Confieso que este tema que a simple vista puede resultar polémico, no lo es para mí, puesto que no puedo hacer menos que partir de la base de una realidad de Dios, de una existencia de Dios.
Para mí no hay polémica en esta cuestión, en todo caso puede haber polémica en tratar de los distintos sustitutos y del valor que ellos puedan tener. Puede haber polémica en repasar los cambios históricos que hemos registrado a lo largo de los siglos, y los cambios que se han ido imponiendo en nosotros, los seres humanos.
Pero ¿cómo hablar de sustitutos de Dios si no admitimos previamente a ese Dios al que se ha intentado sustituir de tantas maneras? ¿cómo no admitir una realidad de algo “Superior” que, eso sí, es difícil de pensar y razonar?, porque por mucho que se intente razonar siempre termina resolviéndose en un misterio, en algo muy grande, en algo intangible; en algo que se puede admirar o despreciar –cada cual en la postura que quiera colocarse– pero que está.
De modo que si nos planteamos esa esencia, esa realidad, ese “Dios” que se ha sustituido de mil maneras; si partimos de esta base daremos a nuestro tema un enfoque que irá pasando por los siguientes puntos: ¿Qué es o quién es este Dios al que se pudo admitir o al que se intenta sustituir? ¿Por qué Dios es un misterio para nosotros los humanos? y ¿Por qué se le sustituye, por qué se le cambia o por qué se le niega?
Así pues, tenemos que empezar por aquello de “¿qué o quién es Dios?” Sé que en pleno siglo XX, o mejor dicho, hacia finales del siglo XX, en época de sustituciones (miles), es muy difícil enfocar este tema. Nos lo impiden todas las modas, nos lo impiden las ideas que circulan actualmente. Hablar de Dios o intentar referirse a El, para bien o para mal, es cursi, es ridículo, es cosa de viejos, es “carca”, está pasado de moda, etc. Hay tantas cosas que se dicen al respecto que el sólo intentar pronunciar esta palabra ya nos traba la lengua.
Pero insistimos; amamos la Filosofía, amamos la Verdad y queremos ser sinceros y auténticos. Es difícil hablar de Dios en este final de siglo XX. Es difícil sobreponerse a esta vergüenza con que se ha intentado tapar todo lo sagrado. Y para hablar de Dios no tenemos más remedio que descubrir esa vergüenza, quitarla e intentar que aquello profundo que hay en los seres humanos vuelva a renacer. Eso es lo que queremos hacer.
Ante todo “Dios” no es un nombre propio, es un apelativo genérico que han utilizado todos los pueblos a lo largo de toda la Historia. Con variantes ínfimas que van desde el “Theos” de los griegos hasta el “Theos” de los indios americanos precolombinos. Hay un apelativo pequeño, apenas cuatro letras que sirven para designar un misterio superior, algo que los hombres siempre han puesto por encima de uno mismo, que se siente por encima y que se puede anhelar como meta, como tope de superación. Algo que no se puede definir bien pero que, sin embargo, se anhela. Algo que no se entiende, pero que sin embargo se busca…
Y este nombre ha servido a todos los pueblos para indicar “Aquello”… Aquello que no se puede llamar como nosotros, seres humanos. Aquello que es Infinito… Y el hecho de que muchos pueblos hayan intentado buscarle distintos nombres –que más que nombres son “calificativos” nos habla de una esencia común que, siendo muy amplia, requiere muchos calificativos.
Y el hecho de que muchos pueblos, en nombre de las distintas denominaciones de Dios, hayan luchado durante siglos y siglos, nos habla tristemente de la ignorancia o de la vanidad de los humanos.
Pero no nos encontramos, evidentemente, ante un Ser común. Definir a Dios no se puede hacer, ni por nombre ni de ninguna otra forma. Sin embargo, cuando queremos explicarlo, decimos que Dios es la respuesta de todo aquello que está alrededor nuestro; de lo que está cerca de nosotros, de lo que está lejos de nosotros; de lo que nos circunda y de lo que se pierde en el infinito; de todo aquello que no podemos explicar pero que intuimos que encuentra explicación en Dios.
