Humanismo

Protagonismo de la juventud en los próximos años

El tema que nos ocupa hoy es el del protagonismo de la juventud en los próximos años. Últimamente, en lo que va de siglo, el protagonismo de la juventud, a pesar de que aparentemente haya sido cada vez mayor, se ha aminorado. Hay una serie de características que están coartando la posibilidad de la juventud en su expresión, en su forma de ser. La juventud tiene una serie de inquietudes; esta serie de inquietudes, en el mundo actual, son apretadas como si fuesen un férreo manojo.

Hoy, casi todas las actividades se encuentran faltas de un campo con futuro. A principios de siglo un joven iba a la universidad con la relativa seguridad de que, al salir de ella, iba a poder tener un puesto remunerado, una gama de actividades beneficiosas e iba a poder ser alguien en el mundo. En la actualidad sabéis que la gran cantidad de alumnos que van a nuestras universidades –que, generalmente, no están adecuadas a esa gran cantidad de alumnos– se encuentran con la paradoja de llegar a tener un título que prácticamente no les sirve de nada, pues no suelen encontrar fácilmente empleo, no encuentran quien edite sus libros, no tienen salas donde hablar… Y hay incluso jóvenes que se preguntan, y no sin razón: «¿Para qué voy a ir a una universidad? ¿Para qué voy a estar estudiando durante años y años, para luego ganar quizás lo mismo que un fontanero que no se ha pasado los mismos años estudiando, y que ha podido vivir su juventud de otra manera?». Esa es una pregunta seria.

Sabemos que estamos en un mundo materialista, y nosotros no somos materialis­tas, pero también tenemos nuestra parte material; necesitamos vivir. Y vemos que una serie de elementos que podrían ayudar a los jóvenes a desenvolverse se van cerrando frente a ellos y les van negando la capacidad de expresión.

Además, en cada momento histórico hay una determinada alienación. En el Renacimiento italiano los jóvenes que querían destacar, por ejemplo, en la literatura, o que querían hacer obra artística, tenían casi forzosamente que ingresar en la Iglesia; aquel que no entraba en la Iglesia difícilmente podía tener acceso a una cátedra, a un buen empleo, a conseguir que sus libros se editasen, puesto que los libros pasaban por un tribunal eclesiástico y, obviamente, era mucho más fácil que esos libros se editasen siendo miembro de la Iglesia que no perteneciendo a ella.

Hoy esa alienación ha desaparecido, pero ha venido otra nueva: la alienación política, la alienación de las modas. Nuestras universidades están muy politizadas, y no en el buen sentido, sino en el sentido de las pegatinas, de las pintadas, de todos esos elementos que hacen que haya lucha y oposición entre los jóvenes.  Si en esta sala, en lugar de haber adornos inocentes, cuadros y una decoración que no tiene nada en contra de nadie, pusiésemos: «¡Abajo los que piensan tal cosa!», o «¡Mal nacidos los que son de tal parte!», podría haber alguno de vosotros que pensase como esas personas, o hubiese nacido en un lugar o en otro, y se sentiría completamente rechazado. Notaríais como que hay algo en la casa, una suerte de velo de espesa telaraña que no os permite pasar; otros, en cambio, se sentirían como dueños injustos de un lugar, y empezarían las segregaciones, las separaciones entre unos y otros. Es obvio que hoy el joven está muy constreñido por estas posiciones extremistas.

Por otro lado, ha aumentado la esperanza de vida de la gente. A principios de siglo, la gente se jubilaba a los cincuenta años. Un hombre a esa edad era definitiva­mente viejo, y eso permitía que el puesto que dejaba fuese ocupado por algún joven. Pero hoy la jubilación se ha prolongado hasta los sesenta o sesenta y cinco años; por lo tanto, los jóvenes se encuentran cada vez con menos campos de acción, con menos lugares de trabajo verdaderamente responsables; y entonces existen una serie de explo­siones, de choques, de oposiciones entre unos y otros que no redundan en beneficio de nadie.

