Cada cierto tiempo, por una u otra circunstancia concreta o por la necesidad de cubrir espacios de información, salta el asunto de las sectas al aire.
No obstante, nada queda claro, y no por la voluntad de los medios de comunicación ni de las presuntas sectas, sino por la enorme dificultad que entraña el asunto en general.
Hablar de sectas hoy es como hacerlo de una plaga mortal, aunque nadie atine a explicar con precisión de qué se trata ni cómo se puede huir de ella.
Si bien desgraciadamente inmersos en el juego de las opiniones sobre lo que es o pretende ser Nueva Acrópolis, no podemos dejar de investigar en este u otros fenómenos que atañen a la sociedad, ya que tal es el motor de la actitud filosófica.
Así surge esta breve aportación, que no agota ni abarca todo lo que requiere la cuestión, pero esboza unos pocos aspectos modulares.
La palabra “secta”, aislada de las connotaciones peyorativas que hoy suelen acompañarla, indica un grupo que se separa de otro mayor, una rama de un árbol que se desprende y se convierte, a su vez, en un árbol más o menos grande.
Dicha secta o división deja de serlo en cuanto suma muchos seguidores y su teoría o postulación, sea la que sea, adquiere un reconocimiento generalizado, sin necesidad de que sea generalizada su aceptación.
La mayoría de las religiones que hoy existen en el mundo han comenzado como sectas, desarrollándose paulatinamente hasta adquirir el rango de religión reconocida; el presunto líder que les dio nacimiento se convierte entonces en un enviado de Dios, un iluminado o intercesor que, lejos de ser un falsario, ha trabajado por ayudar a la Humanidad.
La mayoría de los partidos políticos que dominan el panorama mundial son escisiones de otros partidos anteriores; constituidos al principio como simples disidentes, fueron cobrando fuerzas hasta llegar al poder en múltiples oportunidades.
Y así, podríamos agregar docenas de ejemplos que van desde escuelas de filosofía, corrientes científicas, empresas comerciales, etc.
El fenómeno no es actual. A todo lo largo de la Historia se registran movimientos similares.
Tampoco podemos restringir el fenómeno a determinados países o continentes, o clases sociales, o grupos humanos específicos.
En cualquier rincón de la Tierra, asumiendo sus lógicas características de asimilación al medio, existen, existieron y existirán sectas.
El caso adquiere relevancia cuando la secta deja de ser un fenómeno natural para convertirse, por sí mismo o por decisión ajena, en un fenómeno peligroso que atenta contra la estabilidad social y la dignidad de las personas.
Es complejo explicarlo.
Hay quienes ven en las sectas una expresión «milenarista», una reacción propia del final de cada milenio, como si los límites temporales obligaran a la gente a volver sobre sí misma, sobre sus creencias y sus miedos, buscando paliativos a un temor subconsciente que no encuentra otra salida.
Otros relacionan las sectas con las llamadas «edades medias», período crítico de la Historia como el que está viviendo nuestra civilización occidental, en que todos los valores tradicionales pierden su validez y no existen otros que los reemplacen.
Basta con echar una mirada a la anterior Edad Media de la cuenca mediterránea para comprobar la proliferación de grupos de toda índole, desde místicos hasta terroristas, tal como en la actualidad.
Es evidente que una sociedad en decadencia deja de resultar atractiva a la gente. Por mucho que se insista en sentido contrario, todos necesitamos algunos valores para sustentar nuestras vidas.
El que asume una forma de creencia, se aferra a ella como modelo y guía; el que no entiende ni participa de esa creencia la considerará una aberración irracional y, en cambio, se atendrá rigurosamente a los criterios que sí acepta; o tal vez ni siquiera tenga criterios y se obsesione con ese vacío, al punto de rechazar a todo el que no quiera hundirse en esa carencia.
Para mayor desesperación, una sociedad decadente se cristaliza en sus esquemas y, como si presintiese su destrucción, se vuelve más y más rígida en unas normas que no tienen ya ningún contenido.
