El origen de estas cartas ha sido siempre muy controvertido y hay muchas versiones sobre el mismo. Los primeros testimonios de barajas aparecen en el siglo XIII, en plena Edad Media. Nos encontramos que en el Sínodo de Worcester (Inglaterra) se las menciona, ya que los obispos recomiendan a sus clérigos “que no jueguen al deshonesto juego del rey y la reina”. En España, Alfonso XI el Justiciero igualmente recomienda a sus nobles que no jueguen a las cartas. Ya en el siglo XIV aparecen referencias de que los niños de Venecia “aprendían las cosas de la vida” a través de lo que llamaban “los tarochinos”. Todos estos testimonios parecen demostrar que el juego de las cartas era un hábito bastante extendido en aquella época, aunque no existen pruebas sobre en qué consistía exactamente, si se utilizaban solo los 56 arcanos menores o también se incluían los 22 mayores.
Pero cuando en el siglo XVIII aparece el famoso “tarot de Marsella”, empezamos a tener algunos elementos que nos ofrecen más datos. Era una baraja completa, de 78 cartas, iluminada a mano, donde al parecer un tal Fournier inmortalizó una serie de figuras recogidas de alguna extraña tradición teórica sobre las mismas. Como, por ejemplo, Court de Guebelin, uno de los grandes estudiosos del tema, en 1718 compara analógicamente las figuras del tarot de Marsella con las teologías y simbolismos de las antiguas religiones.
Court de Guebelin analiza el origen de la palabra tarot y ofrece dos posibles acepciones: una egipcia, que vendría de Tar y Ro, que significa ‘el camino real’, y otra meramente cabalística, en el sentido de que a través de sus claves numéricas sería un resumen de todas las cosas. Y llega a afirmar que esas colecciones de cartas que aparecieron en Europa tras el tarot de Marsella son copias de copias del perdido libro egipcio de Hermes Thot, el más profundo y antiguo tratado esotérico que conoció la Humanidad.
Eliphas Levi, ese personaje del siglo XIX tan entrañable –el abate Alphonse de Constants, profundamente cristiano, profundamente judío y profundamente pagano, porque verdaderamente lo es todo–, en 1856 se declara entusiasta del tarot y afirma que efectivamente es el libro atribuido al gran sabio Hermes Trimegisto, que además es el Adam Cadmón cabalístico, el que escribió Cadmo, fundador de la Tebas griega y que viene a ser como tal compendio, un espejo de la naturaleza, de manera que aquel que sabe contemplarlo, escucharlo o leerlo, llega a los misterios de la sabiduría de todos los tiempos. Eliphas Levi, además, encuentra que se relaciona con otro gran juego de naipes procedente de la India, o libro de cartas que se llama “Bodasavotara”, de ciento veinte naipes, que forman diez palos de doce cartas cada uno, unidos a las doce encarnaciones de Vishnú, y que aún hoy se utiliza como baraja en India de la misma forma que hacemos en Europa.
La palabra naipe parece también tener origen indostánico, a través de la palabra nabab, que significa algo así como ‘rey o virrey’, curiosa relación, ya que el rey es una de las figuras de la baraja.
Así pues, de forma bastante comprobada incluso por la misma naturaleza de los símbolos que aparecen en las cartas, se apunta al origen egipcio del tarot. Y se dice que los gitanos, en base a su relación racial con los egipcios y los hindúes a la vez, fueron los introductores de la baraja en Europa, aunque también está la opinión de los que afirman que los árabes, en su función de puente entre Oriente y Occidente, realizaron esa tarea en la Edad Media.
En cuanto a la palabra tarot, dicen los cabalistas que es uno de los nombres atribuidos a la Deidad por los antiguos hebreos, y que aparece en el gran pentaclo del Tetragrammaton.
La parte numerológica de la baraja en sí resulta igualmente sugestiva. Encontramos que los Arcanos Mayores son 22; en realidad, son 21 y uno más, que es el llamado “El Loco”. Esos 21 resumen tres septenarios, o tres veces siete, siendo el tres y el siete dos números claves en todas las numerologías.
