Mitología

Magos, profetas y adivinos

«Cuando somos capaces de conocernos a nosotros mismos, rara vez nos equivocamos sobre nuestro destino» (Joubert).

«Ciertas cosas son precedidas por ciertos signos» (Cicerón).

Corre el año 1986. El siglo XX camina inexorablemente hacia su culminación, y con él, las eternas preguntas del hombre… ¿por qué la vida?, ¿por qué la muerte?, ¿por qué el dolor?

En este siglo, el hombre se ha convertido en un autómata valorado por su capacidad de producción, donde ni siquiera maneja la calidad del producto, pues esta ha sido fijada previamente por el programador de la cadena productora. La juventud se encuentra atrapada entre sus manipuladas «reivindicaciones» y el colapso producido por sus permanentes «crisis»; los jóvenes son presa fácil de la desesperación y del falso aliciente de las drogas. Por doquier estallan multitud de luchas facciosas amparadas en tal o cual bandera, defendiendo diferente ideología política o pregonando distinto credo religioso a la humanidad. Sin embargo, cuando se acerca el fin de un milenio surge una nueva enfermedad: el miedo a lo desconocido, a lo por venir… Se palpa en el aire y se adivina bajo la falsa racionalidad. Las mismas profecías y teorías que los hombres han difamado y ridiculizado son las que ahora miran con ojos atemorizados llenos de recelo. Baste decir que, por ejemplo, bajo impulsos de la religión católica hay un masivo retorno al método del exorcismo con el fin de salvar las almas de fieles «endemoniados», y hasta algún futbolista declara ser víctima de un hechizo o encantamiento que le impide realizar su habitual nivel de juego: ¡el colmo!

Pero no vamos a entrar en sortilegios. Desde el punto de vista filosófico, lo que nos interesa es la figura del profeta, el augur y el vidente. Este singular personaje que aparece a lo largo de todo el tiempo conocido, nace del fondo de los siglos, se pasea por todas las épocas y nos espera sentado en el trono del futuro, pero… ¿cuál es su función en el mundo manifestado?, ¿qué papel juega esta clase de hombres en el destino de los pueblos?

Siguiendo a los antiguos clásicos descubrimos que cada hombre tenía su función asignada en el maravilloso universo. Concretamente Platón nos habla, en su diálogo La República, del papel del magistrado, del guerrero, del comerciante y del artesano. Su función cumple el artista, y la suya el sacerdote, su trabajo realiza el campesino y lo propio hace el adivino. ¿Entonces…?

Antes de emitir temprano juicio, conviene repasar la enigmática y solemne existencia de este extraño ser concebido desde el origen de los mundos. Y es, precisamente, en el mundo clásico donde adquiere una terrible fuerza como heraldo del destino; los ejemplos son innumerables y solamente citaremos algunos de ellos.

– En la famosa expedición de los argonautas, comandada por Jasón, tres eran los adivinos incluidos en sus filas: Mopso, el lapita; Anfiarao, que además era un jefe guerrero bravo, honrado y piadoso. Pronosticó una campaña desastrosa contra Tebas. Al final de su vida, Zeus le concedió la inmortalidad, y Anfiarao siguió formulando sus oráculos en Oropo (Ática). Idmón es el adivino encargado de interpretar los presagios para la expedición de los argonautas. Idmón sería solo un epíteto relacionado con la raíz que significa «ver»; equivale a «clarividente». Idmón había vaticinado su propia muerte si participaba en la expedición y, sin embargo, no había vacilado en incorporarse a ella.

– En relación con la ciudad de Tebas y su historia, una figura destaca por encima de las demás: Tiresias. Según la leyenda, fue cegado por incurrir en agravio ante los dioses, pero en compensación se le otorgó el don de la profecía y el privilegio de una larga vida. Tiresias descubre los crímenes de los que, sin saberlo, se ha hecho reo Edipo; revela la suerte de la ninfa Eco después de su metamorfosis, condenada a repetir las últimas sílabas de las palabras que oye; revela a Anfitrión la verdadera identidad de su rival con Alcmena, y predice la muerte de Narciso, joven de suprema belleza.

– Otra ciudad, Troya, fue testigo de las andanzas de varios adivinos. El augur principal de la expedición griega contra sus muros fue Calcante, el más hábil de su tiempo en la interpretación del vuelo de las aves, y el que mejor conocía el pasado, presente y futuro. Murió al ser derrotado por otro adivino llamado Mopso, nieto de Tiresias.

Los troyanos, por su parte, contaban con dos hermanos, Heleno y Casandra, que adquirieron juntos, en su niñez, el don profético. Casandra predijo la ruina de Troya, pero estaba condenada por los dioses a profetizar la verdad y a no ser creída por nadie.