De ahí que nos hemos preguntado cuál sería el protagonismo de la juventud en los próximos años. Tal vez nos ayude en nuestro tema, el que podamos lograr una entente, porque lo fundamental no es que digamos muchas cosas, sino entender algo básicamente. Una entente es una suerte de pacto, de trato, de calor humano.

Hoy el principal fenómeno es el del anonimato, que nos lleva a la separación entre una persona y otra. Vivimos «acumulados» en las grandes megalópolis, pero no sabemos qué pasa detrás de esta pared, aunque aparentemente estamos muy juntos y aglomerados millones de personas. En otra época, cuando en un pueblo alguien se sentía mal, todo el mundo lo sabía, y ayudaba o no, pero cabía la posibilidad humana de asomarse a una ventana y decir: «¡Que estoy enfermo! ¡Ayudadme!», o «¡Que venga alguien, que me están robando!» ¿Vosotros creéis que si me asomo ahora por esa ventana y digo: «¡Me están robando!», alguien viene? ¡No! «¡Ah!, que le están robando a aquel; ¡qué suerte tengo, pues no me roban a mí!». O si yo dijese ahora: «¡Que estoy enfermo!», me gritarían: «¡Vete al hospital a que te curen!».

Hay una ola de indiferencia, de choque de todos contra todos; eso coarta completamente nuestras posibilidades. A pesar de que estamos juntos, de que estamos reunidos, y a pesar de que vivimos millones de personas en una ciudad, hemos llegado al más egoísta de los anonimatos, donde nos cruzamos como máquinas por todas partes. Tomamos un metro y ¿cuál es nuestro pensamiento? ¿Tenemos un pensamiento generoso como «pues voy a ver de toda esta gente que hay en este vagón del metro, quién puede necesitar algo»? No, pensamos: «¿Dónde tendré yo la cartera?, que aquel se está acercando demasiado», o «¿Dónde tendré yo el bolso? Cuidado que me han dicho que con unas tijeras o una navaja los cortan». Estamos siempre a la defensiva, como si estuviésemos en un zoológico, en una gran jaula de leones donde nosotros mismos fuésemos fieras y los demás también.

Eso es una realidad. La podemos pintar, del color que queráis, pero es una realidad que nos acontece todos los días, a cada instante.

Sabéis que Nueva York sufrió un apagón hace pocos días. Nueva York, la ciudad más grande del mundo como ciudad o como estructura, ha sido afectada por un corte de electricidad. Para nosotros no sería más que un simple corte de electricidad. Si ahora sucediese aquí, seguiríamos hablando, y para salir después solo hay que bajar tres pisos. No hay ningún problema. Pero si estuviésemos en un vigésimo quinto o trigésimo piso y tuviésemos que bajar a comprar velas sería una cosa horrible. Esa gente se ha visto gravemente afectada por el corte de luz. Ha habido saqueos, violencia, levantamientos de grupos; lo malo es que se habla de los levantamientos de la juventud. La juventud es como una «cabeza de turco», que cuando pasa algo todo el mundo dice: «Los jóvenes son los que se levantan; los que roban; los que violan, los que ofenden».

Pero en este caso, ¿le podríamos echar la culpa a los jóvenes, o a un sistema absolutamente podrido, que hace que estemos amontonados unos encima de otros como hormigas, de tal forma que apenas algo cambia en esa relación de tensión que nos permite sobrevivir a todos, estallamos y chocamos las cabezas los unos contra los otros?

El apagón de Nueva York ha demostrado cuán frágil es nuestra civilización, cuán frágiles son nuestras formas de vida. Podríamos pensar que lo que sucedió en Nueva York no pasaría en una ciudad europea o en una ciudad de algún otro tipo. Pero quiero recordar que cuando en Europa y en otros lugares no había rascacielos y no se usaban una serie de cosas, en Nueva York ya los había. En cierta forma, los habitantes de Nueva York están viviendo ya un poco el futuro que nos espera, el futuro que se nos viene encima, que todavía no sentimos, pero ellos sí.

