstancias y las diversas situaciones, pudiendo guardar interiormente intacta su confianza frente a la vida y su corazón alegre.
    • Este es el corolario del camino de la búsqueda y de la práctica filosófica de la dignidad, que consiste, como dirían los orientales, en la práctica de su propia ley de acción, aquella que expresa la propia identidad, lo que no tiene ningún precio.

La dignidad permite reconocer un verdadero ideal

Los seres humanos son seres de conciencia y se realizan como tales dentro de la comunidad humana de conciencias. Si herimos la conciencia de una persona, destruimos de alguna manera su humanidad. Es la conciencia, como lo demostró Sócrates con su daimon, la que hace vivir a los seres humanos realmente, proyectándolos al plano del espíritu.

Querer significar algo respetando su propia dignidad, luchar para que la Humanidad en general pueda valer algo, no es vano. Es el compromiso esencial, porque tratando de llegar a ese plano de la existencia, la Humanidad encuentra su propia humanidad

La búsqueda y la práctica de la dignidad transforman al ser humano en un idealista. Un idealista es alguien que tiene necesidad de actuar para que el mundo y él mismo puedan mejorarse y transformarse. Todos sabemos que los ideales nos cambian. Permiten una transformación interior del individuo y también, como consecuencia, una transformación de la sociedad.

Michel Lacroix nos recuerda que “el alma se tiñe del color de los pensamientos que la ocupan (…) si sus pensamientos se tornan hacia un ideal, el alma se eleva (…) si al contrario, el alma está privada de ideal, se empobrece”.[9]

Pero en la incertidumbre de las valoraciones morales del mundo contemporáneo, acrecentada por las dos guerras mundiales y todos los conflictos terroristas, económicos o interétnicos posteriores ¿cómo poder elegir un ideal?

Es natural que estemos desconcertados, porque las ideologías, los partidos y los regímenes que de manera explícita o implícita han contravenido el teorema de la dignidad, han demostrado ser ruinosos para sí mismos y para los demás.

Hoy, más que nunca, es el criterio de la dignidad lo que nos puede permitir decidir sobre la validez de los ideales que pueden convenirnos. Toda propuesta que no promueva la dignidad interior y exterior del ser humano contiene ya en sí el germen de su anti-humanidad.

Se puede decir que la exigencia de la dignidad del ser humano es la clave fundamental que nos permitirá aceptar o no ideales o formas de vida instauradas o propuestas en este siglo XXI. La dignidad permite vencer el miedo al compromiso y a los ideales.

 

Fernand SCHWARZ

Notas:

[1] Frederic Beigbeder, Au secours, pardon, Ed. Grasset, 2007

[2] Gregory Vlastos, Socrate, ironie et philosophie morale, p. 303, Ed. Aubier.

[3] Ver La voie du bonheur, la philosophie vivante de Socrate, F. Schwarz, Ed. des 3 Monts.

[4] Pico de la Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre.

[5] Ver Diccionario de filosofía, Nicola Abbagnano, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1963.

[6] Kant, Fundamentos de la metafísica de las costumbres.

[7] Nicola Abbagnano, op. citada.

[8] Delia Steinberg Guzman,  Editorial del Anuario de Nueva Acrópolis 2007.

[9] Michel Lacroix, Avoir un idéal est bien raisonnable?, p. 127, Ed. Flammarion.

 

Créditos de las imágenes: Nueva Acrópolis

JC del Río

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