Si nos ponemos en plan racional, decimos que Dios es la suma de todas las ciencias. Pero no es solamente la ciencia como conocimiento; es también la maravilla de los secretos que la ciencia va abriendo entre nosotros. Lo pensamos como una Ley perfecta, inexorable. Pero no solamente como una Ley, sino como el asombro de nosotros, humanos, ante esa Ley que no falla jamás, justamente porque nosotros fallamos tan a menudo…
Concebimos a Dios como todo lo que queremos ser y no somos… Como todo lo que queremos saber y sin embargo ignoramos… Lo pensamos como la esencia de esos extraños momentos, muy especiales, en que sentimos que realmente tocamos el Cielo con las manos…
Son esos momentos difíciles de describir pero en los cuales, en contacto con la Belleza, con lo Místico, con la Felicidad, con el Amor, con un “arranque” especial, nos elevamos desde nosotros mismos y vivimos un sentimiento muy difícil, muy especial, que solo se puede traducir con una pequeñísima palabra. Hemos tocado algo de Dios, hemos subido hacia algo superior que no podemos contar a los demás pero que vive fuertemente dentro de nosotros mismos.
Las palabras son muy pobres y yo misma me siento incapacitada para definir a ese Dios que a veces es un retazo de felicidad, que a veces es una melodía que recordamos o escuchamos; o un color o una puesta de sol… Pero sí sabemos que es un Misterio muy grande. ¿Y por qué es un Misterio? Aquí tal vez comience la intriga filosófica que más preocupa a todos.
Dios es un misterio para los hombres, tal vez porque el ser humano no es ni mucho menos la cúspide de la evolución. Para nosotros resulta muy sencillo, en la escala evolutiva, pasar de los minerales a las plantas y seguir luego con los animales hasta llegar por fin al hombre. Pero, ¿hay acaso en el ser humano esa perfección soñada como para decir: “aquí acaba la carrera”? ¿Es que somos tan perfectos como para que nos imaginemos que más allá de nosotros mismos no queda casi nada por lograr? En la imperfección humana, en todo lo que nos falta, en todo lo que no tenemos, en todo lo que soñamos y tanto nos cuesta conseguir, allí está precisamente el misterio, el recorrido que tenemos que realizar antes de llegar a Dios.
Dios es un Misterio porque, entre aquel mineral que ponemos allá abajo y nosotros humanos –que estamos por la mitad– hay todavía un mundo, un mundo de “espacio-tiempo” que es como una meta para nosotros; es un futuro, es una aspiración, es un aliciente. Pero es un Misterio porque hay cantidad de cosas que aún no conocemos y se encuentran en ese futuro humano que nos llevará precisamente a entender a Dios y a sumirnos en Él.
Y ya que no somos perfectos, y no entendemos a Dios, por ese motivo quiero que nos preguntemos: ¿qué es el hombre? Definir a Dios es difícil, pero definir al hombre tampoco es fácil… ¿En qué nos diferenciamos de una piedra, de una planta o de un animal? La respuesta inmediata, la que aparece en casi todos los manuales es en “la utilización de la mente.” El hombre es racional, a diferencia justamente de animales, de plantas y de piedras.
Pero ¿es la racionalidad lo que distingue al ser humano de lo demás? ¿El hombre es hombre porque es racional? ¿O tal vez el hombre lo es porque puede intuir a Dios, porque puede intuir ese Misterio aunque no pueda explicarlo? Porque rasgos racionales encontramos también en los animales, y también elementos inteligentes. Y porque una lógica inteligente también la encontramos entre las plantas y las piedras. ¿Es tan solo una capacidad de raciocinio la que nos distingue? Los antiguos cuando hablaban del hombre, jamás se referían al ser humano de una manera tan simple corno lo hacemos ahora: como un cuerpo y un alma, cuando se admite aquello del “alma”, claro está…; el cuerpo tiene una serie de “secreciones”, como son la psiquis y la mente. La psiquis es una “secreción inferior”, la mente una “secreción superior”. La mente tiene la capacidad de razonar y de allí la diferencia. Esta es la teoría actual.