Tienen unos problemas de tráfico en las calles que son terribles. Apenas se averían los semáforos, los turismos se apelotonan, porque los conductores ya no miran a los lados a ver si viene otro vehículo, sino que van conduciendo mirando los semáforos. Cuando está en verde, uno pone la primera y sigue adelante, y cuando está en rojo no avanza. La gente se ha mecanizado de tal manera que solo mira los semáforos; no mira si vienen los coches, ya no digo si viene gente. Nosotros todavía hoy nos fijamos si vienen coches por detrás, si alguna viejecita vio mal el semáforo. En Estados Unidos si está verde se sigue —no hay ningún problema—, y si hay alguien delante, que lo pague.

Es un mundo completamente cruel y despersonalizado; no porque la gente sea mala, sino porque el sistema los despersonalizó. El sistema les ha quitado la capacidad humana del diálogo, de la comprensión, del trato humano, de la libre generosidad, del poder dar; y un yo, un yo absolutista y pequeño, que se cierra sobre la propia vitalidad cual si fuese una bestia, ha llegado a reemplazar a la virtud, a la generosidad, al trato humano que todos debemos tener con todos. Y ese fenómeno del apagón nos ha demostrado cuán frágil es el sistema en el cual estamos viviendo.

De una forma u otra todos los sistemas que hoy tenemos opción de vivir son materialistas. Son sistemas que se basan en la prioridad o plusvalía de la parte material –o aun de la parte psicológica más tangente a la material– sobre la parte espiritual.

De ahí que, para poder hablar de un protagonismo de la juventud en los próximos años, creo que lo primero que tenemos que hacer es reflexionar, darnos cuenta de que este mundo, este sistema donde estamos viviendo no sirve. Sé que eso lo dicen muchos, que se pregona por las calles, se escribe, lo dicen en la televisión, pero lo dicen de boca para afuera. Debemos tener el convencimiento interior, darnos cuenta: este sistema no sirve. Este sistema está viciado, nos está recortando a todos completamente. ¿Habéis notado que en Acrópolis nos esforzamos por hablar sin micrófono? No es que estemos en contra de los aparatos electrónicos, pero no debemos depender de manera absoluta de las máquinas. Si puedo hablar con vosotros, aunque tenga que caminar entre vosotros para que me escuchéis un poco mejor y para que me veáis todos, ¿qué sentido tiene que estuviese en el otro extremo del salón murmurando palabras en un micrófono? Cuando hay más gente, cuando el salón está muy lleno, entonces tengo que valerme de un micrófono. Pero con micrófono o sin él estoy con gente, no con muñecos de paja, no con simples imágenes que yo me he imaginado, sino gente, gente que piensa, que siente, que vibra, gente que tiene calor, que trata de entender este tema como lo trato de entender yo.

Si estuviésemos en una real fraternidad, si todos nos pudiésemos mirar al rostro y decir «¡Tú eres gente y yo soy gente!», si pudiésemos llegar a eso, daríamos un paso enorme en la superación de este sistema de barrotes y cadenas del materialismo que nos ha separado al uno del otro, que nos mantiene en un estado siempre agónico, que no podemos superar, con ese temor a los demás, con ese temor a todas las cosas, con ese pensar que todo lo material nos es tan imprescindible.

Sin embargo, lo material nos es relativamente imprescindible… Aquí hay una llave de luz: si la apago, vosotros me veis peor, pero me oís igual y me entendéis igual, con luz o sin luz. Antes de que hubiese luz eléctrica, Dios, la Naturaleza —o como queráis llamarlo— había dado la luz del Sol; nos dio las estrellas para guiarnos y la Luna para soñar por las noches, nos dio oídos para poder oír en la oscuridad sin que haga falta otra cosa.

Aquellos primitivos hombres que se arrastraban en las cavernas, como en Altamira, podían sin embargo hacer obras de arte que pasaron a través de los milenios, alumbrados no sabemos cómo, tal vez pintando en la oscuridad; pero hoy no podemos concebir pintar si no es con luz, y no podemos concebir, a lo mejor, hablar si no es con aparatos electrónicos, y no podemos concebir viajar si no es con una serie de máquinas.

Lo primero que hay que hacer es tener ese reconocimiento humanista de que somos gente, verdaderamente gente.

