El análisis del calendario egipcio, confirmándonos la fuerza de la tradición, nos revela la ingeniosidad de sus métodos, a menudo muy alejados de los nuestros: “Yo he establecido por decreto las ofrendas para todas las fiestas de la necrópolis; la fiesta del comienzo del año; la del año largo, la del año corto, la del último día, la gran fiesta, la fiesta de los grandes calores, la de los pequeños calores, la de los cinco días añadidos al año, la fiesta en que se lanza el sable, las doce fiestas mensuales, las doce semimensuales, cada fiesta de vivos y muertos bienaventurados”.
El estudio hecho sobre el número de fiestas anuales prueba que los egipcios tenían de promedio 105 días de vacaciones al año. Se distinguían las fiestas del calendario (día del año, comienzo de estación…), las fiestas agrícolas (crecidas del Nilo, siembra, cosecha…), las fiestas religiosas nacionales, las fiestas reales (coronamiento, regocijo) y las fiestas funerarias. Pero fueran las que fueran las razones de la fiesta, esta era siempre para el egipcio un momento en el que se efectuaba la unión con el principio superior: el tiempo, la Naturaleza, el cosmos o el faraón. Esto es así porque la religión (recordemos que religión quiere decir unir, religar) era el eje fundamental de cada una de estas manifestaciones populares. Los sirvientes del dios, que no olvidaban sus fiestas, venían de todos los alrededores para adorarle.
En su honor se hacía cerveza, se sentaban en el quicio de las puertas, en la frescura de la noche, porque “el nombre del dios circulaba sobre los tejados”. Todo el pueblo se cubría de ungüentos y se ponía a beber.
Los anales de Edfú señalan como causa de la fundación del templo de Horus que el día que fue “enviado a su Maestro” fue una fecha memorable: “La ciudad estuvo de fiestas, los corazones llenos de alegría, todos sus alrededores en regocijo; el ruido de sus gozos atravesaba los espacios abiertos, sus calles estaban llenas de manifestaciones alegres, las provisiones se esparcían con abundancia; el humo de las ofrendas se elevaba hasta el cielo; el vino chorreaba en las calles, tal era la inundación que salía de las dos cuevas; el olíbano se quemaba en el incensario mezclado con granos de incienso; la ciudad brillaba de tal explosión festiva, toda frondosa de flores; los profetas y los padres divinos estaban vestidos de lino fino, los acompañantes del rey se habían puesto sus atavíos reales, y las jóvenes estaban hermosas; el júbilo estaba por todas partes y la alegría a lo largo de todas sus calles; hasta el alba no se podía dormir.
En medio de todas las fiestas, de toda esta felicidad expresada sin contención, Egipto se anima, vive, ríe y baila; pero no olvida, sin embargo, que estas demostraciones son un homenaje rendido a los dioses, porque ellos renuevan sus pactos con la Naturaleza y con los hombres.
Si queremos comprender el verdadero sentido de la fiesta en el Egipto antiguo, debemos concebirla como “feliz reencuentro”. Cada fiesta provoca el reencuentro. Y este reencuentro se vive en la alegría y en el encantamiento.
Como dice un viejo himno con ocasión de una coronación real:
“Alégrate, país entero, los días pasan para reír y maravillarse”.
¿Cómo confundir este pueblo desbordante de vida con los supuestos enterradores amargos? ¿Cómo no entender la música que se eleva todavía de las manos de las arpistas tan delicadamente representadas en sus frescos? Este pueblo era feliz porque sabía que un padre velaba por él, que era el faraón, el mismo nacido de un Padre celeste, que era el dios.
Esta familiaridad natural con las potencias del cosmos hacía que el egipcio fuera un hombre capaz de vivir en fiesta perpetua. Que la Naturaleza se renueve es ocasión de regocijo; que los dioses se vuelvan a encontrar es ocasión de festejarles; que el faraón se muera es ocasión de celebrar el nacimiento de un nuevo dios. Esta capacidad de entusiasmo, es decir, de despertar dioses y Dios en uno mismo, y ese optimismo sabiamente disciplinado por un estado coherente y capaz de dosificar las pruebas a través de ritos iniciáticos unidos a la Naturaleza y por la armonización del juego de la razón y del sentimiento, pueden haber sido el gran secreto de la longevidad de este pueblo.
¡Qué imagen fatigada y taciturna encontramos volviendo las páginas de su historia en un mundo en que las fiestas son más bien enterramientos, y de los que solo el aspecto mecánico ha sido desarrollado!
