A menudo nos preguntamos qué es lo que merece la pena vivirse, pues muchas veces tropezamos con la ya conocida expresión de «esto no merece la pena». Es como si la vida nos pusiera delante un surtido escaparate en el cual debemos elegir entre aquellas cosas que tienen interés para nosotros, y las que importan poco y nada.
¿Qué es, pues, lo que hoy merece la pena?
En primer lugar se trata de resolver la situación humana aquí y ahora, en el sentido puramente material y confortable de la cuestión. A continuación, se trata de conseguir una vaguedad agradable en lo que a sentimientos e ideas se refiere; sentir o pensar en profundidad sólo trae complicaciones que, por supuesto, no compensan nuestras penas. En general interesa dejarse llevar por la corriente, adaptarse a las opiniones aceptadas, llenar de vacío las horas vacías, para que no se note que están vacías. Vocaciones, investigación, autoconocimiento, amor, amistad… eso ya «no se lleva», no merece la pena, no rinde nada en una sociedad que casi no valora esos productos.
Pero si reflexionamos un poco más, comprobaremos que hay cosas que siempre han merecido y siguen mereciendo la pena: son aquellas que perduran, las que no desaparecen rápidamente, las que son nuestras compañeras tanto hoy como mañana.
Merece la pena el conocernos a nosotros mismos como seres humanos con conciencia, pues lo que en este sentido se aprende, con toda seguridad perdura, y nadie nos lo puede quitar.
Todos estos y más son elementos perdurables que podemos encontrar en la tradición filosófica de todos los tiempos y lugares. Y esto es algo que sí merece la pena ser vivido: «LA FILOSOFÍA ENTENDIDA COMO UNA FORMA DE VIDA».
Extraído del libro “El héroe cotidiano, reflexiones de un filósofo”
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