También hemos hablado en otras ocasiones de qué es ser joven. Mi idea, que muy vieja, ya la tenían los griegos cuando hablaban de la «Afrodita de Oro». El ser joven no es solamente una cuestión de células epiteliales. Yo hoy siento exactamente igual, sueño igual y leo los libros de poesía que leía hace veinte años. Hace veinte años era joven, ahora no lo soy. Sin embargo, por dentro, dentro de mi corazón, cuando estoy a solas por las noches, cuando estoy en mi mesa de trabajo, tengo la misma edad que tenía hace veinte años. Conmigo pueden hablar los adolescentes de sus temas, porque sigo en el fondo siendo un adolescente, un hombre simple que se asoma a la vida. Ahora a los simples les llaman filósofos, como también a los filósofos se les dice simples.

Debemos recobrar ese estado ingénito de juventud interior. El cuerpo pasa muy rápidamente, lo sabéis. Los más jóvenes hace unos pocos años jugabais con muñecas o con soldaditos de plomo; hace pocos años estabais yendo a una escuela, a un colegio a aprender a leer y escribir. La vida pasa, todas las cosas van deviniendo. No se puede ser siempre joven físicamente. No podemos hacer una suerte de «clase social» de los jóvenes, porque a medida que cumplen años, dejan de serlo y hay otros que vienen a reemplazarlos.

Así que vamos a pensar en la persona, en la gente. Recordemos que somos gente. Tenemos distintos períodos en la vida, distintos momentos, ¿cuál será el que tengo que buscar?, ¿cuál será mi salida a todo este problema? Mi salida es otro tipo de juventud, una juventud interior. Porque un joven de veinte años puede ver la Venus de Milo, y encontrarla bella. Y un hombre de treinta, cuarenta o cincuenta años también la puede ver igual de bella. ¿Qué es lo que permanece en él, más allá de la parte estrictamente física, más allá de la parte estrictamente externa, corpórea, circunstancial?

Hay algo dentro de cada ser humano que permanece siempre igual. Eso que permanece siempre igual –si queréis le vamos a llamar espíritu–,  que guarda una eterna juventud porque siempre está soñando y pensando no solamente hacia el pasado, sino también hacia el futuro; eso que se proyecta, que dice: «¡Mañana voy a hacer… dentro de un mes… el año que viene…!»; eso que tiene sus sueños, que tiene sus esperanzas, que trata de que el día de mañana sea mejor que el día de hoy; eso que cree que siempre va a haber amaneceres, que puede hoy entender las golondrinas de la misma forma en que las entendió Bécquer, eso es la «Afrodita de Oro», la juventud interior. Es esa fuente de juventud que todos buscaban en un lugar o en otro.

Esa fuente de juventud está dentro de cada uno de nosotros, pero la hemos taponado, la hemos cubierto con detritus, con materia. La contaminación exterior no es más que un reflejo de nuestra contaminación interior.

Tenemos ríos en España que están sucios, que ya casi no son ríos. Mas, ¿no será una imagen exterior de lo que en cierta forma tenemos dentro? ¿No se nos habrá secado algún río dentro? ¿No le habremos echado demasiadas cosas artificiales? ¿No se nos habrá llenado de espumarajos ese río interior? ¿No se nos habrán muerto los peces, las garzas, los pájaros en las orillas de ese río interior? ¿Correrá todavía ese río? ¿Sabrá cantar de piedra en piedra la vieja canción de las cascadas?, ¿o es que ese río está muerto? No, ese río está vivo; de alguna manera está vivo. Lo que pasa es que está cubierto por una gran capa de cieno, una capa de basura que hace que no se le vea, que no le permite correr, fluir y llevar vida. Los ríos, cuando están vivos, llevan vida dentro de sí. En cambio, los ríos muertos son estériles lenguas que van de un lado a otro sin pronunciar palabra y sin decir cosa válida alguna.