– Forzoso es mencionar a las sibilas, serie de profetisas cuya raíz se encuentra en Grecia y cuyas ramas se extendieron por todo el mundo, especialmente en Roma; Sabe, de origen hebreo, llegó a ser sibila de Babilonia, y la tradición cuenta que desde los tiempos más remotos existía en los pueblos del norte y la Escitia la Volupsa, especie de colegio de videntes, de sibilas, cuyo funcionamiento prosiguió durante el druidismo.

– Por último, hay que destacar el papel de los oráculos. En los santuarios, las sacerdotisas entraban en trance e interpretaban los signos divinos, ya fuera por danzas, visiones u otros procedimientos[1]. Generalmente sus respuestas eran muy ambiguas; así, por ejemplo, cuando a Creso, rey de los lidios, le vaticinaron que «si hacía la guerra a los persas destruiría un gran ejército», lo destruyó: el suyo propio.

En Roma existía un oráculo en la colina Vaticana, encargado de hacer saber los designios del dios Vaticano; y oráculos tenían los egipcios, los caldeos, los asirios, los persas, los fenicios, los etruscos, los germanos, los eslavos, los celtas, los aztecas y los incas.

Podemos apreciar que, referente a todo lo expuesto hasta ahora, en el mundo antiguo los adivinos estaban ligados de alguna manera a los dioses. Es deducible que estos hombres participaban más de la divinidad que el resto de los humanos. Ahora bien; fácil es profetizar, pero difícil ser profeta. Como muy bien aseguró el oráculo de Delfos, «muchos hacen augurios, pero hay muy pocos profetas».

Siguiendo nuestra marcha por la Historia llegamos al Antiguo Testamento. Su última parte está formada por los llamados libros proféticos, que son dieciocho. De una manera general, se habla de cuatro profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel) y doce menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Miqueas, Jonás, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías). Los profetas (etimológicamente, predicadores u hombres que hablan en nombre de Dios) ponen en guardia a Israel contra una religión excesivamente cultural, con olvido o descuido de la vida ética… «Si no hay religión interior se cae en manos de la hipocresía y el ritualismo». Algunos de ellos vaticinan sobre Jesús de Nazaret: según Isaías nacerá del trono de David, y Miqueas profetiza su nacimiento en Belén, todo ello por medio de visiones[2]. Ya en el Nuevo Testamento, San Pedro certificó: «Y sucederá en los últimos días –dice Dios– que derramaré mi espíritu sobre toda carne; y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños» (Hechos, II-17). Es el primer discurso del apóstol después de Pentecostés.

Nos trasladamos ahora a tierras bretonas, en una época en que las luchas entre señores feudales estaban a la orden del día. Allí oíamos cómo Geoffrey de Monmouth le dice a Roberto, obispo de Lincoln: «Voy a cantar la furiosa locura de un adivino que predecía lo por venir». Naturalmente, se trata de Merlín, que aparece como un solitario mago perdido en la inmensidad de los bosques, alejado de los humanos y olvidado de su familia y parentela. Se nos muestra, también, como un gran disertador de cosmología y ciencia natural. Muchos autores lo relacionan con el galés Myrddin, pues hay varios poemas galeses que atestiguan la fama de un profeta y vate galés de ese nombre. En el relato de Sir Thomas Malory, dice Merlín: «Ningún hombre manejará esta espada sino el mejor caballero del mundo, y ese será Sir Lanzarote, o Galahad, su hijo, y Lanzarote matará con esta espada al hombre del mundo que más ama, el cual será sir Gawain».

Sin salir de aquellas islas nos encontramos con San Malaquías, que vivió en el siglo XII. San Malaquías era un prelado irlandés que reformó la Iglesia en Irlanda. Escribió un manuscrito donde habla de la caída del papado, hecho que sucederá –según los estudiosos– a principios del siglo XXI. En su tiempo, el manuscrito fue sometido a la autoridad del papa Inocencio II y aceptado por este, pero para ser conservado en los archivos del Vaticano sin permiso para que viera la luz. No obstante, en el año 1595 fue publicado su «Lignum Vitae», donde dice que el último papa será Pietro Romano: «Pedro Romano», de quien el texto latino nos dice: «Durante la persecución final de la Santa Iglesia Romana, subirá al trono Pedro el Romano, que apacentará su rebaño en medio de numerosas tribulaciones; pasadas estas, la ciudad de las siete colinas será destruida y el juez terrible juzgará entonces a los pueblos…».

De vuelta al continente, nos situamos en el siglo XVI, donde habita en pleno París el famoso Michel de Nostradamus, cuyas profecías llegan hasta el año 3797. El joven Michel recibió su primera instrucción preferentemente de su abuelo materno, quien sin duda debió de transmitirle ciertos «secretos» propios de los cabalistas judíos. Más que hablar de sus célebres «Centurias», pasaremos a relatar una anécdota conocidísima de su vida.

