Este personaje pertenece al mundo de lo que en español se llama «cómics», de manera para mí impropia, pues sugiere una comicidad o efecto risible que no siempre es lo fundamental en el género. Tal vez la designación de «historietas» que se utiliza en América Latina sea más aceptable, en el sentido de «pequeñas historias», descartando toda banalidad subconsciente. En francés se ha salido del paso denominándolas bandas dibujadas, sin más calificación.

Lo cierto es que en un mundo empobrecido en cuanto a imaginación y calidad literaria, este género ha venido a llenar un gran espacio, pues de la manera más sencilla nos ha facilitado el acceso a personajes casi inexpresables solo con palabras y que, a pesar de existir en un mundo diferente al nuestro, recogen de él y de nosotros mismos intimidades psicológicas y aspiraciones y maravillas.

Tintín es un ejemplo típico y a la vez extraordinario.

Sin dejar su naturaleza fantástica, él está dentro de nosotros mismos y es lo que todos quisiéramos de alguna manera ser… Su rostro, apenas bosquejado, siempre limpio y bañado por un asombro perpetuo ante las cosas; su ropa cómoda e indestructible, pues siempre usa la misma (¿por qué pantalones de golf?) salvo en casos de máxima excepción; su perro, que le ama por encima de todas las cosas y que, sin dejar de ser un animal, en el buen y mal sentido, tiene la propiedad de discernir como un ser humano y de mantener con su amo un lenguaje más o menos telepático.

Además, Tintín es esencialmente bueno, valiente e inegoísta. No teme la soledad ni le molesta la compañía. Su vida es una aventura permanente, sin abandonar por ello cierta aristocrática tranquilidad y serena contemplación. Las enfermedades y las heridas le rozan, pero no pueden con él, pues Tintín… como el que llevamos dentro del Alma, es eternamente joven y el tiempo no le afecta; no envejece, y su expresión física se ha anclado en una edad que es naturalmente maravillosa, la adolescencia, esa que falsamente se llama «edad difícil»… porque la ha hecho difícil la absurda pedagogía del materialismo y la gazmoñería.

Como un Ulises niño, es inmensamente inteligente y astuto. Convierte las dificultades en peldaños para subir siempre a la victoria personal y al triunfo de todo lo justo y lo bueno. Y como los héroes de las sagas antiguas, está misteriosamente dotado, entiende y se hace entender en todas las lenguas, maneja a primera vista todos los vehículos, ya sean automóviles, motocicletas, barcos, aviones y aun cápsulas espaciales. Ningún arma, corta o larga, es un problema para él, y aunque jamás mata a nadie, las maneja con maestría e incomparable puntería y eficacia. Entiende de explosivos y de jardinería, de música y ciencias. Pacífico, aunque no «pacifista», domina el arte de la defensa personal y sus puñetazos abaten a hombres corpulentos. Nada, bucea, escala. Por el sonido sabe diferenciar el silbido de una bomba del que produce una granada de defensa antiaérea que cae sin explotar.

Parece tener un ángel de la guarda que le guía con naturalidad instintiva y le protege con una buena suerte extraordinaria.

Aunque también es humano. Tiene limitaciones psicológicas y costumbres nacionalistas. Trotamundos incansable, no deja por ello de ser europeo y ve las cosas desde esa óptica. Y aun es belga… Para él, toda pistola que coge en la mano es una «Browning», y los negros y amarillos le son simpáticos, pero siempre dependientes y con errores de pronunciación. Sus enemigos suelen tener una sospechosa nariz aguileña, y los tortuosos que se le oponen tienen rasgos orientales o características de amos de multinacionales más o menos estadounidenses. Pinta con aséptica veracidad a los guerrilleros latinoamericanos de repúblicas bananeras y acepta la realidad histórica –una heroicidad en su tiempo– de los pueblos miserables, que lo siguen siendo cuando están sometidos a un General Tapioca o a un General Alcázar.

Es que Tintín no pretende transformar el mundo, sino simplemente ayudar a la manera de un Quijote joven. Cree en Dios, aunque no lo menciona demasiado. No se escandaliza ante los fenómenos parapsicológicos, lucha contra el narcotráfico y contra toda forma de delito, sin analizar mucho ni poco sus causas. El misterioso Tintín, que vive en un mundo que tiene trasfondos mágicos, es, sin embargo, fundamentalmente práctico.

De profesión periodista, jamás le vemos escribir ningún reportaje. Vive de manera moderada, pero sin escaseces, y nunca descubrimos cuáles son sus reales fuentes de ingreso. Recibe órdenes nobiliarias de reyes, o la «Piragua de Oro» de manos de un guerrillero, con la misma ropa y la misma actitud. Es inconmovible al halago y a la crítica; parece saber siempre exactamente lo que debe hacer, y esa seguridad y señorío interior hacen que sea recibido por todos como un prestigioso adulto.

No fuma ni bebe, sin aspavientos puritanos. Es un hombre cabal y total, pero en ninguna de sus aventuras le vemos relacionado sentimentalmente, si no es por la más pura amistad. Carece de toda inquietud sexual, aunque le sobra capacidad de amar. No es inhibido, sino tremendamente sano y noble.