Para los antiguos, sin embargo, el hombre era mucho más complejo. Siete vehículos hacían del hombre una realidad y una potencialidad que le llevaban hacia el futuro. Siete vehículos en los cuales empleaban, efectivamente, el Cuerpo Físico, la Vitalidad del cuerpo, la Psiquis, la Mente Racional, y a partir de allí comenzaba el misterio del hombre… aquellos principios humanos que todavía se encontraban sin desarrollar: una Mente Pura, ya no racional, capaz de pensar y de discernir la verdad. Una Intuición, una capacidad de captar inmediatamente las cosas. Y la Voluntad ultérrima humana que era la Chispa de Dios en todo ser vivo.
Así, para llegar al Misterio de Dios, el hombre tenía que recorrer un largo camino. Ir superando escalones: el escalón de su Cuerpo, el escalón de su Vitalidad, el escalón de su Psiquis; pasarse por encima de su Mente Racional y superar aquellos otros tres escalones que todavía, a nivel de la humanidad actual, no son apenas más que un sueño.
Los orientales, cuando hablaban de la Mente Racional que tanto valoramos en el hombre, la denominaban con un apelativo muy típico: “Kama-Manas”. Manas – mente; Kama – deseos. Una mente que es racional, sí, pero que está llena de deseos pasionales. Una mente que es racional, sí, pero que no está alejada del psiquismo que caracteriza a un animal. Una mente que está moviéndose continuamente a dos aguas y que, al no ser pura, no puede razonar con pureza y discernir; y por eso se encuentra desesperada cada vez que tiene que elegir y cada vez que tiene que tomar una determinación.
Esta Mente es como un aparato receptor y transmisor pero de relativo alcance, puesto que no es lo máximo de la evolución. Con esta mente recibimos cosas, no todas, algunas: las que podemos recibir. Es como un aparato de radio. Depende del aparato que tengamos, así será la longitud y el tipo de ondas que nosotros podamos recibir y también emitir; pero como nuestro aparato es muy pobre, emitimos pobremente. Con este “aparatito” nos movemos en la vida, y con él corremos los riesgos y los peligros que supone no entender los grandes misterios; no entender el gran Misterio de Dios y, por consiguiente, intentar buscar sustitutos de todo tipo.
Siempre hablando de este Hombre que no es tan simple como lo concebimos, existía para los filósofos de la antigüedad un “hombre intuicional” superior al “hombre racional”. El hombre intuicional es el que se ha puesto más allá de su mente y que ha desarrollado una capacidad de captación distinta, rápida, directa, inmediata y eficaz.
El hombre intuicional, cuando se pone ante Dios, lo capta, no lo piensa. Lo define para sí mismo con ideas muy sutiles, muy abstractas, pero sin embargo muy firmes, aunque no se puedan expresar con palabras… Este “hombre intuicional” es como un niño pequeño, es un hombre nuevo, es muy joven, no está desarrollado.
Si seguimos a aquellos antiguos filósofos que eran tan afectos a los ejemplos y sus explicaciones, este “hombre intuicional” aparecía como un niño que está por encima de nuestro desarrollo actual y está como golpeando en nuestra mente tratando de hacerse oír y de hacerse entender. Es un niño que no siempre es escuchado por el hombre racional y moderno que pretendemos ser nosotros mismos, pero es un niño que suele molestarnos con sus intuiciones, con sus captaciones y con la posibilidad de ver cosas y de entender cosas que nosotros no entendemos.
Este “niño” está en todos nosotros, solo que a veces no se manifiesta. O porque es muy pequeñito o porque tiene vergüenza; o porque no lo escuchamos, o porque no queremos escucharle, o porque tenemos vergüenza de que los demás se enteren de que lo escuchamos.
Este es el “Hombre Nuevo”, este es el Hombre Ideal, el Hombre del Futuro. Y nosotros tenemos que vérnoslas con el “hombre racional”, con el actual, con el que piensa con ese aparatejo de radio y tiene que entenderse con los medios de los que dispone.
