El uso y abuso que hacemos de muchas palabras las han ido vaciando poco a poco de significado. Nuestro lenguaje no solo ha ido perdiendo contenido y significado, sino que ha utilizado la característica mediante la cual todos podemos entendernos a través de la mente y, en su lugar, ha surgido algo emocional, subjetivo e imaginativo.
Destaco esto para mostrar hasta qué punto el lenguaje de la imaginación, la merma progresiva de la razón, ha ido minando nuestra capacidad de penetrar en los conceptos. Por eso no sabemos exactamente qué es optimismo ni qué es filosofía, ni cómo los podemos relacionar. Suponemos que un filósofo que ha indagado en la vida no puede ser optimista. ¿Por qué no?
Si filosofía es amor a la sabiduría, si es buscar el conocimiento para poder resolver los grandes interrogantes de la existencia, un filósofo tiene que ser optimista, pues toda investigación sincera lleva a un hallazgo. Mas tiene que ser una búsqueda veraz, efectiva, real; no solo una postura indagadora, sino un verdadero deseo de encontrar; una auténtica necesidad y anhelo del alma que quiere saber, y lo hace aprovechando aquello que ya conoce.
Si decimos que un filósofo ha de tener un sano optimismo, sería bueno comenzar por definirlo, y precisar también la contraparte de ese optimismo, que llamamos pesimismo.
Nos dicen que ser optimista es creer no solo en las cosas “buenas”, sino en las “mejores”. No satisface lo que es correcto, se quiere algo más todavía: lo mejor, lo perfecto.
El optimista por excelencia es aquel que considera que este mundo en el cual vivimos es intachable –puesto que deriva de un Dios perfecto que lo ha creado– y que nosotros, los hombres que vivimos en él, somos insuperables y únicos también.
Esta postura de creer que este mundo es el mejor –o, por lo menos, el más necesario para nuestra evolución– ha sido sostenida por muchos filósofos a lo largo de la historia.
Podemos citar a ese gran filósofo que fue Platón. También los filósofos de la escuela alejandrina –entre los cuales señalamos a Plotino– son optimistas, solo que para llegar al optimismo y a la raíz de la vida, han aniquilado una serie de adherencias de la propia personalidad, que no les permitían ver ese principio de confianza y seguridad.
San Anselmo y santo Tomás fueron también optimistas.
¿Qué es para ellos ser optimista? ¿Es acaso soñar con una perfección absoluta? ¿Es dedicarse a imaginar quimeras?
Para los pensadores de las escuelas filosóficas que hemos citado, ser optimista significa conocer el sentido de la vida; saber que vivir es crecer, evolucionar, seguir los ciclos que se dirigen hacia un fin; que la vida no es casual; que no corre por una senda cualquiera; y que, al final del camino, lo que nosotros concebimos como “bien” habrá de triunfar sobre el mal.
Mas como no todos los filósofos imaginaron la vida con ese criterio de evolución, surgió una reacción totalmente lógica: la del pesimismo.
A los pensadores pesimistas no les importa lo que va a pasar mañana, no interesa que mañana el bien venza sobre el mal. Lo significativo es el hoy; como hoy hay sufrimiento, dolor, equivocaciones, no se puede ser optimista. Tanto es así que Voltaire llegó a decir que el optimismo es la fe de los imbéciles.
He aquí que nos hemos encontrado con dos opuestos que parecen irreconciliables. Ya no son filosofía y optimismo; ahora son optimismo, por un lado, y pesimismo por el otro.
Vamos a intentar plantear un optimismo filosófico que, sin querer ser una posición de centro, tiene la posibilidad de conjugar aquellos dos opuestos irreconciliables.
Con la naturalidad de un filósofo –de un niño, como diría Aristóteles–, nos preguntamos: este mundo en el cual vivimos y del cual formamos parte, ¿es perfecto? Si somos sinceros, tenemos que decir que no.