Para vivir la felicidad hace falta primero saberse contentar con pocas cosas, seguir las enseñanzas de los sabios del antiguo Egipto y estar atento y disponible para todo aquello que hay de posible en lo que la vida nos aporta.
¡Que la fiesta sea el feliz reencuentro del hombre y su dios interior, del pueblo con su rey, del sacerdote con Dios!
La institución de estas fiestas sumamente antiguas se atribuía al dios Ra. Durante estos días de diversión, la liturgia era particularmente solemne, el curso ordinario del culto cotidiano se interrumpía; se añadían al ritual cánticos especiales, se decoraba el templo, la ciudad se iluminaba.
Las ofrendas afluían en gran número por el tropel de huéspedes que llegaban al templo, sobre el altar portátil rodeado de una cortina, colocado sobre una barca sagrada que transportaban los sacerdotes. La procesión se desarrollaba en el patio, en los alrededores inmediatos de la vivienda del dios. Sin embargo, durante los meses de las grandes fiestas, la estatua divina recorría el campo o navegaba sobre el Nilo haciendo numerosas escalas. Era el momento de consultar al dios, que respondía a las preguntas por oráculos.
Hay que recordar que el culto de los dioses se efectuaba de forma cotidiana siguiendo un ritual muy preciso. Los sacerdotes comunicaban cada día con la Divinidad, como nos lo precisa Drioton: “Los ritos comenzaban por la mañana temprano (…). El sacerdote de servicio encendía las lámparas, rellenaba el incensario y procedía a una primera fumigación para propagar en la habitación un olor agradable. Hecho esto avanzaba hacia el naos (…) y abría los batientes. La estatua aparecía ante sus ojos, por supuesto inerte y adormecida, pues la Divinidad no había descendido sobre ella todavía. El sacerdote se prosternaba y recitaba un himno de adoración. Después, alzándose, daba el abrazo a la estatua. Este gesto, el del hijo que quiere sacar a su padre del sueño, “despertaba” al dios y hacía descender su alma divina. El culto propiamente dicho podía comenzar”.
El servicio del dios se ritmaba por los movimientos del sol en el cielo. En la Época Baja y, sin duda, ya en el Imperio Nuevo, comprendía tres fases correspondientes a la salida, apogeo y puesta solar. La más importante era la fase matinal. Las ofrendas habían sido preparadas antes de la aurora en los talleres del templo y los sacerdotes se habían purificado en el lago sagrado, penetrando simbólicamente en el principio de la vida de donde el mundo había surgido en el momento de la creación y de donde surgía cada año la tierra de Egipto en el momento de la inundación, dispuesta para una nueva recolección.
Después, dando la vuelta al templo, vertían el agua y encendían el incienso (“el que hace divino”) para alejar los principios hostiles que hubieran podido deslizarse en el recinto. Los alimentos del dios eran llevados en procesión en una de las salas del templo, donde se levantaban pequeños altares consagrados.
El oficiante principal abría las puertas del santuario, apresuraba al dios para que se despertara y abría las batientes naos en el momento en que el astro de vida aparecía en el horizonte. La luz naciente penetraba al dios de la energía del nuevo día. Los alimentos se disponían entonces delante de la estatua, con una representación de la diosa Maat, símbolo del orden cósmico, que insuflan al dios la fuerza necesaria para la renovación cotidiana de este orden. Después, la estatua era desvestida, lavada, vestida de nuevo, adornada y nuevamente ungida, incensada y purificada. Naos y santuario quedaban luego cerrados hasta la mañana siguiente.
El servicio de mediodía consistía solamente en aspersiones de agua y fumigaciones de incienso. En el curso de la tarde se procedía a la renovación de ofrendas.
Este culto tenía por fin recordar el ciclo perpetuo del Sol, del cosmos y de la vida. El sacerdote aseguraba la exactitud de este ritual activando cada aspecto de la jornada y cada aspecto del año. Por las fiestas, el pueblo egipcio se encomendaba a la ronda del tiempo durante los momentos adjudicados a la Naturaleza y a la vida. Si añadimos a este ciclo estacional tributario de la danza de los astros las interacciones estelares que los egipcios consideraban fundamentales, podremos comprender, como decía el poeta, que para los egipcios “el universo es un templo y la tierra un altar”.
Participar más conscientemente en los ciclos es vibrar en un plano menos denso, ser más sensible a las llamadas del mundo invisible. ¿Por qué, en efecto, quedar encadenado a nuestro mundo material de todos los días y olvidar que nuestro planeta se eleva, como un pájaro a través de los espacios siderales?