¿Cuál es el “hombre racional” y qué hace el hombre racional ante Dios? Es el buscador de todos los tiempos. Es el que se pregunta a través de todos los tiempos. Es el filósofo de todos los tiempos. Es el que ama la sabiduría. Es el que busca la verdad, el que tiene que encontrar respuestas congruentes para todo lo que sucede en sí mismo y a su alrededor. Este hombre también busca a Dios; ¡no tiene intuición pero le busca a través de la razón! Pero se encuentra con graves problemas y uno de ellos es la naturaleza del aparato racional.
Nuestra “mente racional”, ese Kama-Manas, esa “mente de deseos”, tiene dos grandes problemas: es egoísta y analítica: ¿Qué significa que la mente sea egoísta? Pues, simplemente, que todo lo que piensa, todo lo que hace, lo que imagina, anhela y busca es siempre para uno mismo. “Yo primero, yo después y yo al final”. Y si yo estoy bien, todo lo demás no importa. Y si yo estoy bien, automáticamente todo lo demás estará bien.
El egoísmo es referirlo todo a sí mismo y la mente racional es egoísta, busca ante todo para sí misma. La mente racional es analítica: analiza, claro está, discrepa cosas, las desmenuza, le gusta separarlo todo, verlo todo. ¿Y qué hacemos con una mente así ante Dios? Si la mente es egoísta, sucede lo que sucede precisamente en estos momentos en que vivimos: “habrá Dios…, pero yo estoy primero”; “soy yo el que creo en Dios, y creyendo le otorgo realidad porque si yo no creo, Dios no existe. Y si yo no creo y viene otro que me dice que cree, yo pienso que está loco, porque yo no creo: y como no creo ¡no existe!”
Esto es lo primero que hemos logrado: una vanidad incalculable. Y después hemos destrozado a Dios “analizándolo”. ¿Cómo es Dios? ¿Es grande, es pequeño, es bueno, es malo, sirve o no sirve, está arriba o abajo, está en todas las cosas o en ninguna? ¿Me escucha o no me escucha? ¿Me quiere o no me quiere? Analizamos a Dios como podemos analizar cualquiera de las cosas que se ponen delante nuestro, lo destrozamos, lo atomizamos y de esta manera es casi imposible comprender el Universo.
Este es el gran peligro del “hombre racional” con su mente ante Dios. Pero hay más peligros todavía: son los malos razonamientos de la mente racional. Malos razonamientos filosóficos, teológicos, etc., malos razonamientos de todas las marcas, emprendidos por nosotros, pobres humanos, intentando utilizar nuestro “aparato de captación y de emisión” sin saber muy bien qué tenemos entre manos.
Malos razonamientos que nos han envenenado por culpa de religiones que fracasaron totalmente porque no lograron despertar más la Fe en los hombres. Porque no lograron explicar sus dogmas; porque no lograron ofrecer suficientes ejemplos de peso para que los seres humanos tuviésemos algo para seguir, algo que imitar. Malos razonamientos de unas religiones que se fueron desgastando en contacto con el mundo y que, a medida que se desgastaban, los propios transmisores, los “puentes”, se desgastaron conjuntamente y se volvieron tan humanos que ya no sirvieron más para traspasar desde la Tierra hasta el Cielo. Y todos esos razonamientos hicieron del hombre un incrédulo…
Y por si fuese poco, surgieron los malos razonamientos de las filosofías del materialismo, estas filosofías que sólo aceptan lo que tenemos delante. Si lo vemos, existe, si no lo vemos, no existe. Si nuestros sentidos lo captan es que existe, y si no lo captan es que no hay nada. Y además de la negación de lo que no captamos, está incluso la negación del esfuerzo y de la validez del esfuerzo para llegar a captar todo aquello que no entendemos. Podríamos llamarlas, mejor que “filosofías del materialismo”, “filosofías de la comodidad, pero una comodidad muy cara porque nos ha conducido al mismo tiempo a la desesperación, a la soledad, a la angustia y al temor.