Este mundo no es perfecto; tampoco está del todo mal, pero no es lo mejor.
Podríamos plantearnos la pregunta de otra forma: ¿este mundo puede ser mejorado? No siendo lo más correcto, ¿puede, sin embargo, llegar a la perfección?
A ello decimos: nuestro mundo puede ser mejorado. Pero esta posibilidad incluye también la acción; es decir, hablamos a la vez de un optimismo filosófico y práctico.
Esta es la postura del optimismo filosófico al que nos referimos: si las cosas no son perfectas, al menos es factible arreglarlas; y eso no depende de un hado invisible, de algo que puede bajar desde lo alto, sino que depende de nosotros, está condicionado a nuestro esfuerzo, a nuestro pensamiento, a nuestras manos, a nuestro criterio, a nuestra capacidad de amar –como filósofos– la sabiduría; y además, no solo contentarnos con amarla, sino tratar de ser cada vez más sabios.
Cuando Pitágoras dijo que él no era un sabio, un sophos, sino apenas un philosophos, lanzó una teoría de optimismo filosófico. Mas no la expresó sólo de palabra, sino que la vivió.
Él se denominaba a sí mismo “filo-sofos” –amante, buscador de la sabiduría– y dedicó toda su vida a encontrar el verdadero conocimiento y a plasmarlo. Así demostró, no un optimismo ilusorio, sino real.
En numerosos tratados se nos ha dicho que el enfoque optimista o pesimista de la vida no se refiere a ese optimismo filosófico que nos hace mejorarnos; es una cuestión fundamentalmente psicológica, una cuestión subjetivamente emocional.
Efectivamente, si una persona es apagada, triste, débil, lo más probable es que sea también pesimista, porque su misma estructura psicológica le lleva a temer la vida y todas sus consecuencias. O bien, al que posee el carácter contrario, le agrada arremeter contra las dificultades, congeniar con la gente, resolver todos los problemas, demarcando tendencias optimistas.
No obstante, creemos que este postulado no es tan simple, que el pesimismo o el optimismo no son tan solo cuestiones psicológicas, que dependen nada más del humor, del carácter. Creemos que hay factores mentales y espirituales que también inciden profundamente en una concepción optimista o pesimista.
El materialismo es una causa de pesimismo. La inclinación a concebir la existencia como algo puramente material es una de las tendencias que provocan pesimismo. La razón es lógica: si el mundo es solamente materia, lo que vemos, lo que tenemos al alcance de la mano es muy poca cosa y, por lo tanto, casi nada podemos esperar de ello. La imagen diaria del mundo de dolor, desesperación, hambre, muerte, corrupción, desastres, guerras, accidentes, no nos lleva a nada bueno.
El que centra su imagen en un punto de materia llega fácilmente al pesimismo, porque para ser feliz necesita tener cosas concretas que, precisamente por ser bienes materiales, son también perecederas.
Parece ser que lo importante es tener, pero cuando ya se ha obtenido algo hay un temor tan grande a perderlo, una desesperación tan íntima porque aquello que hemos logrado atrapar por un instante se nos vaya de las manos, que ni siquiera podemos gozar de estos bienes materiales, puesto que nos preguntamos continuamente cuánto durarán.
Además, más allá de un bien material, cuando amamos a una persona –pero la queremos con ese mismo criterio materialista– nos preguntamos diariamente cuánto durará, cuánto nos quiere, si será para toda la vida.
Así, vemos cómo una concepción mental –que está ganando los últimos años de nuestra historia– puede convertir la vida en pesimista.
Veamos otros factores que aparentan ser espirituales y que llevan también el pesimismo.
Hay una tendencia de carácter pseudofilosófico-esotérico, que toma del Lejano Oriente –lejano por distancia temporal y física– una serie de ideas filosóficas sin conocerlas exactamente.
Es muy corriente ver en publicaciones la palabra “karma”.