«Un día, en Italia, encontró a un monje que había estado guardando cerdos en su pueblo natal antes de vestir el hábito religioso. Nostradamus se hincó de rodillas ante él y el humilde religioso quedó asombradísimo al oír que le daba el título de “Vuestra Santidad”. Naturalmente todos los testigos de la singular escena soltaron la carcajada, y el monje no fue el menos admirado. Sin embargo, años más tarde, aquel monje que se llamaba Félix Peretti y que con el tiempo se convirtió en el cardenal de Montalvo, tomó posesión del trono pontificio con el nombre de… ¡Sixto V!».

Y ya más cercanos a nosotros en el tiempo, nos encontramos, entre otros, a Dixon, Anderson, Cayce y Hamon.

Jean Dixon fue llamada la sibila de Washington. En 1944 predijo la muerte del presidente Franklin D. Roosevelt, y también la aparición del comunismo en China cuando este país aún estaba invadido por los japoneses. En 1945 auguró la división de la India en dos países: India y Pakistán, ocurrida el 2 de junio de 1947. Y el mismo año vaticinó la muerte por asesinato de John F. Kennedy y de Mahatma Gandhi.

– El clérigo Robert Charles Anderson, afincado en Rossville (Georgia), era un vidente de padre de origen sueco y madre castellana. Predijo la «guerra fría», la separación en dos de Alemania, la creación de la bomba atómica y la invasión de Checoslovaquia por los tanques rusos. Cuando tenía nueve años «vio» a la luz de un relámpago que mataban a su hermano, lo que le valió una riña… El tiempo se encargó de las disculpas…

Edgar Cayce, famoso vidente, profetizó el desplazamiento de los polos a finales del siglo XX. Las sacudidas sísmicas del globo terráqueo harán aparecer la antigua y sumergida Atlántida, y los arqueólogos descubrirán en los templos de la nueva gran isla archivos secretos de una civilización antediluviana.

– Según el conde Louis Hamon, también se modificará el eje de la Tierra debido a ciclones, erupciones, etc. La Atlántida aparecerá y tendremos noción de una «civilización antediluviana», aunque no sitúa sus archivos secretos en los sumergidos templos de la Atlántida, sino bajo los archivos secretos que en su día encontrarán bajo la Gran Pirámide de Gizeh: «Su ciencia volverá caducas todas nuestras leyes relativas a la astronomía, la gravitación, la electricidad, la luz y hasta la fuerza del átomo».

Después de haber comprobado la continuidad en el tiempo y la diversidad de lugar de la figura profética, vuelve a salir a la luz la pregunta obligatoria… ¿por qué?, ¿cuál es su papel en el gran teatro del mundo? Pero esta es una pregunta actual propia de nuestra materialista época, pues en la Antigüedad sabían perfectamente que los adivinos, augures y arúspices eran un medio por el cual los dioses expresaban su voluntad a los hombres. Eran el nexo de unión entre el mundo superior y el mundo humano, marcando a la humanidad cuál era su destino por gracia del divino hado. Esa era, precisamente, su función: ser el eslabón humano y, a la vez, mágico que ensartaba con hilos invisibles una existencia terrestre con un cielo mágico; lo cual, lejos de animalizar a los hombres, obraba todo lo contrario: el sentir la fuerza de las divinidades circulando por la Tierra, los acercaba a una mayor devoción y a una mayor religiosidad, y, por ende, los forzaba a una constante superación.

Al estar en contacto con el mundo divino, el profeta participa en su justa medida de ese mundo, y sus visiones, augurios y oráculos no provienen tanto de la razón como de otro plano de conciencia muy superior a este. Según santo Tomás, la profecía «es la unión de la facultad racional con la imaginativa y está marcada por una especial vivificación de esta última». No podemos estar de acuerdo con el mundo actual cuando dice que «el mejor profeta es aquel que mejor calcula», o cuando alguien afirma: «la razón es mi augurio y mi pronóstico de lo futuro: ella me ha servido para adivinar y conocer», pues una cosa es el arte de la adivinación y la profecía, y otra cosa es «la facultad de previsión», que por otra parte, todos poseemos en mayor o menor medida. El conocimiento profético es conocimiento intelectual auténtico, que supera de golpe el nivel de la razón y el nivel de la imaginación común o fantasía. Se trata de verdadero conocimiento por imágenes, que supera al conocimiento por conceptos aunque pueda traducirse en conceptos y palabras.