Es decir que –como explicábamos en un principio– o por la vía superior de la Intuición o por la vía común de la Razón, el Hombre busca a Dios. Podemos afirmar, sin temor a dudas, que el ateo, realmente ateo, no existe; no se le puede concebir porque, por mucho que pensemos siempre hay algo que fracasa en su razonamiento. El ateo que nos propone simplemente: “Dios no existe”, ya acaba de concebirlo, aunque sólo sea para negarlo. En cuanto lo piensa para decir “no” lo ha pensado, lo ha concebido; y lo concibe como superior, como perfecto.
Está aquel otro ateo que nos dice: “yo no creo en Dios, creo en la Naturaleza”, bien, es un simple problema de nombres, pero ha habido tantos a lo largo de la Historia que no nos vamos a poner a discutir simplemente por cuestión de nombres. Creer en la Naturaleza, admirarla, servirla en sus Leyes y encontrarla aceptable para tomarla como ejemplo en nuestra evolución, ya es suficiente…
Está el ateo que lo es por pura desesperación. Buscó a Dios y no lo encontró, y ante eso, “desespera” de encontrar los medios para llegar a El. Por eso, prefiere decir: “no hay”. Es casi como el niño que cuando tiene miedo a esos fantasmas inexistentes, esas sombras que de pronto se le transforman en monstruos incomprensibles, esconde la cabeza debajo de la mesa o debajo de su cama, y dice: “No hay sombras, no existen; y además no quiero pensar”.
No, efectivamente, no podemos aceptar al ateo sin más, pero sí aceptamos a aquellos que han sustituido a Dios reemplazándole por otros elementos que están mucho más al alcance de la mano y por otros elementos que son mucho menos gravosos que ese Misterio infinito que tanto nos cuesta captar.
Y por eso queríamos hablar de los “Sustitutos de Dios”, de los muchos sustitutos que van desde escalas superiores a otras ínfimas. No pretendemos mencionar a todos los sustitutos en este estudio, sino simplemente a algunos de los que encontramos a diario.
Hay unos sustitutos pretendidamente filosóficos, y decimos “pretendidamente” porque la verdadera Filosofía jamás ha sustituido a Dios ya que si lo sustituyese, dejaría de ser “Filosofía”. La auténtica Filosofía, la que es “Amor al Conocimiento”, lleva implícito el amor a Dios como suma de toda Verdad, como perfección absoluta. Esa Filosofía verdadera puede reconocer que Dios es un Misterio, y que ese Misterio se aparece ante nuestros ojos recubierto de símbolos. Podemos reconocer que estos símbolos, muchas veces, “cubren” la imagen de Dios, pero también muchas veces nos ayudan a encontrarlo. A veces, un símbolo nos aleja de la Verdad, pero otras veces nos abre una puerta…
Esta es la vieja Filosofía que nos habla por boca de los presocráticos y que nos hace encontrar un mundo infinito, una naturaleza fantástica en la descripción de los elementos, en la presentación del átomo ya en aquellos lejanos siglos antes de Cristo…, aquella Filosofía que hoy, desde nuestro punto de vista, no hace más que revelar las discusiones de Filósofos que no se ponían de acuerdo, pero que sin embargo presentan tan claramente las grandes Leyes del Universo y un mundo perfectamente configurado.
Cuando estas viejas Filosofías Iniciáticas que buscaban la Verdad –es decir, a Dios por encima de todas las cosas– desaparecieron, ocuparon su lugar otras filosofías. Y es interesante encontrar a lo largo de toda la Filosofía, las alternancias que se van dando en la lucha entre la Razón y la Fe; y al hombre desesperado preguntándose qué es más importante: ¿tener Fe sin más y no preguntarse nada? ¿Razonar, pensar, discutir, entender? Los Filósofos siempre se han dirigido por alguno de estos dos caminos.