Recordemos rápidamente que karma es una ley sobre la cual los filósofos orientales habían fundado el desarrollo de la vida, ley a la que llamaban “causa y efecto”, pues todo lo que sucede en el universo está íntimamente relacionado, todos los hechos son eslabones de una cadena. Así, todas las acciones dependen las unas de las otras.
Este concepto, mal interpretado, puede llevar al pesimismo, ya que todo lo que nos sucede es “karma”. ¿Para qué vamos a remediar nada?, ¿qué objeto tiene luchar?, ¿para qué nos vamos a levantar nosotros mismos, si todo es “karma”?
Como vemos, por deformación de ideas filosóficas o ideas espirituales profundas, se llega también a un pesimismo que se convierte en quietismo, en inercia, en dejarse estar, en morir en vida.
Vamos a volcarnos, una vez más, en nuestro optimismo filosófico, aclarando que estamos convencidos de que nadie puede ser totalmente optimista en su vida, puesto que todos hemos sufrido alguna vez, hemos sentido dolor en muchas ocasiones; y tampoco nadie puede ser totalmente pesimista, porque todos seguimos luchando, a pesar de los sinsabores.
Comencemos por abajo, por lo material. La materia, si bien se mira, nos puede llevar muy bien a un concepto optimista de la vida. Basta con no verla fríamente, sino observar la perfección, el cuidado con que está elaborado todo el universo, aunque sea poco lo que de él conocemos. Estas leyes que gobiernan la materia, la dirigen y la organizan; por lo tanto, la sobrepasan. La materia refleja belleza. Aunque la materia sea opaca, pesada y corruptible, debería servirnos para alegrar el corazón, por el solo hecho de que algo superior impacta en ella, la purifica, la eleva, puesto que la belleza ha podido posar sus pies en ella por un momento.
Pasemos al plano psicológico. Todos sentimos dolor, mas aquellos filósofos orientales que –como acabamos de ver– han producido casi sin querer pesimismo y materialismo, nos enseñaron algo muy importante: que el dolor es vehículo de conciencia. Sin dolor no percibimos las realidades y nada nos toca.
El dolor no es malo ni motivo para ser pesimista. Tomémoslo –al decir de los estoicos– como “escuela de vida”. Hagamos de él una fórmula de aprendizaje, y cada vez que sufrimos, salgamos lavados y limpios de este padecimiento, sabiendo que somos capaces de obtener una experiencia del mismo, y que –una vez que todo ha pasado– somos un poco mejores que antes de haberlo soportado.
Solemos pensar que sufrimos; nos duele la vida porque no siempre logramos todas las cosas que creemos que son indispensables.
Caben dos posibilidades: si algo es vital, justo, honroso, noble para nosotros y estamos convencidos de que lo necesitamos, busquémoslo, trabajemos por ello. Mas si aquello que ansiamos es nada más fruto de una pasión pasajera; si creemos que lo anhelamos, pero en realidad esa apetencia no viene de lo hondo, es mejor abandonarlo. No habiendo necesidad no hay dolor; no habiendo falsa ambición que satisfacer, tampoco hay sufrimiento.
No es tan fácil saber cuándo lo que perseguimos es profundo, es auténtico o no.
Preguntémonos cuánto dura esa necesidad, cuánto hace que llevamos ese anhelo íntimamente grabado dentro, si forma parte de nuestro ser, si se levanta y se acuesta con nosotros, si es acaso como esa pasión por la sabiduría que mencionábamos al hablar de filosofía.
Si esa necesidad persiste, si se mantiene, es del alma. Si esta necesidad es un capricho pasajero, bastaría con no pensar para que, por un instante, el deseo desaparezca.
Así pues, el dolor ligado a nuestras ambiciones nos enseña y nos educa, nos pule y va limando aquellas necesidades externas que no son producto de nuestro ser íntimo.
Pasemos a un plano más: el optimismo es un aspecto mental y racional.
