Esa disposición de preguntarse, de desear encontrar respuestas es algo que acompaña al hombre desde que apareció en la faz de la Tierra: si investigamos en las más remotas culturas de Oriente y Occidente encontraremos estas mismas inquietudes.
Miles de años antes de Cristo, en la antigua India, las descubrimos en el magnífico poema del Bhagavad Gita que escenifica el diálogo del guerrero Arjuna y su Maestro Krishna sobre los motivos fundamentales de la existencia y la razón de ser de la propia vida, o en la Cultura Egipcia y su “Libro de los Muertos”, expresado en simbólicos pasajes en los que el alma del iniciado discurre a través de diferentes pruebas oteando la esencia del ser y el existir, y hasta en la misma civilización azteca por medio de la así llamada “Guerra Florida”, cuyo sentido no es otro que el despertar a la vida interior o espiritual.
En la antigua Mesopotamia, las encontramos en el mito de Gilgamesh, el héroe que ante la muerte de su mejor amigo, sufre terriblemente y se pregunta dónde está, si volverá o no.
De no haber tenido esa predisposición desde la edad de las cavernas no se hubieran atrevido a salir de su oscuro refugio preguntándose qué hay más allá de los límites de lo que ve. Jamás se habrían arriesgado a investigar cuáles son los confines del mundo.
El cuestionarse sobre todo aquello que se vive y todo lo que ocurre es quizá una de las principales características de la condición humana.
Los animales no se interrogan, viven simplemente siguiendo sus instintos. Tampoco las plantas se interrogan. El autocuestionamiento es un aspecto que distingue a los humanos. Decía el Profesor Jorge A. Livraga que sólo hay dos tipos de seres humanos que no tienen inquietudes: los sabios o los imbéciles. Los primeros porque ya se respondieron las preguntas esenciales y los segundos porque su estado de imbecilidad les niega la posibilidad de darse cuenta siquiera de que el misterio nos rodea por todas partes.
Todos nos hemos preguntado alguna vez: “¿quién soy?, ¿cuál es mi origen? ¿cuál es mi destino?” Todos somos, en mayor o menor medida, “filósofos”. Esta palabra, de origen griego, viene de “philo-sophia”: el amor a la sabiduría.
Sin embargo, cuántos de nosotros no habremos concluido de manera apresurada que tales preguntas carecen de respuesta y creyendo que son producto de la inmadurez, las hemos postergado y finalmente ignorado, por dedicarnos a “cosas realmente útiles”.
¿Acaso no es útil conocer qué es la felicidad, cuando todos nuestros actos buscan tal fin? ¿Será útil conocer qué sentido tiene mi vida o es mejor vivir a ciegas, sin saber ni de dónde vengo ni a dónde voy y finalmente cuando muera, no saber para qué existí?
Al hombre no le basta con lo que percibe de manera inmediata, quiere ir más allá y conocer qué hay detrás de todo lo que ve, toca o escucha. Tanto es así que los más grandes pensadores y maestros han tenido como ocupación principal la búsqueda de respuestas a tales cuestiones. Pues como dicen todos ellos: “una existencia sin una búsqueda, sin una pregunta, sin una duda, sin una intranquilidad, sin el deseo de saber cuál es el sentido y el trasfondo de la vida, sin claridad de miras ni coherencia, sin un destino es la peor de las desgracias.”
Quizá las respuestas no estén en el mundo concreto, físico, si no en el meta-físico: lo que está más allá de lo físicamente perceptible.
Ingresar en lo Metafísico es conocer el lado profundo del ser de cada uno, es conocer la naturaleza de los sentimientos, de los pensamientos, del alma, es acercarse al misterio mismo de nuestra presencia en la faz de la Tierra, a la raíz de la vida.
La Metafísica y la Filosofía sirven para que descubrir tu realidad interior, tus potencialidades y sobre todo, para responderse a preguntas tan importantes como ¿cuál es el sentido de la vida?
Créditos de las imágenes: geralt
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El sentido de la vida es vivirla con la maxima expresión de las potencialidades que un Ser Humano pueda llegar, entregándose a la Vida misma como parte de Su expresión.
¿Cuál es el sentido de la vida? o
¿Cuál es mi sentido en la Vida?