Como resultado de estas luchas terminó por darse a la “pseudofilosofía” el sendero de la Razón. Y aquí sí aparecen los sustitutos falsamente “filosóficos”, aquí aparece esa dialéctica lingüística de llenar páginas, de pronunciar discursos, y de no ofrecer nada… Libros y libros donde se nos intenta dar algo, y cuando llegamos al final de sus hojas, estamos tan secos como al principio, porque sólo hubo palabras y palabras, y nada más que palabras… Aquí sí aparece la ciencia que todo lo separa, aquí aparece la fría diosa “razón”, y aparecen los sustitutos pretendidamente “filosóficos”, pero podemos mencionar más aún:
Hay sustitutos “morales” de Dios que cubren bastante bien el papel. Hay quienes se plantean que, aunque no creen en Dios, van a vivir bien de acuerdo con normas morales: tratarán de ser “buenos”, de entenderse con sus semejantes, de no hacer daño y de tratar de cumplir con sus deberes de la mejor manera posible. Es como si el ser humano quisiese quedar bien ante sí mismo, ante su propia conciencia. Y es –como dirían los viejos filósofos– el querer quedar bien ante el pequeño “Dios interior” que todos llevamos dentro. Y este sería el mejor de los sustitutos morales ¡Ojalá todos los sustitutos fueran así!
Hay otros sustitutos morales que se refieren a cumplimentar un compromiso; a quedar bien; a “aparentar” bien; a decir que se cree, a oficiar como que se cree, y por dentro estar tan seco y tan vacío como un tubo por el que no corre ni el aire. Estos son los “montajes” religiosos de pretendido fondo moral.
Y están también los sustitutos “sociales”. Ahora la sociedad es tan importante que no habría de extrañarnos en absoluto que intentase sustituir a Dios. En la mayoría de los casos, los sustitutos sociales se nos van a presentar a través de movimientos políticos; todo movimiento político parte siempre de la premisa de ayudar a los que sufren, de ayudar a los pobres, pero, como es un ayudar sin nada, como no hay ningún respaldo, tarde o temprano van a aparecer los embaucadores que terminarán por ayudarse a sí mismos y que disimularán con unas máscaras preciosas y muy bien confeccionadas: “la explotación de los demás”. Y nos encontramos con que ese sustituto es muy triste, porque lejos de acercarnos a Dios, nos acerca más bien al infierno.
Otros sustitutos sociales serían el prestigio, la fama, el renombre. Cuando Platón intenta descubrir cómo una sociedad se degrada desde un punto culminante hasta el punto más bajo, comienza explicando que en el más puro estilo de gobierno, el primer paso de caída está dado cuando el hombre empieza a agregar honores, cuando quiere tener poder por el poder en sí; cuando quiere que su nombre sea el que más se reconozca, el que más se pronuncie y admire. Y estos son sustitutos sociales, no hay Dios, hay “sustitutos”…
En cuanto a los llamados “sustitutos psicológicos”, estos son tantos y tan variados que sería muy largo enumerarlos. Hay sustitutos psicológicos muy sanos: no creer en Dios, no buscarlo pero dedicarse a un trabajo apasionante o a un estudio apasionante; a algo que nos llena, que nos satisface, que nos realiza y nos mejora a nosotros mismos. Pero esto cada vez lo encontramos menos…
Aparecen también otras sustituciones altamente peligrosas: la desesperación, el vacío, el aturdimiento, el no pensar. Hay tanta gente a la que he escuchado decir: “Pero no me importan, ¡no quiero pensar! Y así se aturden intentando llenar las horas; lo importante es no estar nunca solo, no pensar…; y que haya siempre bullicio a nuestro alrededor. O si no, dormir, y si no se puede dormir, una pastilla. Lo fundamental es no pensar…
Otro sustituto psicológico: la violencia, una de las mayores enfermedades de nuestro siglo, es uno de los elementos determinantes de nuestro final de Siglo XX. La violencia es como un reto a Dios. El violento es como si se le encarase y le dijese: “mira; no tengo miedo, aquí estoy yo y ya lo ves, no me interesas para nada. Si existes, ven y castígame, a ver si eres capaz…” He aquí al violento, esperando su castigo que es otra forma de llamar a Dios en su soledad y desesperación al darse cuenta de que cada día necesita ser peor para satisfacerse.