El optimismo, así considerado, se transforma en una creencia certera y firme, en el sentido que tiene toda la existencia en conjunto. Si intentamos desvelar –quitar velos– las leyes de la Naturaleza, los principios del hombre, si intentamos comprender verdaderamente todo aquello que sucede a nuestro alrededor, llegaremos, sin duda, a la conclusión de que todo esto tiene sentido y ese sentido nos da seguridad, firmeza.
Decían los antiguos que “saber es poder”. “Poder” es el ejercicio de nuestra voluntad. Nadie que tenga una voluntad firmemente desarrollada, que la haya puesto en juego y fomentado para realizar la más pequeña de las cosas, puede sentirse pesimista.
En lo espiritual, ser pesimista es imposible.
Deberíamos dejar de lado, de una vez por todas, esas ideas que enfrentan en nosotros el bien y el mal. Evitemos dar cabida al bien y al mal, a Dios y al diablo. Los valores antagónicos luchan en nosotros y nos hacen ponernos en medio como espectadores, lo cual nos lleva a la duda y a sufrir un estado de incertidumbre permanente.
No hay Dios y diablo; hay Dios. No hay bien y mal; hay bien. Lo que sucede es que el bien tiene la posibilidad de expresarse de tantas maneras que, a veces, no lo entendemos, y es nuestra ignorancia lo que nos hace llamarlo mal.
Supongamos un foco de luz, el cual denominamos Bien, que, como fuente suprema, se vierte a todo el universo. Si logramos estar cerca del punto de donde emanan los rayos, si ponemos una mano lo más cerca posible de él, recogeremos una cantidad grande de energía calorífica y lumínica; pero si situamos nuestro cuerpo mucho más lejos del haz de luz, la misma superficie de la mano obtendrá menos energía, puesto que se ha difundido y abierto en abanico al volcarse sobre el mundo.
El mal no está en el mundo, está en nuestra ignorancia. Mal es, simplemente, no saber, no ver, no darse cuenta; mal es sufrir, porque necesitamos aprender; mal es dolor, porque estamos incapacitados para captar que hemos puesto mal el pie al intentar caminar.
Con estos elementos de optimismo filosófico, creo que nos acercamos al viejo concepto que alguna vez los griegos llamaron “entusiasmo”.
Entusiasmo: “en theos”; “theos en”, “Dios en”, “Dios adentro”, “Dios en el hombre”. Sentir la divinidad incrustada en nosotros; felicidad de sabernos algo más que esta cáscara de materia que nos envuelve; orgullo de comprendernos más allá del tiempo que nos limita.
Entusiasmo no es el optimismo vano: una alegría superficial que resbala por encima de las cosas. El entusiasmo es profundo, es interno, está en el fondo, en el alma. Es eso que lleva a los hombres a cantar, a orar, a admirar la Naturaleza, a buscar a Dios en medio de los árboles, en el vuelo de los pájaros, en el desplazamiento de las nubes. Todo esto es entusiasmo: mucho, mucho más que optimismo.
Se nos ha dicho múltiples veces que los optimistas somos ridículos. Y no solo lo expresó Voltaire, sino muchos otros en el pasado siglo XX. Se nos ha dicho que el optimismo es una filosofía para el futuro, pero inadmisible para el momento presente; solo útil para más adelante, puesto que sueña cosas mejores en el porvenir.
Creemos que lo anterior no es correcto. El optimismo cabe en todas las dimensiones del tiempo, pues cuando se convierte en entusiasmo, no hay ni una sola partícula de espacio ni tiempo donde no esté comprendido. El optimismo cabe en el pasado.
El pasado demuestra que la Historia es cíclica. Por muchas veces, por olvido o por dejadez, reproducimos las mismas situaciones, reincidimos en aciertos y errores, pero –de repetición en repetición– crecemos un poco más.
