Hay una pregunta que nunca he podido dejar de hacerme: ¿qué siente la Tierra cuando se queman sus árboles? Si el planeta pudiera expresarse, ¿cómo nos haría llegar su dolor? Por ridículo que parezca, si los seres humanos varían de un lugar a otro en sus lenguajes y formas de expresión, ¿por qué no habría de tener la Tierra algún sistema que fuera propio de ella, que pudiera ser entendido por los más intuitivos y perspicaces?
¿Que no hay pruebas de ello? ¡Qué mas da! Durante siglos no tuvimos pruebas de las verdades científicas hoy aceptadas y apoyadas en complejos cálculos. Tampoco faltaron los que dejaron sus vidas intentando demostrar unas verdades que intuían, si bien entonces no tenían medios precisos para fundamentarlas.
Sea como sea, si nosotros, en nuestra pequeñez y, por qué no, en nuestra ignorancia, nos sentimos impresionados por los embates de los cometas interestelares y por los incendios monumentales, ¿cómo pensar que los más directamente afectados están fuera del alcance de esta proyección vital?
La Tierra llora…
Los hombres se reúnen de tanto en tanto para estudiar el estado de la Tierra. Se mantienen encuentros mundiales en los que se dan cita científicos, expertos ecologistas, presidentes y enviados especiales de casi todas las naciones, periodistas, interesados y curiosos. Todos están de acuerdo en el deterioro cada vez más evidente que presenta la Tierra, pero es casi imposible que se pongan de acuerdo en soluciones prácticas e inmediatas. Como pasa siempre en estos casos, son más las palabras que los hechos y se gasta mucho más dinero en viajes, hoteles, recepciones y papel impreso, que en medidas concretas ante situaciones harto dramáticas.
La Tierra está enferma; el clima se enloquece, las sequías y las inundaciones aumentan lo mismo que el hambre y la polución. Desaparecen plantas y especies animales y el aspecto de nuestro planeta envejece a diario en un ascenso brusco e imparable.
Pero los intereses creados son superiores a estos efectos malignos que ya no pasan desapercibidos para nadie. Tienen más peso las luchas políticas y los dividendos económicos de las industrias que la salud de la Tierra y la de todos sus habitantes… Quienes así actúan, relegando las soluciones a un mañana difuso, nos hacen recordar aquello de “después de mí, el diluvio”. Lo que equivale a decir… allá nuestros hijos y nietos.
Lo que nunca se toma en consideración es la ancestral sabiduría de los pueblos de la antigüedad, que proclamaban que la Tierra es un ser Vivo, inteligente, más evolucionado que los hombres que soporta en su superficie y con un destino propio que nada ni nadie puede alterar. Es fácil actuar impunemente ante un planeta que parece no reclamar nada; es difícil reaccionar ante un Ser inteligente que de pronto puede pasarnos la cuenta por tantos desastres cometidos.
Hoy la Tierra llora, sufre por los hombres que la ignoran y la maltratan. Expresa su llanto con cientos de síntomas que deberían ser más que suficientes para llamar nuestra atención.
Pero el orgullo opaca nuestros ojos y nos ciega con la ilusión de que somos nosotros los que valemos por lo bueno y lo malo que nos pueda acontecer.
¿Estaremos todavía a tiempo de aprender a ver y saber hacer?
Si la Vida es Una, es Una para todos. Ya vendrán más adelante las tan apreciadas demostraciones. Hoy nos queda el asombro, el dolor, la impotencia, la maravilla de vivir en este infinito mundo del que apenas alcanzamos a comprender una mota de polvo y al que, por lo visto, poco podemos ayudar, por más que nuestros deseos de aliento vuelen mucho más lejos que nuestras mentes.
Créditos de las imágenes: Matt Howard
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