Hay dos maneras de interpretar el simbolismo del desierto: la primera es considerarlo como símbolo de la indiferenciación primigenia que contiene potencialmente todas las formas de manifestación, y la segunda es considerar la enorme extensión de su superficie seca y estéril –una tierra árida e inhóspita en su apariencia externa–, pero bajo la cual puedes encontrar verdaderos tesoros si te esfuerzas en buscarlos.
Shankaracharya utiliza el simbolismo del desierto en el primer sentido, para significar la uniformidad primigenia e indiferenciada, fuera de la cual nada existe más que de forma ilusoria, a la manera de un espejismo. Y para el maestro Eckhart, el desierto en el que reina solo Dios es la indiferenciación reencontrada por la experiencia espiritual, idéntica a la mar del simbolismo búdico. Para Angelus Silesius, la deidad está en el desierto, e incluso dice “Yo debo subir aún más arriba, al desierto, para encontrar a Dios”, es decir, hay que llegar hasta la indistinción del principio, hasta lo Uno indivisible para descubrir y reconocer la ilusión de la multiplicidad.
Aunque parezca una paradoja, podríamos decir que el símbolo del desierto es uno de los más fértiles de la Biblia. Para esta viene a ser un símbolo de la tierra maldecida por Dios tras el pecado de nuestros primeros padres, pero también nos habla de un lugar de penitencia y purificación, al que voluntariamente se retiran los monjes del cristianismo como eremitas para expiar sus culpas. Desde el punto de vista bíblico, el desierto es el equivalente a las “pruebas”, y es sinónimo de disciplina, de proceso evolutivo. Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto y, tras un periodo de ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, tuvo que sufrir las pruebas de las tres tentaciones de Satanás y superarlas antes de iniciar su vida pública en la que manifestó su mensaje al mundo.
Otro de los personajes históricos que fue probado en el desierto fue Moisés. El gran caudillo del Antiguo Testamento aprendió en el desierto toda la sabiduría que no había podido obtener en las grandes escuelas de Egipto, en las Casas de la Vida donde fue educado. Fue en la ardiente e incómoda arena del desierto donde Dios fundió las asperezas de su carácter para luego poder confiarle la dirección del pueblo elegido.
Ya lo dijo Charles Swindoll: “No hay nada como el desierto para descubrir quiénes somos en realidad. Cuando te despojas de todos los adornos, te quitas las máscaras y te desprendes de todos los disfraces, comienzas a ver una identidad que no conocías hasta entonces y que es la tuya propia.”
¡Demos la bienvenida al desierto! Es la escuela que utiliza el destino para probarnos. No nos aflijamos ni perdamos nuestra alegría interior cuando atravesemos el intrincado desierto de las pruebas. Mejor agradezcámoslo y aprovechémoslo para quemar toda la escoria que llevamos acumulada. Los ardientes hornos del desierto solo van a quemar esa escoria, pero el oro del alma se va a volver más puro.
Créditos de las imágenes: Keith Hardy
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Muchas gracias,fue iluminador.