El 15 del mes de Toth de la estación de Akhet se celebraba la Fiesta del Nilo o de la Embriaguez. Era el momento de la llegada de Hapi, que apostaba por la renovación de la vida en la tierra de Egipto. En el curso de una ceremonia, el rey bailaba delante de la estatua de Hathor en Denderah y se ofrecía a la diosa un cántaro de vino antes de entregarse a las libaciones. El primer día del año o salida de Sirio llegaba también durante el mes de Toth.
La fiesta de Opet, una de las más importantes del año, tenía lugar en el mes de Phaophi de la estación Akhet. En el Imperio Nuevo duraba once días. En esta ocasión el dios Amón dejaba su templo de Karnak para dirigirse con gran pompa al templo de Luxor, donde volvía a encontrar a su esposa. Después, en su barca, el rey conducía al dios hacia su lugar de origen. La columnata del templo de Luxor, decorada por el rey Tutankhamon, muestra el desenvolvimiento de la fiesta, que comienza por una ofrenda delante de la barca de Amón, su capilla portátil.
El cortejo sale entonces del templo: treinta sacerdotes sostienen la pesada barca de Amón, que sigue el rey. Cantos y tambores acompañan la procesión. Los barcos esperan el cortejo y el rey y la reina toman su lugar en la espléndida embarcación del dios.
En la orilla, una multitud regocijada acompaña la flotilla sagrada lanzando gritos de júbilo: es la tripulación encargada de tirar de los barcos hacia arriba. Pero, por difícil que sea este trabajo, los que lo realizan están llenos de alegría y ardor al servicio de dios. Lejos aún siguen los soldados con sus oficiales; los libios y los negros toman también parte en el cortejo, manifestando su entusiasmo siguiendo sus propias costumbres. En medio de esta barahúnda resuena la música de los sistros y el canto de un himno antiguo entonado por un grupo de cantantes y sacerdotes.
A la llegada de Luxor, un cortejo parecido al primero se ponía en camino hacia el templo. En cabeza, los sacerdotes llevando la barca de Amón, después el rey y la reina acompañados de su séquito y, por fin, la multitud completando la procesión. En el desfile se pueden ver igualmente las barcas de Mut y Khonsú. En el seno de la escolta militar se mezclan sin cesar grupos felices de músicos y bailarines ligeramente vestidos.
En el camino se disponen montículos, una especie de colinas artificiales en cuyas cimas los sacerdotes realizan sus ofrendas. En el templo, es el rey en persona quien realiza esta ceremonia mientras su séquito, los sacerdotes y los cortesanos esperan delante de la puerta del Santo de los Santos.
La vuelta se efectúa según el mismo programa, con la sola diferencia de que las barcas no son más jaleadas porque descienden del río. Todos cantan la gloria de Su Majestad, que ha hecho navegar Amón. Cuando los dioses vuelven a Karnak, se terminan estas solemnes jornadas con una gran ceremonia de ofrendas.
Esta descripción podría hacer pensar que la ceremonia se desarrollaba en una sola jornada: en realidad, duraba once días bajo Tutmosis III, y hasta veinticinco días bajo Ramsés III.
El nombre de Opet significaba abundancia y caracteriza el viaje al santuario. Unido al ritual de la Hierogamia, se efectuaba en presencia del harén real, porque era el momento preciso para la concepción del niño real. Los textos hablan de la unión divina del dios y la reina, a petición del rey; así, el niño que nazca poseerá la sustancia divina y real.
Horus nació durante el mes de Mechir. La celebración de su nacimiento divino se perpetuó hasta la Época Baja a través de las construcciones particulares de Mammessi, las casas de partos. Según la tradición, es el delta quien acogió al recién nacido envolviéndolo en sus pantanos para esconderle a los ojos del peligroso Seth; la Dama-Serpiente Outo vigilaba constantemente.
Es interesante comprobar que esta fiesta tenía lugar el 25 de diciembre, fecha en que fueron celebrados más tarde los nacimientos de Mithra y de Cristo. Muchos autores ven igualmente una correspondencia entre esta fecha y el solsticio de invierno, pues el sol comienza su periplo de vuelta hacia las antípodas, en el corazón mismo del invierno, en el momento de su aparente envejecimiento.
En el mes de Phametoth de la estación Peret se celebraba la primavera de Horus, su juventud y su victoria sobre las tinieblas. En Edfú se desarrollaban demostraciones navales sobre el Nilo y se decía que la estatua del dios dejaba esta ciudad para ir a Denderah a buscar a la diosa Hathor, que él volvía a traer a su castillo.