Esto produce un sentimiento agudo de opresión en muchas personas que buscan una escapatoria.
No se trata de una vulgar huida, sino de una natural necesidad de respirar, buscando la bocanada de aire donde y como sea.
En momentos de ruptura no es fácil mantener criterios sanos, sentido común o un razonamiento sereno; prevalece el instinto de supervivencia, que no solo afecta al cuerpo, sino también a la esfera moral.
Desde nuestro punto de vista, las sectas, en principio, constituyen una forma de movimiento, equivocado o no, un deseo de romper límites anquilosados, de abrirse un nuevo espacio vital.
No encontramos definiciones claras ni objetivas.
Lo único claro, en los criterios que se utilizan, es que toda secta es mala, y si lo es solo a medias, es lo bastante rara como para convertirse en dañina en cualquier momento.
Pero encontramos algunos factores que, por su repetición, vienen a configurar una definición.
La finalidad de una secta es la explotación de sus «adeptos» (palabra «oficialmente» adoptada para designar a sus componentes) y el enriquecimiento de su o sus líderes.
Todo lo que proponga u ofrezca la secta es una vulgar «tapadera».
Detrás de toda secta hay algún objetivo inconfesable, más allá de las ya expuestas, explotación de las personas y encumbramiento de sus directivos.
Así, pueden servir de encubrimiento al tráfico de armas, de drogas, a la prostitución, a partidos políticos proscritos o fuera de moda, a estafas en gran escala y otros argumentos por el estilo.
A una secta se sabe cuándo se entra, pero nunca cuándo se podrá salir, es decir, que existen técnicas coercitivas que impiden abandonar el grupo.
Una vez dentro de una secta, se opera el llamado «lavado de cerebro», que lleva a la anulación o alteración de la propia personalidad, hasta el extremo de desembocar en graves lesiones psicológicas.
Promueven el aislamiento de la sociedad, en fincas alejadas, donde los «adeptos» son sometidos a regímenes de poco sueño y comida, a fin de mantenerlos como esclavos obedientes a las instigaciones del o los líderes.
Atentan contra la unidad familiar, destruyen la sana convivencia de padres e hijos, de marido y mujer, de hermano y hermana, de amigos y compañeros.
Así, en líneas generales, y como resultado de estos presupuestos, destacan, sobre todo, la triste figura del «adepto» y la nefasta influencia del líder carismático.
Solo los imbéciles se dejarían atrapar por una secta de estas características, con lo cual el peligro se reduce considerablemente.
¿Y cuáles son esos delitos?
Tampoco quedan suficientemente claros, ya que cuando la falta es grave y evidente, nadie escapa de ella, esté o no en una secta.
Los delitos típicamente «sectarios» se suelen englobar dentro del atentado a la libertad, es decir, libertad física, libertad psicológica, libertad de conciencia para escoger las propias ideas.
Desde luego, descartando el secuestro, que imposibilita a la persona para moverse libremente, no es sencillo determinar si una agrupación cualquiera atenta contra la libertad de conciencia o es la persona la que ejercita su libertad de conciencia al unirse a esa agrupación.
Otros delitos son:
No obstante el carácter delictivo o presuntamente delictivo de algunos de los casos arriba señalados, se suele hablar de comportamiento sectario cada vez que se quiere descalificar a un adversario en el terreno que sea.
Toda persona de carácter firme y decidido, con buena oratoria, discretamente vestida, amante del orden y de la disciplina, ya está en condiciones de ser catalogada como sectaria, a menos que su cargo, su prestigio o su fortuna aten las lenguas y las plumas.
Y no solo sectaria: algo fascistoide también, para terminar de sazonar el plato.
Son, por lo general, otras sectas, otros grupos que, por una razón u otra, ven dañados sus intereses.
En el mundo actual, en que tanto se duda de la buena voluntad de la gente, cuesta creer en las sectas y también en personas puras, honestas y libres de intenciones secundarias, decididas a proteger a los pobres incautos que caen en las garras de las sectas.
