El mes de diciembre es el mes de las grandes fiestas, es cierto, pero también lo es de las reuniones entrañables, de los encuentros poco habituales, o tal vez de la soledad constructiva. Más rica o más humilde, suele haber una mesa alrededor de la cual la familia y los amigos comparten un plato de comida, unos minutos de tranquilidad, un brindis, unos deseos de felicidad, una esperanza prometedora para el año que habrá de comenzar. Por unos días –pocos por desgracia– desaparecen las diferencias y se valoran los lazos de unión. Luego, pasa la exaltación festiva y todos regresamos a lo gris y casi insípido de lo cotidiano, con sus conflictos y dificultades.
Tal vez, más allá de las distancias y las incomprensiones que salpican la vida diaria, hay una necesidad intensa de poder compartir humanamente unos sentimientos, un calor de hogar, una sonrisa, un gesto de amistad. Hay una intensa necesidad de no estar solo, o de saber estar solo si se supo hallar un buen amigo dentro de uno mismo. Hay un resplandor de magia unida a lo religioso: se crea o no, a todos les complace la imagen del Niño que nace con el alborear del año, de la Madre que lo acoge, de los viajeros que llegan desde todo el mundo para ver el prodigio y pueden estar reunidos junto a un motivo fundamental. Hay un resplandor de esperanza… Es posible que el tiempo que comienza nos traiga lo que más falta nos hace… Es posible que podamos hacer realidad nuestros sueños, si no todos, al menos algunos… Es posible, es posible… Porque la magia de la unión la hace todo posible.
Es maravilloso ver cómo se compaginan las distintas generaciones, cómo se entienden los niños y los ancianos, los padres y los hijos, y cómo se hace sitio al animal doméstico que nos acompaña. Cómo se llama al viejo amigo o se le envían unas palabras de saludo. Es maravilloso ese escenario de convivencia que, sabemos, no tardará en desaparecer tras el telón del final de fiestas.
Pero, ¿por qué resignarse a ello? Es verdad que fuera de esos días especiales no hay tanto tiempo para compartir con la gente; es verdad que las obligaciones de la vida nos atrapan y nos hacen olvidar cosas importantes. Pero lo que no puede desaparecer es el sentimiento de fraternidad, de amistad, de encuentro, de comprensión, de unión alrededor de una esperanza. No puede ser que vivamos a golpe de fechas señaladas para que la conciencia asome en nosotros. No puede ser que sin esos estímulos perdamos la capacidad de relación, de afecto y entendimiento humano.
Creo sinceramente que nos falta Filosofía, ese sencillo amor a la sabiduría como para discernir el valor de los hechos esenciales sin necesidad de que el calendario se encargue de señalárnoslo. Nos falta una conciencia más amplia, más activa, más clara, capaz de sortear las diferencias y establecer lazos de entendimiento. Nos falta valor para erradicar el miedo, la desconfianza, el odio, el separatismo…
Y si algún regalo tuviéramos que pedir a esos reyes que se acercan con sus alforjas cargadas, ese sería un rayo de Luz y de Vida para forjar una cadena de unidad allí donde todo amenaza ruptura. Es bueno meditar en ello, ahora que diciembre nos invita a hacerlo en medio del reposo de las fiestas; es bueno tener el corazón alegre y dispuesto a la concordia ahora y por el resto de los días.
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