El sexo es otro sustituto psicológico. Hay quienes se plantean, sin más, el sexo como un Dios que ha ocupado su trono con todas las de la ley. ¿Por qué?, pues porque resulta que ahora el sexo es como la llave de los misterios de la vida. Y mientras “se buscan los misterios de la vida” –que no se buscan– lo que se buscan son muchas “llaves”, probablemente muy variadas, y todos los días, para ver si algún día aparece el misterio. Así, mientras tanto, el sexo es el sustituto.
¿Y qué decir de las drogas? Ese terrible mal que nos acecha aunque muchos lo confunden con una salida. Porque el que recurre a las drogas no lo hace por mal; no vamos a pensar de entrada que estamos todos corrompidos y destrozados; por lo general, el que recurre a las drogas quiere escapar, aturdirse; no quiere pensar. Otro dirá que está prohibido y “lo prohibido” tiene algo, tiene un “no sé qué” que encanta; tiene misterio… y en vez de subir a buscar el misterio, nos quedamos por aquí abajo con las drogas…
Y otros nos dicen que la droga permite un estado de “éxtasis” especial, un estado de captación diferente de sonidos, colores e ideas, que normalmente no podría suceder. Es otra vez la necesidad de misterio pero por un camino equivocado. ¿Por qué? Porque todos estos sustitutos psicológicos: las drogas, el sexo, la violencia, hacen del hombre un verdadero esclavo. Resulta que el hombre quiso liberarse de Dios y se volvió un esclavo de sí mismo, porque aunque queremos alcanzar “estados especiales”, no hemos desarrollado nuestros poderes para llegar a ese estado, no; necesitamos de las drogas…, porque cuando queremos aturdimos y no pensar, no tenemos una idea que nos eleve y nos consuele, no; necesitamos vicio, o violencia, o drogas. El hombre así es perpetuamente esclavo…
¿Y si hablásemos de los sustitutos materiales? Esos sí que son notables. La materia es el Dios, los goces materiales su religión y el cuerpo el representante de Dios sobre la Tierra. Es una religión perfectamente elaborada, poco compleja, con muchos “cultores”. Eso sí, se trata de acumular riquezas y placeres corporales; y –como suelen decir algunos– “la vida es corta pero que me quiten lo vivido”, pues sucede que “los años se nos escapan”, viene la vejez, y ¿qué haremos?, ¿qué tendremos?, ¿cómo retener aquello que tenemos?; se va, todo se va. Pero sin embargo, el sustituto material sigue siendo un vino de los más apreciados.
En todos estos sustitutos se quieren encontrar denominadores comunes típicos; una orfandad, algo que falta. El que ha sustituido a Dios está como vacío de algo, inseguro, y no sabe muy bien por dónde va, aunque aparente todo lo contrario, pero eso es pura cáscara: es el que se ríe desenfadadamente, y dice: “cursi, que eres una cursi”, aunque en el fondo no esté tan seguro y lo único que siente es que hay vacío, que no tiene nada. Esa orfandad es típica de todos los sustitutos.
También es típico un “anhelo de algo”, buscar algo aunque no se sepa el qué. Algo que no se puede definir… Y ¡qué curioso! ¡Dios es tan difícil de definir!… Y ese “algo” que se busca es igualmente tan difícil de definir… ¿Es que acaso se parecen esas dos cosas? ¿Acaso ese “algo” que se busca sin poderse explicar es ese Dios que los humanos solemos sustituir con lo primero que encontramos?
En todos los sustitutos aparece esa “búsqueda de apoyo”. Hay que apoyarse en algo, sea lo que sea, porque: “a mí no me hace falta Dios”, pero tengo que apoyarme en algo: dinero, prestigio, honores, lo que sea, “algo”, una doctrina filosófica, algo que le dé un sentido válido a la existencia.
En todos los sustitutos hay una dosis de vanidad. Total: el ser humano todo lo puede; hemos llegado al espacio exterior, somos buenos científicos, filósofos, artistas… Esto equivale a decir: “Dios ¿para qué te quiero? No te necesitamos, Tú serás más perfecto, pero hacia allí vamos nosotros, y nos arreglamos perfectamente bien solitos”.