El mes de Parmenthi está consagrado a la exaltación de la fecundidad: se encontrarán combates y representaciones en los frescos de Medinet Habon.
En el mes de Padron de la estación Chemou se honraba al dios Min. Era el mes de la cosecha. Las fiestas se desarrollaban en Koptos, donde Min había establecido se residencia: se organizaban verdaderas competiciones de animales y se seleccionaban los mejores especímenes para mejorar la raza. Este mes estaba también consagrado al dios de la Luz y al dios del Sol bajo la forma de Pacht o Bastek, llamado “el gato de Heliópolis”, el que había vencido a las tinieblas o Apophis. En el calendario, este momento corresponde a la constelación de Aries (el carnero), que los antiguos consideraban como el comienzo del año. Este mes cantaba también la gloria de Isis, la Madre-Fecundidad que da la vida a Horus.
En el mes de Payni se celebraba en Tebas la fiesta del valle. Durante doce días, el dios Amón dejaba su santuario para visitar a los dioses y reyes difuntos de las necrópolis tebanas. Una gran procesión, que partía del templo, reunía músicos, cantantes, danzarines, acróbatas. Llevado por los sacerdotes, el dios estaba situado sobre el “ouserhat”, navío suntuosamente decorado, enteramente cubierto de oro, cuya cabina o castillo donde reposaba la estatua era de electrum, aleación de oro y plata. El navío del dios era precedido y remolcado por el del rey, propulsado por sesenta remeros. Atravesando el río, el dios era conducido dentro de cada uno de los templos reales construidos en el límite de las tierras cultivadas.
Allí donde el dios se establecía, se desarrollaban nuevas ceremonias. Después era previsto un reencuentro entre Amón y la diosa Hathor. Por último Amón llegaba al templo de Medinet Habon y a la necrópolis de Deir el Medinet, lugar donde, según la tradición, residía la Ogdoada primordial de Hermópolis, de la cual Amón era descendiente.
La fiesta del valle renovada, por tanto, la unión entre los dioses y la tradición, entre los vivos y los muertos, entre los hombres y sus ancestros.
En el mes de Epiphi de la estación Chemou se producía “el feliz reencuentro” de Horus y Hathor. Los textos explican cómo con gran pompa la diosa Hathor, seguida de todo su cortejo, dejaba su morada en Denderah para juntarse en Edfú con su divino esposo. Después de quince días de diversiones de todo tipo, la diosa y su flotilla volvían a Denderah a orillas del agua.
De la unión de estos dos dioses primordiales, recuerdo de la primera pareja, los gemelos cósmicos Shu y Tefnut, surge la nueva vida: el niño Thy, Señor de la Música.
Tres uniones divinas se realizan así a lo largo del año: en primer lugar, la de Amón y Mut, en el mes de Paophi (bajo el signo de Géminis); después, la de Isis y Osiris, en el mes de Payni (bajo el signo de Tauro), que hace nacer al niño Horus en el mes de Mechir (hacia el 25 de diciembre); y, por fin, la de Horus y Hathor en el mes de Epiphi, dando vida a Thy, en el mes de Parmenthi. De manera que dos nacimientos acompañaban la estación de la siembra, época de renovación, y la de la cosecha, dos concepciones tienen lugar en la estación de la cosecha y una en la estación de la inundación.
Aunque los buenos momentos alternan con los malos, este calendario ha sido construido para festejar la victoria del Sol sobre las tinieblas en el mes de Pachon.
La fiesta del Feliz Reencuentro es la “fiesta” por excelencia. Mientras se desarrolla, en la habitación negra, en el corazón del santuario, se realiza la unión de la energía de las dos divinidades, principios masculino y femenino para engendrar el niño síntesis, en sus diversos planos de manifestación. De esta manera, había tres uniones divinas en Egipto, ligadas en la creación a los planos espiritual, psicológico y concreto.
Este matrimonio expresa la unión del principio (el caos) con la vida (el Theos), que engendra la forma (el cosmos).
Y esta fiesta simboliza igualmente la unión del dios Amon-Min con la reina, asegurando a Egipto, por la Hierogamia, una naturaleza divina al faraón.
La inscripción encontrada en el templo de Luxor cuenta la más bella historia de amor de Egipto:
“Entonces llega este dios prestigioso, Amón, Maestro de Tronos de los dos Países; después de haber tomado el aspecto del soberano, encontró a la reina dormida, en su palacio magnífico; el perfume del dios la despertó y ella sonrió a su majestad; sin retrasarse, se aproximó a ella y le dio su corazón. Ella pudo verle, en su estructura divina cuando vino a ella. Y ella fue feliz de contemplar su resplandor, su amor se apoderó de su cuerpo, en tanto que el palacio era inundado de olores del dios, perfumes venidos del país de Pount”.