Por otra parte, están las cuatro decenas de los Arcanos Menores, que al parecer tienen relación con los conceptos cabalísticos encerrados en la palabra sephirot. Para los antiguos judíos, el universo se podía comparar con un gran árbol, de diez ramas, o los diez sephirot, o las diez letras sagradas, o la década sagrada. Cada número de la década tiene asignado un significado que podríamos llamar metafísico y así, al combinar los números de los cuatro palos se combinan sus propios significados, pudiendo servir, entre otras cosas, el esquema, para fines adivinatorios.
Los resumimos en oros (diamantes), copas (corazones), espadas (picas) y bastos (tréboles), con sus diferentes variedades en las barajas.
Los oros, hasta el siglo XVIII aparecían con la forma de pentaclo, es decir, la estrella de cinco puntas dentro de un círculo, que era una de las imágenes de la rueda, que sugiere el simbolismo de la actividad y el movimiento para el palo de oros.
Los bastos también tienen todo un simbolismo. Expresan la autoridad, el poder, la voluntad, la fuerza, la juventud.
Las espadas se refieren a la inteligencia creadora; tienen relación con los hijos, como resultado de la unión del lingam y el yoni, elementos vertical uno y horizontal el otro.
Las copas tienen, quizás, un simbolismo más complejo, como algo pasivo, receptivo. Es el emblema de la mujer o de la dama y nos recuerda el Graal, el cáliz de la última cena, la matriz cósmica, etcétera. Su oponente va a ser los Bastos, que es el elemento activo por excelencia dentro de los cuatro palos. Y si la copa es la representación simbólica de la dama, de la madre, los bastos representan al padre, el caballero, o el rey en las cuatro figuras.
Hay también referencias a los elementos de la naturaleza. Y así, los elementos acuáticos van a estar en las copas, la tierra va a estar en los pentaclos o los oros, el aire van a ser las espadas y el fuego, los bastos.
Y así todos estos conceptos simbólicos, cuando el “oficiante” –como le podríamos llamar– va a echar las cartas, tiene que jugar con ellos, tiene que jugar con el significado de los palos en sí y con el de los números.
El número uno da una idea de ley, poder y voluntad absolutos.
El dos ofrece un mensaje de sabiduría, de enseñanza, de inteligencia pedagógica.
El tres expresa otro tipo de inteligencia, que es la formal, que capta y forma.
El número cuatro es un número de plasmación, es decir, que termina lo que han hecho los anteriores. Da, además, una idea de paciencia.
El número cinco es fundamental y es otro índice o reflejo de la Humanidad, del hombre propiamente dicho, resumiendo las cuatro direcciones del espacio y la quintaesencia, que estaría en su mismo cerebro, en su misma cabeza. Este número da también una idea de autoridad, en el sentido de rigor, que aplica un castigo cuando es merecido.
El seis es otro elemento clave en la decena y está asociado a la idea de la belleza.
El siete es la victoria, que rodea la acción de los anteriores.
El ocho da la idea de eternidad de las cosas.
El nueve es lo absoluto.
El diez, por último, es el símbolo del universo.
El caso es que estas relaciones sirven para interpretar los Arcanos Menores referidos a sus figuras, puesto que si bien hay cuatro series de diez, siete de bastos solamente hay uno, cuatro de espadas solamente hay uno, de forma que cada carta, cada Arcano Menor tiene un mensaje propio que expresar. A nivel adivinatorio, los Arcanos Menores son considerados “neutros” y su mensaje o proyección hacia el futuro va a estar reflejada siempre en relación con los Arcanos Mayores. Por eso, la función adivinatoria de los tarots es enormemente compleja y profunda, y se ha prestado a numerosos subjetivismos o “corazonadas” del “echador”, que de momento se siente “inspirado” e interpreta a su manera lo que aparece en la mesa, sin tener en cuenta estas relaciones racionalizadas. Quizá la culpa de este falseamiento del sistema de conocimiento del tarot pueda imputársele a un personaje del siglo XIX, llamado Aliette, intrigante peluquero de la aristocracia parisina, muy aficionado a las llamadas “ciencias ocultas”, que se hizo con una copia del tarot de Marsella, y cuando terminaba los peinados a aquellas damas, se dedicaba a interpretar muy arbitrariamente los simbolismos de los tarots, contribuyendo mucho a que esta gran clave se malinterpretara.