Por lo visto, todos somos «carne de secta» en cuanto pasamos por algún período difícil de nuestras vidas.
Pues sí que estarían en auge las sectas, ya que nadie se libra de problemas, angustias, preocupaciones y dificultades; y no todos deciden remediar sus conflictos adhiriéndose a una nueva fórmula religiosa o política.
Es aterradora la cifra de escritores y pensadores que son perseguidos en todo el mundo y condenados públicamente a muerte, solo por no compartir las ideas de quienes los acusan.
Los verdaderos enemigos de las sectas son las sectas: ellas mismas, si de verdad adoptan posturas perniciosas y delictivas, u otras sectas con las que deben competir en el duro «mercado» mundial, porque hoy todo es motivo de compraventa y competencia.
Al margen de sus carismáticos líderes que, por lo visto, tienen la propiedad de embaucar a quienes quieren y obtener impresionantes cantidades de dinero y bienes variados, hay otros muchos que sacan una buena tajada en esta historia.
Gracias a las sectas han nacido grupos de «antisectas», que cobran cifras nada despreciables por desprogramar «adeptos» o por aconsejar a sus padres.
De pronto, aparecen gabinetes de sectólogos, asociaciones que defienden a padres e hijos, tanto a los que lo quieren como a los que no; en su defensa son tan coercitivos como las mismas sectas que atacan.
Gracias a las sectas hay periodistas que han hecho su agosto publicando libros que no dejan de mencionar y promocionar cada vez que cabe.
Gracias a las sectas, hoy tenemos «expertos», que no lo habían sido hasta hace muy poco y que, sin profundizar en el tema y casi sin conocer de cerca y de verdad a sectas y sectarios, emiten opiniones categóricas, establecen categorías y se lanzan poco menos que al estrellato.
Gracias a las sectas, los medios de comunicación llenan espacios y venden escándalos, sean verdaderos o no.
Da gusto ver cómo una noticia se repite en uno y otro sitio sin la menor confirmación sobre su veracidad, cómo todos copian a todos, y cómo los más creativos agregan calificativos de su propia cosecha, al punto que empiezan a producir el efecto contrario del deseado, cuando no una indeseable falta de confianza en estos medios que, justamente, deben informar y no deformar.
Si aceptamos como exactas las definiciones que se dan sobre las sectas y los delitos que se les atribuyen, un somero análisis nos permite comprobar que no hace falta pertenecer a una secta para cometer o ser objeto de dichos delitos.
Desgraciadamente, no vivimos en el mejor de los momentos históricos; la corrupción parece haberse adueñado de todos los sectores de actividad y la mentira campea a sus anchas basándose en la fuerza del poder.
¿Cuántas empresas o instituciones no ocultan algo detrás, no presentan unas finalidades y actúan de acuerdo a otras, no explotan a la gente, la maltratan, la prostituyen, la acosan y hasta llegan al asesinato si quieren quitarse un testigo indeseable de en medio?
¿Acaso las diferentes religiones no imponen a quienes desean convertirse en sacerdotes o sacerdotisas un régimen especial de vida, de comidas, de horas de sueño, de alejamiento de sus familiares y amigos para consagrarse únicamente a Dios?
¿Es que todo cambio de personalidad ha de ser una lesión psicológica?
¿No puede haber cambios reales por los que una persona descubre nuevos horizontes dentro de sí misma y en el mundo que la rodea?
¿No produce ese descubrimiento un primer impacto que puede llevar a la introspección, sin necesidad de caer en el desequilibrio mental?
¿No nos estafan todos los días vendiéndonos productos milagrosos que luego no pasan de una desilusión más y un dinero de menos?
¿No hace la publicidad cotidiana una captación indebida de los incautos que se creen todo lo que ven y todo lo que leen?
¿No se considera una lesión psíquica el «marquismo» o desesperación que ataca a jóvenes y adultos por usar ropa de determinadas marcas como señal de distinción?