De ahí que tenemos que partir de esta «Afrodita de Oro», de esta juventud interior, para formar un nuevo protagonismo de la juventud, de la verdadera juventud. Y, ¿qué es este nuevo protagonismo? Es, principalmente, reconocer que somos gente, no máquinas, no números en un pasaporte. Somos gente que sufrimos, que sentimos, que soñamos, que amamos y que odiamos; no creamos que porque sabemos cuatro cosas hemos llegado al cielo, o al Nirvâna como dicen los orientales. Reconozcámonos tal cual somos, con nuestras fragilidades, con nuestras fuerzas, con nuestras posibilidades y con nuestras derrotas. Sepamos tener como una suerte de ciudad dentro de nosotros, con jardines y también con cementerios. El saber aceptar que dentro de nosotros puede haber jardines de esperanzas y cementerios de sueños es lo que nos torna humanos otra vez.

Somos otra vez humanos… Nos hemos reconocido como gente. Podemos mirarnos los unos a los otros a la cara y saber que somos gente. Y ahora, como seres humanos iniciamos las posibilidades de un protagonismo de esta juventud en el futuro.

¿Qué debemos cambiar? No podemos cambiar por partes. No se puede cambiar sólo la universidad si todo el resto sigue podrido. No se puede cambiar solamente un sistema político, un sistema económico, religioso, social, artístico o científico. ¡Hace falta cambiarlo todo! Cuando digo cambiar todo no me refiero a destruirlo todo.

No estamos pensando en destruir, estamos pensando en construir. Y algunos me dirán: «Sí, pero ¿cómo construir en un mundo en el cual todo está previsto, todo está hecho?». ¿Pero realmente está todo previsto y hecho, cuando la ciudad más grande del mundo, por una simple chispa eléctrica está cuarenta y ocho horas sin luz, y hay miles y miles de personas que chocan unas con otras? ¿Está todo hecho o es que estamos viviendo en un mundo en ruinas y no nos damos cuenta?

Hay que empezar de nuevo, hay que empezar a construir otra vez. No podemos destruir lo que ya está por dos causas: una moral, ‒y lo moral es importante‒, que no debemos jamás destruir lo que hizo otro; y otra material, porque lo único que hay es un montón de máquinas, una gran montaña de chatarra, pero no hay gente del otro lado; no podemos reconstruir nada, porque no hay nada realmente construido. ¿Es que hay algo realmente construido en lo político, en lo social o en lo económico? ¿Dónde está construido?

Cada uno de los políticos que nos hablan nos trae nuevas soluciones… porque todos tienen soluciones. Y aunque todos los periódicos del mundo digan lo maravilloso que va el mundo, lo bien que estamos todos ahora que somos civilizados, no es así. Nos encontramos ante un problema de disolución total donde tan solo existe un gran engaño que nos va aplastando.

Necesitamos abrirnos a un mundo nuevo, que a su vez es viejo, porque todo es cíclico. La Luna nueva es la Luna de siempre, y el Sol que mañana va a salir, es el Sol de siempre. Simplemente estamos en medio de la noche; hay que saber esperar el Sol.

Debemos avanzar en varios aspectos. Hace falta recrear una ciencia. La ciencia que tenemos no nos sirve de mucho. Los mayores avances de nuestra ciencia están publicados en todos los periódicos. Además, los científicos han puesto al hombre en la Luna. ¡Magnífico! ¿Cuánto costó este proyecto y de qué nos sirvió? ¿Quiénes de nosotros vamos a poder ir a la Luna? Nadie, ninguno, ¿para qué soñar? No hay dinero, no hay medios. Lo primero que tenemos que hacer es una ciencia humana que trabaje para las cosas humanas; que en lugar de disponer tanto dinero para armas y destrucción, lo utilice para la investigación y para curar enfermedades, para la interpretación de la Naturaleza; una ciencia que no desprecie el pasado.

Cuando yo estaba en la universidad decían que la Atlántida no existía. No había existido la Atlántida; estaba “probado”. Mas en los últimos años, los cateos que se han realizado han demostrado que existe entre la costa americana y la europea y africana un continente sumergido. Hoy se sabe, por las muestras de lava, que hay un continente sumergido, tal cual decían las viejas tradiciones esotéricas. Ahora ¿qué se dice?: «¡Ah!, hubo un continente, sí, pero estaba deshabitado».