Pero es una vanidad falsa que esconde otro denominador común: el de la cobardía, el de evitar la lucha, el de saber en el fondo de cada cual que hay mucho por hacer pero no querer hacerlo. El de saber que lo que hay que hacer es difícil pero no querer hacerlo. El de elegir los pequeños ideales, los que están al alcance de la mano, y desechar todos aquellos que suponen una batalla abierta, valiente. Esa es la gran cobardía de todos los sustitutos.
Por eso los filósofos no queremos ser cobardes, y por esto los filósofos denunciamos los sustitutos y queremos de todo corazón quitar paulatinamente los sustitutos de Dios, a medida que la evolución del hombre lo permite. Ir quitando “máscaras”, tener el coraje, poco a poco, de encontrarse cara a cara con la verdad, aunque esa verdad sea vernos a nosotros mismos desnudos, pobres, desamparados, pero deseosos de algo mejor.
Quitar máscaras supone dar a la mente su exacto valor dentro de la escala humana, ese valor que le daban los antiguos. La mente no es mala, pero no es tan buena como quisiéramos. No es pérfida pero no es lo último a lo que podemos aspirar. No es algo desechable pero tampoco es la cúspide de la evolución humana. Hay que darle su justo lugar. Es un aparato que nos sirve para captar algunas cosas, pero los grandes misterios no caben por ese aparato. Y a esa mente, debemos ponerla en su sitio.
En cambio, lo que debemos es despertar, cada vez con mayor fuerza, a ese otro pequeñuelo del que hablábamos: al Hombre Nuevo, al Hombre de la intuición, a ese que late en el fondo de cada ser humano y al que no siempre prestamos debida atención, porque en más de una oportunidad nos encontramos diciéndonos a nosotros mismos: “Pero ¿estaré loco? ¿Esto que estoy pensando no es una aberración? ¿Soy el único que piensa así? ¿Me entenderán los demás cuando transmita esas ideas?”
Ese pequeñuelo, este hombre que no es fuerte todavía, esta intuición que se abre poco a poco, lenta pero vigorosamente, ésta es la que debemos despertar.
Esta es la que responde al símbolo que en todos los pueblos ha aparecido: la del hombre que llevando una antorcha en la mano se abre paso trabajosamente en la oscuridad, pero se abre paso al fin. Es la del hombre que construye un laberinto y traza un camino, pero que cuando llega al centro del laberinto es capaz de derrotar al monstruo de su ignorancia.
Es el símbolo del hombre que se levanta por encima de sus propias flaquezas, es el que pasa de la oscuridad a la luz, de la ignorancia a la sabiduría.
Este es tal vez el que estaría más capacitado que ningún otro para desterrar los falsos sustitutos.
Y si en plan de filósofos tuviéramos que proponer las soluciones ideales para eliminar sustitutos falsos y devolver al Hombre su propia posición en el Misterio, para abrirle su camino hacia el Misterio; me atrevo -para cerrar esta charla- a decir lo que escuché de uno de mis discípulos que me llegó sinceramente a lo hondo del corazón, y que por eso quiero participároslo a todos: uno de mis discípulos contaba ayer la historia de un personaje al que tiene mucho aprecio, y decía de este personaje que le escuchó una vez exclamar: “yo no creo en Dios, yo lo vivo, lo siento y lo toco con las manos todos los días”…
Eso es no tener sustitutos; no hace falta decir “sí creo o no creo”. Lo importante es verlo, tocarlo, sentirlo. Es lo que los griegos llamaban el “entusiasmo”, Dios dentro del hombre (en-Theos), no fuera; no para pensarlo, ni analizarlo, ni criticarlo, ni bendecirlo. Dentro, dentro, como una fuerza inconmensurable, capaz de hacernos realizar las más grandes de las proezas, las más grandes de las maravillas.
Eso es lo que deseamos los filósofos para todos los seres humanos: no creer, tenerlo dentro. Porque así es, queridos amigos; en el fondo, todos sabemos, todos sentimos que Dios está en nosotros, que el misterio está en nosotros, y que cuánto más lo sustituimos más lejos estamos del “CONÓCETE A TI MISMO” que ha de ser la fiel meta de nuestra Evolución.
Créditos de las imágenes: visuals
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