¿No existe el llamado «voluntariado» en todo el mundo, que permite que cada cual haga uso de su tiempo libre y su generosidad para ayudar a quien quiera?
¿En qué es mejor el voluntario que trabaja sin sueldo en un hospital que el joven que pertenece a una asociación cultural y se ofrece para apagar incendios o limpiar una plaza pública abandonada a la suciedad?
¿No estamos suficientemente manipulados por la propaganda en general y la política como para que tengan que venir sectas a descubrir lo que es la manipulación?
Todos compramos cosas que en verdad no deseamos ni necesitamos, pero la compulsión de la publicidad es feroz.
La mayoría de la gente va a las urnas movida más por una carta o un discurso que por una ideología política bien conocida.
¿Y eso no es manipulación?
¿No es manipulación asustarnos con el infierno por nuestras faltas en lugar de promover un sano desarrollo de la conciencia individual?
¿Acaso los únicos que se suicidan pertenecen a sectas?
Por dolorosas que resulten estas masacres colectivas, no debemos olvidar que el índice de suicidios ha aumentado enormemente en los últimos años y, sobre todo, en los países más desarrollados.
¿Y los muertos en esas guerras inútiles e incomprensibles que enfrentan a pueblos de diferentes religiones, etnias o lenguas?
El mundo sangra por muchos costados y no es de extrañar que surjan sectas, buenas, menos buenas, o malas, que quieran, a su manera, proponer soluciones y paliativos.
Es evidente que como presidente de esta Asociación que, además de España, trabaja en más de cincuenta países, no puedo dejar de sentirme parte del problema.
Puede que pierda parte de objetividad al tener que leer o escuchar a menudo cómo otros me explican a mí qué es Nueva Acrópolis y cuáles son sus finalidades ocultas.
Puede que esté indignada, al ver que una asociación cultural que viene actuando desde 1957, tenga que entrar sin más en el saco común de las sectas, y para peor, de las peligrosas y destructivas, sin que jamás se haya probado nada en ese sentido.
No soy un líder carismático; soy una mujer que ha dedicado su vida al estudio y a la enseñanza.
No me he enriquecido; antes bien, he dado lo mejor que tenía a esta asociación, que es lo que más aprecio y lo que más me motiva en mi labor humanística.
Y he conocido personalmente al fundador de Nueva Acrópolis, quien al morir años atrás solo tenía dos mil pesetas en el banco y los trajes que usaba a diario…
No busco «adeptos»; quiero hombres y mujeres libres, capaces de pensar y elegir por sí mismos.
Considero absolutamente legal dar a conocer la opción filosófica que ofrece Nueva Acrópolis, porque de alguna manera deben comunicarse las ideas.
Y si el dar conferencias y cursillos es una forma indebida de captación, que me expliquen alguna otra que sea más adecuada.
Y sí, estoy convencida de que todos podemos cambiar nuestra personalidad para mejor, superando nuestras impotencias y debilidades para convertirlas en facultades positivas y en acción generosa para con todos los que nos rodean.
Un ideal humanista no busca encerrarse en su reducto; al contrario, quiere entregar lo que tiene a quienes buenamente quieren aceptarlo.
También Nueva Acrópolis es el producto de este mundo, de este momento histórico, de sus dificultades y de sus potencialidades.
Y toma su alimento de todos los sabios y pensadores que han buscado acrecentar el espíritu y la dignidad humana; no es una rama desprendida de aquellos filósofos, sino que trata de seguir el mismo camino que ellos trazaron para otras civilizaciones necesitadas de aliento e impulso.
Y es que no todos los grupos son sectas.
Ni es delito ser un poco diferente, ver la vida con otros ojos y creer que, por muy irracional que parezca, hay valores espirituales que merecen la pena conquistarse, por encima de cuantos bienes materiales nos pongan como única forma de llegar a ser.
Delia Steinberg Guzmán.
Créditos de las imágenes: Origen desconocido
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