Esto me hace recordar aquel cuento de un hombre que va a la jabonería y dice: «Quiero ese queso». Y le dicen: «Mire, esto es una barra de jabón». «No, eso es queso. Yo vine a buscar queso». «¡Hombre!, ¡pero que es un jabón!». «¡Que no, que es queso!». «¡Ah, es queso!». Coge un cuchillo, corta una pequeña rodaja y le dice: «Pruébelo usted, a ver si es queso», y este hombre mastica, se le llena la boca de espuma y dice: «Un poco espumoso, pero es bueno el queso».

En esta confusión de cosas, la ciencia, en vez de investigar, niega aun las mismas cosas que tiene. Por ejemplo, en la pirámide de Cuicuilco, en México, se encontró lava que cubría la pirámide y que, según los registros geológicos tiene 8000 años de antigüedad; por tanto, aunque no seamos arqueólogos profesionales, podríamos decir que la pirámide tiene al menos 8000 años y un día. He ido a la Universidad de México y me han dicho que, en este caso solamente, fallaron todos los aparatos. Dicen que esta pirámide tiene 2000 años, 3000 años como mucho; no puede tener más. Yo decía: «Pero ¿por qué? Si la lava que está encima registra 8000, ¿por qué?». «Porque no puede ser», me decían. Lo afirmaban simplemente por fe, por creencia, porque esto “no podía ser”. Debemos tener una ciencia que investigue no en base a sus propias suposiciones, sino en base a la realidad y a la Naturaleza, e investigue para el hombre.

Necesitamos un arte nuevo. Un arte que nos permita la comunicación humana, un arte que no requiera un pequeñísimo grupo de pseudo-iniciados. Que cuando uno ve un cuadro o una escultura no tenga que decir: «¿Y eso qué es?», y se lo tengan que explicar. Necesitamos entonces un arte que también sea naturalista, que vuelva a los cánones humanos, que lo hagan seres humanos ante todo: seres humanos, no extraños disfrazados hiperbólicos que nos hablen con palabras raras y nos señalen puntos en la pared diciendo que esos son milicianos. Necesitamos seres humanos que hagan un arte humano.

Necesitamos también un cambio en lo económico, en lo social y en lo político. Hoy sabemos que, desgraciadamente, los intermediarios en todas partes del mundo más o menos, se quedan con gran parte de los beneficios. Si la gente produce patatas a X pesetas, la gente luego compra esas patatas a diez veces X pesetas; o sea, que entre el productor y el consumidor hay una gran red de intermediarios; esos son los parásitos, los que no producen. Todo hombre debe producir, en el campo de la materia, en el campo del espíritu; debe escribir una poesía, hacer un cuadro, arar la tierra; debe hacer algo, pero algo positivo o algo que sea creativo. Algo que lo podamos ver, sentir, tocar o soñar. Todo el mundo debe producir de alguna manera, y en unión y en concordia, teniendo un ideal por el cual producir.

Acabemos ya con esto de que todas las cosas son iguales, exactamente iguales, de que todo es igual. Cuando se va a comprar un bolígrafo, lo elegís y decís: «Quiero tener un bolígrafo mío, que yo sepa que es mío, que tenga una pequeña diferenciación». Y vais a la universidad o al trabajo y encontráis a cincuenta personas más que tienen el mismo bolígrafo, exactamente el mismo bolígrafo, y ya no se sabe si ese bolígrafo es de uno o es de otro. Me diréis que no tiene importancia saber de quién es el bolígrafo, pero sí tiene importancia saber de quiénes son los sueños, de quiénes son las ideas, de quién es el amor. Y en eso también nos pasa. Es la gran confusión, la gran transferencia de imposibilidades; la gran transferencia de negaciones nos hace un mundo negado.