El pasado nos enseña que hubo momentos en que la Verdad, la Belleza, la Justicia, la Unidad, se reflejaron claramente en la materia; y que hubo otras etapas en que todos estos principios (Unidad, Justicia, Bien, Belleza) se alejaron del mundo concreto porque no había canales que los expresaran.
El optimismo está en el presente, porque en el entusiasmo no expresamos ni ayer ni mañana, sino hoy, aquí, más allá de los problemas, entusiasmo a pesar de las dificultades y –yo diría más– gracias a ellas.
De nada valdría ser entusiasta, optimista y decidido si jamás hemos tropezado en el camino. Mas cuando diariamente hay piedras entre nosotros, cuando cada vez que extendemos la mano tocamos una dificultad, y a pesar de esta y gracias a esto seguimos siendo entusiastas, es que la raíz del universo ha despertado en el hombre.
Optimismo en el futuro, pero no como un sueño o una ilusión para escapar. Tampoco nos interesa sumirnos en un sueño acerca de un futuro mejor, nada más que para no ver lo que está sucediendo en el presente.
El entusiasmo, el optimismo en el futuro, es algo completamente distinto. Es una seguridad que existe aquí, que se da ahora; es una vivencia real, un sentido activo, clarísimo, profundo, que baña totalmente el ser. Es un vivir en el futuro ahora mismo.
El entusiasmo es, en verdad, una llama de fuego que vibra en el corazón del hombre, y que le permitió construir la Historia antes, ahora y mañana.
Créditos de las imágenes: pxhere
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Saludos, que buen artículo. Responde a muchas interrogantes que se plantean los jóvenes en la actualidad al ver todo lo contradictorio que parece ser optimista en éstos tiempos.Sin embargo, como dice la maestra Delia, el optimismo y el pesimismo, tienen grandes impactos en la vida del ser humano, ya que de esas concepciones emanan pesamientos y emociones que influyen en el plano material de su vivencia. Soy miembro de Nueva Acrópolis-San Cristóbal-Venezuela.
Recientemente se a declarado a Japón como el país con la educación más avanzada ,casi todos los niños después de sus clases tienen dos o tres horas de extra escolares ,tienen un buen nivel económico;sin embargo han descubierto casos de un síndrome nuevo llamado hikikomori (aislamiento social agudo)que les hace recluirse en sus habitaciones,y pretender vivir la vida atraves de la tecnología.por otro lado se ha visto que en China un niño con un excelente historial académico ,llegaba a clase con el pelo congelado porque tenía que recorrer kilómetros para ir a clase con temperaturas extremas y sin guantes,ni gorro.
http://www.ideal.es/sociedad/imagen-nino-pelo-20180111165320-nt.html
Me parece un artículo muy interesante. Hace reflexionar y me parece que lleva razón en cuanto a la pobreza del lenguaje. Hace algún tiempo que me interesó por la etimología de las palabras. Y la verdad es que cuando conoces el origen de las palabras las comienzas a utilizar de una forma adecuada.
No existe la suficiente claridad cuando señala que: "El materialismo es una causa de pesimismo". Al respecto, tengo entendido que existen filósofos idealistas que fueron considerados e, inclusive, se declararon como "pesimistas". Por ejemplo: Arthur Schopenhauer (pesimismo natural). Por otro lado, la autora señala en el segundo párrafo del texto que: "Actualmente, las palabras ya no tienen un valor racional, sino que sugieren imágenes". En relación a ello parece que ha dejado fuera la noción de signo lingüístico, por el cual se entiende como una entidad psíquica de dos caras, un concepto y una imagen acústica íntimamente unidos (idea que pertenece a Ferdinand de Saussure).
El pesimismo iluminador es aquella percepción del mal o de la maldad como quien quiere liberarse de esto.
Para los gnósticos esta creación está hecha por un dios inferior y malo, por consiguiente todo lo concerniente al mundo impide nuestra liberación de la materia. ¿Qué de bueno tiene que seamos esclavos en un mundo ajeno a nuestro espíritu?