Estos perfumes venidos del país de Pount nos confirman la presencia del dios Min, aspecto creador asumido por Amón el Invisible.
En la mayor parte de los templos egipcios, era conmemorada muchas veces durante el año la fiesta de la unión al disco. Esta unión era un rito de regeneración, pues el alma de la Divinidad, descendiendo del cielo, impregnaba de sus rayos su estatua terrestre. La estatua divina, expuesta en un kiosco sujeta al techo inmóvil, dejaba los rayos posarse sobre ella para llenarse de una parcela de la presencia divina. Este rito se realizaba sobre el techo del templo, en una capillita cuadrada, bien conservada en Denderah. La procesión que llevaba la estatua hasta este kiosco está grabada sobre los muros de las escaleras: del lado oeste se ve el cortejo que sube, por un camino en espiral, mientras que la rampa oriental al este servía para la vuelta.
Este ritual tenía por fin unir la estatua a la fuente de energía divina del cosmos: la estatua recibía el abrazo del sol, recreando el gesto original por el cual el Primer Sol, fénix incasdescente, vertió en sus hijos Shu y Tefnut la Energía inicial.
La unión con el disco solar permite a la energía creadora inundar la estatua del dios, que, desbordante de luz, siente el Ka entrar en él. Esta misma fuerza protectora animará al faraón y se extenderá, por fin, sobre Egipto entero.
Asegurar esta unión con el origen es garantizar el orden universal y poseer la íntima convicción de que la pluralidad de dioses emana de la Unión primordial y volverá a ella al fin de los tiempos.
Hemos recorrido la rueda del tiempo, el ciclo anual, y hemos visto cómo para Egipto cada comienzo de estación simboliza una victoria.
Al comienzo de la inundación, la de la Naturaleza y la vida primordial que se extiende a grandes oleadas con la crecida del Nilo.
Al comienzo de la estación de la siembra, la del hombre, simbolizado por Horus, vencedor en el momento en que se celebra la coronación y el júbilo real.
Al comienzo de la estación de la recolección, la de la luz y la potencia, marcada por el culto de Min y el Sol renacido.
Vivir un año egipcio es recorrer también el cielo entero de la vida en el breve espacio de 365 días… y prepararse, después de todo, a renacer de nuevo.
Así era la geografía sagrada del egipcio antiguo: utilizando ritos seleccionados de diversos mitos de diferentes regiones, las fiestas hacían seguir un ritmo a la vida cotidiana y permitían participar en la recreación del fenómeno celeste. Ya se trate de facilitar el paso de un difunto a su vida del más allá, de la coronación de un nuevo rey o de la construcción de un templo, eran representaciones en la Tierra del juego de fuerzas cósmicas y telúricas, y permitían reencarnar todos los mitos sobre un espacio sagrado, factor de resurgimientos.
Durante milenios, Egipto ha festejado regularmente estos “felices reencuentros” entre el Egipto celeste y el visible, a través de las etapas de la vida de cada uno como a través de las de un país entero.
Cuando Egipto se debilitó, su religión fue suplantada por el Cristianismo y el Islam. Sin embargo, el ritmo de las fiestas estaba tan afianzado en la vida que ciertas de entre ellas han sido adaptadas por estas nuevas religiones. Poco a poco la liturgia ha cambiado, y con ella la utilización de la geografía sagrada, a la cual las fiestas cada vez han estado menos unidas.
En nuestro siglo XX el sentido de la fiesta no es el mismo, y la pérdida de esta armonía entre la geografía y lo sagrado no nos resulta extraña. Actualmente, todo puede ser “desarraigado”, transportado de un lugar a otro. La fiesta se ha convertido en espectáculo y estructura material destinada a la distracción. Ya no hay dioses de la ciudad, dioses protectores de un lugar o de una circunstancia particular de la vida que se festeja. El hombre ha olvidado que existe una unión entre él mismo y los fenómenos cósmicos, como entre estos fenómenos cósmicos y ciertos lugares geográficos precisos.
De esta unión mágica y viviente los egipcios tenían conciencia perpetuamente: la fiesta era entonces, efectivamente, un acontecimiento desarrollado en el cuadro de una verdadera geografía sagrada.
Extraído del libro Geographie Sacrée de L´Egypte Ancienne. Nouvelle Editions Oswald, París, 1979.
Créditos de las imágenes: 84user
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