Necesitamos también un cambio político que nos permita fundamentalmente convivir, necesitamos una convivencia natural; no es posible imponer la igualdad a cadenazos. Los seres no somos todos iguales. Nosotros, los que estamos aquí, que habíamos llegado al acuerdo de que somos gente, ninguno tenemos el rostro igual; todos tenemos el rostro diferente, somos todos diferentes, y en esa diferencia está nuestra riqueza. Porque si fuésemos todos iguales, esto sería una inmensa masa de ganado completamente aborregada, que no se sabría dónde comienza y dónde termina. Pero no somos eso. Digámoslo desde el fondo de nuestro corazón: somos gente, y al ser gente tenemos las sanas diferencias que señalan y distinguen a las gentes; y al ser gente necesitamos gobiernos humanos, necesitamos principios de autoridad y de respeto, necesitamos leyes que no se cambien cada diez años, ni cada tres años, ni cada dos años.

Necesitamos cosas que duren un poco más, porque tenemos una sed que nadie nos reconoce, una sed que no quitan todos los embalses, ni los pantanos ni las bebidas que hay en todo el mundo. Tenemos otra sed: tenemos una sed de humanidad. Quere­mos ser seres humanos otra vez; ser jóvenes otra vez; tener un protagonismo de juventud otra vez. Y se están levantando en el mundo los sedientos. Tenemos sed, nuestros labios se parten, nuestras lenguas se secan. Tenemos sed de poesía, sed de comprensión, sed de apretones de manos, sed de amistad, sed de amor, sed de confianza, sed de concordia y estamos hastiados de caminar en este desierto. Debemos y exigimos a los pies de Dios volver a reencontrarnos entre nosotros mismos, volver a ser damas y caballeros, volver a ser gente realmente, una nueva gente, una gente para una nueva generación, para un nuevo año, pero gente profundamente humanizada.

Necesitamos, finalmente, un hombre nuevo para este mundo nuevo. Como decimos en Acrópolis, un hombre nuevo, un nuevo protagonista. Un hombre que sea no solamente diferente, sino mejor al hombre de la actualidad; un hombre que sea capaz de vencer sus egoísmos animales; un hombre que sea capaz de trabajar y ver el fruto de su trabajo. Las líneas de montaje nos han quitado la capacidad de ver el fruto de nuestro trabajo. La gente hace tornillos o hace clavos, pero luego no sabe qué clavos y qué tornillos hizo. Hace falta un mundo nuevo. Hace falta un hombre nuevo que tenga la posibilidad de trabajar, de soñar, de pensar, de orar, un hombre que se reencuentre con el cosmos, que pueda investigar las antiguas tradiciones esotéricas o los más modernos descubrimientos de la ciencia, un hombre que tenga derecho y fe, que pueda andar en estos caminos ascendentes que van hacia el horizonte.

¿No podremos hoy, como el Quijote, arremeter contra los gigantes del materialismo, contra los gigantes del anonimato, contra los gigantes de la deshumani­zación y convertirlos otra vez en molinos de viento? ¿Es que nos falta acaso lo que tenía el Quijote? ¿Qué tenía el Quijote? Quizás no tenía nada exteriormente; sin embargo, tenía un corazón jubiloso, un corazón joven. Y aquel don Alonso Quijano, siendo ya un hombre de más que mediana edad, parecía un niño recorriendo Castilla y los distintos lugares, según nos cuentan. Ya sé que es leyenda, pero nos alimentamos de leyenda porque la realidad nos asquea.

Queremos un ideal por el cual luchar. Queremos encontrarnos con esos gigantes del horizonte para convertirlos en molinos de viento que muelan el trigo nuevo de la harina nueva que alimentará al hombre nuevo. Yo quiero, amigos, que sintáis dentro de vuestro corazón algo con lo cual no habíais entrado, que tengáis esa sensación de juventud. Que al palpitar vuestro corazón, en lugar de hacer tan solo un ruido sordo, cuando luego salga de esta sala, aunque sea unos instantes, os grite en medio del pecho: «¡¡Juventud, juventud, juventud!!». Si os atrevéis a que vuestro corazón os grite juventud en medio del pecho, mañana, yo os prometo en nombre de la Historia, que millones de hombres y mujeres gritarán juventud en las calles, gritarán en los campos y en los mares; entonces, se habrá formado el hombre nuevo, se habrá formado el mundo nuevo que todos soñamos, ese mundo que siempre va hacia arriba y hacia adelante.

Créditos de las imágenes: Pxhere

JC del Río

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