El dragón es una entidad fascinante y tremenda a la vez. Expresa las fuerzas telúricas y espirituales que asocia en sí mismo, y es también un despiadado guardián.
El dragón es el guardián de los secretos divinos.
El dragón puede ser domado pero jamás destruido, ya que mora latente en cada ser, como dormido, aunque siempre dispuesto a despertar si se abandona la vigilancia. Entonces renace, y sus fuerzas destructoras devoran cuanto se le enfrenta cuando uno no está suficientemente preparado.
Símbolo de la relación entre la tierra y el cielo, posee a la vez alas de grifo y patas con garras de águila. Une los extremos de los dos mundos, es decir su energía. Cabalgar el dragón, domarlo y reducirlo a la quietud, es unir esta doble energía, lo que sólo pueden hacer los santos, los sacerdotes o los místicos. San Miguel o San Jorge en la tradición cristiana, San Gabriel en la del Islam, han vencido al dragón porque poseían el conocimiento perfecto de los dos mundos, el terrestre y el celeste: su espada, semejante a un rayo luminoso y símbolo de la luz divina, logra herir las fuerzas de la ignorancia y de la duda.
Tanto en el plano colectivo como en el individual, es imprudencia peligrosa despertar el soplo del dragón antes de poseer la sabiduría. “Ciencia sin conciencia es la ruina del alma…”
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