Sí podemos decir, en suma, que desde los druidas celtas hasta los «teciuhtlazque» y «nanahualtiu» aztecas, pasando por los magos persas y los «camascas» incas, y llegando a los «wieszezka» polacos, todos son hijos de la misma familia engendrada en el sueño de los dioses para ejercer de intérprete en su necesaria existencia terrestre. Hermanos en sus estudios, hermanos en sus enseñanzas y hermanos en la muerte ante la historia y la leyenda.

En cuanto al problema de establecer la autenticidad y veracidad de tanto diagnóstico futuro, el filósofo y emperador romano Marco Aurelio nos da la clave: «El tiempo es un río de acontecimientos: es una corriente impetuosa». Y así es. Si al principio hablábamos de una enfermedad propia de la caída de los milenios llamada superstición, también es cierto que esta enfermedad viene precedida por un virus contagioso. Surgen así una infinidad de «magos», «gurús», «salvadores» y «elegidos» tan falsos todos ellos como auténticos aprovechados, vividores y embaucadores. Mas, a pesar de todos estos señores, el don de la profecía y el arte de la adivinación ni es un don que cae del cielo, ni es un arte que está al alcance de cualquiera. Si está inspirado por el mundo superior, esa inspiración debe recaer sobre hombres dignos de ella. Y la dignidad es sinónimo de altura espiritual. Siguiendo al profesor Livraga: «No es el oficio el que dignifica al hombre, sino este al oficio»; no todos, por vestir de caballero andante, son buenos caballeros; y no todos, por dominar el vocabulario, son magos o profetas. Para ser un verdadero adivino o profeta se ha de ser merecido acreedor a este honor: se ha de ser un hombre altamente espiritual, liberado de las cárceles que fabrica la materia; ha de ser amo y señor de sus pasiones, deseos y pensamientos. Ha de tener, además, la virtud de saber callar lo que no se puede decir, pues el ocultar aquello que no puede ser conocido demuestra un alto grado de solidez, conciencia, responsabilidad y madurez. «En los profetas, la imaginación superior se une, no ya a los pequeños deseos, sino a la santidad y poesía de la vida universal, y está sublimada por un intenso amor al bien y a la verdad».

«Su conocimiento profético es intuición simbólica del más alto grado traspasada por una inspiración infalible que presupone un alto grado de santidad»[3].

En el momento en que esta inspiración llega conscientemente en el estado de vigilia –o aún mejor, en un estado de sueño de vigilia y vigilia soñadora–, estamos ante un profeta y ante la profecía verdadera. El profeta sabe transferir activamente el conocimiento percibido durante el sueño a la fase de vigilia, realizando una traducción perfecta del plano metafísico al plano histórico.

Visto esto, a los tibios de corazón solo les queda esperar a que pase el tiempo, verdadera prueba de fuego para los futurólogos. Y mientras tanto, continuemos cantando, danzando, trabajando y luchando por una existencia más digna. Atrevámonos a pasar por la vida al igual que los grandes y verdaderos magos; atrevámonos a rendir inteligente culto a Cicerón cuando dice: «En verdad, no hay ventaja alguna en conocer el futuro. Al contrario: es doloroso atormentarse sin provecho». Si todavía no conocemos el futuro, ello no nos debe llenar de temor ni de recelo; abandonemos el miedo y la superstición, y tengamos el valor de abrir una puerta a la esperanza.

A los pies de Marco Aurelio, a la manera estoica, preguntémonos tranquilamente: ¿es que puede pasarle algo al hombre que no sea propio del hombre?

 

Bibliografía

La República o el Estado. Platón. Madrid, 1969.

La Biblia. Madrid, 1981.

Nostradamus. Joss Irisch. Barcelona, 1982.

El Vellocino de Oro. Robert Graves. Barcelona, 1983.

Vida de Merlín. Geoffrey de Monmouth. Madrid, 1984.

Los nueve libros de la historia. Herodoto. Barcelona, 1982.

La Ilíada. Homero. Madrid, 1977.

Isis sin velo. H. P. Blavatsky. México.

Diccionario de mitología griega y romana. Pierre Grimal. Buenos Aires, 1984.

Bases científicas de la magia y la demonología. C. de Vesme. Buenos Aires, 1977.

La profecía y los profetas. Silvano Panunzio. Barcelona, 1985.

 

Notas

[1] En Dodona, los profetas interpretaban la voluntad de Zeus por el rumor de las encinas allí existentes, y más tarde por el sonido de copas de bronce.

[2] La visión profética está marcada por el planeta Neptuno.

[3] No por azar muchos grandes santos, aun sin ser «profetas» en sentido estricto, han tenido el don profético. No siempre es verdad lo contrario, esto es, la simple santidad moral no evoca necesariamente la profecía.

Créditos de las imágenes: Sander Sammy

JC del Río

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