Todas las civilizaciones antiguas han utilizado combinaciones de números y figuras con fines adivinatorios. Podríamos citar aquí el I Ching de los chinos, auténtico tratado cósmico y compendio de conocimiento que ofrece hasta claves genéticas.
Así, el tarot, debido a esa complejidad de relaciones conceptuales que se establecen alrededor de sus series, es un instrumento muy utilizado.
Hay tratados que explican con detalle los pormenores que deben observar los “echadores de cartas”. Como el que indica que el oficiante tiene que bañarse tres veces seguidas, ponerse ropa limpia, perfumarse, situarse en una habitación muy ventilada donde predominen los colores claros, no haber tocado a ninguna persona. Que tiene que barajar las cartas, sin manipularlas, es decir, de manera circular, para que el fluido que sale de sus manos circule libremente entre las cartas.
Por su parte, los llamados “oyentes” tienen que estar a una distancia prudencial unos de otros, tienen que esperar a que el fluido se “sedimente” sobre las cartas, las que deben permanecer sobre la mesa antes de que nadie las toque.
Y hay una advertencia muy curiosa de que el día en que se vayan a echar las cartas, el sol debe estar en el signo zodiacal del que las va a echar, para que haya una conjunción favorable de las estrellas, que hay que quemar sahumerio sobre la mesa, etc.
A partir de ese momento se establece el diálogo entre el oyente y el llamado “oficiante” a través del intermedio, que son las cartas, que actúan en nombre propio y ofrecen su mensaje, sea o no comprendido por el oyente.
Se recomienda a los oficiantes que si no extraen ninguna conclusión clarificadora de la mesa, no deben inventar.
Hay varias técnicas para echar las cartas. La más frecuentemente utilizada, por ser la más sintética quizás, es la que indica que se deben echar las cartas en forma de cruz: primero la carta de la izquierda, después la de la derecha, después arriba y, por último, abajo, comprendiendo que la carta que está a la izquierda nos muestra las situaciones desagradables, a la derecha las favorables, la que está arriba el pasado, y la que está abajo el futuro. Se recomienda además echar una quinta carta, que será la suma pitagórica de los valores numéricos de todas las cartas y resultaría verdaderamente la carta clave, resumen y síntesis de todas las demás. Este sistema simple de adivinación utiliza solamente los Arcanos Mayores.
Pero hay otra forma, según la cual las cartas sobre la mesa se disponen formando un semicírculo, o dos filas de doce cartas cada una, que se leen en grupos de a dos, o en grupos de a cuatro, o en grupos de a seis. Luego, hay otros sistemas, como el del círculo completo, o con doce cartas, una boca arriba y otra boca abajo, o utilizando la baraja completa, en círculos concéntricos divididos en doce ciclos, referidos a las casas zodiacales, etc.
Quizá el significado verdadero y profundo de las cartas es probablemente el que no se sabe leer. Analizando los tratados y explicaciones que existen sobre el tema, da la impresión de que se quedan cortos los intérpretes y los entendidos en el asunto, con lo que ello está queriendo decir que, desgraciadamente, el mensaje esotérico se ha perdido o no se tiene en cuenta. Y, sin embargo, es lo más importante, puesto que si el individuo quiere averiguar algo sobre sí mismo o sobre su futuro, es mucho más interesante para él que lo busque en su mundo interior y en sus vivencias profundas, que es donde precisamente el lenguaje de los tarots se hace elocuente.
Créditos de las imágenes: Amanda Jones
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