Le acompañan en su aventura perpetua algunos personajes que lo complementan y disimulan su carácter sobrehumano. Jóvenes, maduros o viejos, sus millones de admiradores no podemos dejar de pensar, en algún momento: «¡Quién fuese Tintín!».

Su creador fue el dibujante Remi Georges, conocido luego por el seudónimo de Hergé, que proviene de su nombre real. Nació en el cinturón urbano de Bruselas el 22 de mayo de 1907. Fue un hombre extraño, con afición por el dibujo desde su niñez, pero no se destacó en ello hasta muy tarde. Su vocación lo lleva, con parsimonia y lentitud, a realizar numerosos trabajos más o menos circunstanciales entre las dos grandes guerras. Fue boy scout desde 1918 hasta 1930, cosa que parece marcar su obra máxima: Tintín. Tuvo la formación de un católico liberal y fue, en apariencia, neutro en cuestiones políticas, lo que le costaría, con el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, ser víctima de los «cazadores de brujas» que le presupusieron simpatía por los nazis jamás comprobada. Simplemente siguió trabajando durante la guerra a pesar de las restricciones de papel. Pero la incomprensión de sus compatriotas parece haber hecho mella en él y le vemos eclipsado durante unos siete años. Es a partir de 1956 cuando su estrella sube de manera extraordinaria, y contando ahora con colaboradores y coloristas, su personaje se expande en todas las lenguas, con más de 80 millones de álbumes vendidos. Muere en el año 1983, tan silenciosa y misteriosamente como había vivido.

Tintín, su hijo pródigo, había ilustrado tarjetas de Navidad, merecido una estatua en Bruselas, ser reproducido –él y sus acompañantes de aventuras– en millones de estatuillas y muñecos, hoy tan de moda en Centroeuropa. También se hicieron películas adaptadas en los estudios Hergé, y tampoco fue olvidado por la televisión.

Tintín nace en 1929, en su aventura menos conocida hoy en día: «Tintín en el país de los soviets». El gran éxito que le sigue justifica los más de cuarenta años de triunfos que, dada su dimensión, son, sin embargo, inesperados.

Muchos estudiosos de este fenómeno que es Tintín han buscado y rebuscado en la vida de su autor las motivaciones de sus características, frecuentemente enigmáticas, así como del comportamiento y naturalezas de sus acompañantes de aventuras, desde Milú hasta el profesor Tornasol.

Se ha dicho que lo malo de muchos críticos de arte es que no son artistas. El autor de este trabajo está completamente de acuerdo con ello y cree de verdad lo que dice Hergé cuando se defiende de los periodistas, explicando que su personaje ha tomado vida propia y que muchas de sus acciones y conclusiones no son exactamente las suyas. Tintín es un arquetipo, una forma mental y también moral que se manifiesta a través de la mano de su autor, del que recoge, obviamente, algunas de sus características, preferencias y creencias. Los poetas, músicos o escritores sabemos de esa misteriosa fuerza metafísica de las obras, que se presentan ante nosotros pre-hechas y que evolucionan o no, según un ritmo y un tiempo que nos es personalmente ajeno.

En 1929 Tintín no nace solo, sino que lo hace en compañía del desde entonces inseparable perro Milú, glotón, tentado por el alcohol que ocasionalmente se derrama, peleón y travieso, pero que se complementa con Tintín de maravillas y hasta conversa, o nos parece que lo hace, con su amo. Como él y como todos los demás personajes que acompañan a Tintín, está fuera de nuestra medida del tiempo; no envejece. Forma parte del milagro… sin dejar de ser inmensamente entrañable.

En 1941 aparece el Capitán Haddock, al principio como el borracho e inconsciente responsable-irresponsable de un barco que, con su carga inocente de cangrejo enlatado, lleva opio. Embrutecido por el whisky –que en la historieta de la saga de Tintín es siempre de la marca «Lemon» y escocés– es, en realidad, relegado de sus funciones por un contramaestre maligno llamado Allan.

Haddock es representado como un típico marino de unos 45 ó 50 años, alto, robusto y fuerte, de corazón noble y excelente profesional. La compañía de Tintín lo mejorará a través de muchas aventuras, aunque jamás dejará su afición por las bebidas alcohólicas… a pesar de ser nombrado «presidente de la liga de marinos antialcohólicos» por una razón jamás explicada.

Aunque en esa primera aventura con Tintín llora cuando el héroe le hace recordar a su «anciana madre», que se avergonzaría de él al verlo borracho, no menciona claramente sus orígenes y ni siquiera sabemos su nombre de pila. Uno de sus antepasados, François de Hadoque, fue capitán de la marina del rey francés Luis XIV. Es, con Milú, el más «humano» de los personajes, y con el tiempo añora cada vez más la vida sedentaria y tranquila, sobre todo al adquirir, gracias a una donación del profesor Tornasol, su castillo ancestral del Molino. Pero Tintín le arrastrará con la magia de una pura amistad a continuas aventuras y desventuras, hasta casi morir a su regreso de la Luna, en ese cohete que parte de un centro secreto de, al parecer, una republiqueta báltica. Se caracteriza por un extraordinario léxico de insultos, aunque muchos no lo son en verdad, pero con los que ametralla a sus adversarios, a quienes llama ectoplasmas, aztecas, rizópodos, etc.

En 1945, en la búsqueda de «El tesoro de Rackham el Rojo», nace Tornasol, dieciséis años después que Tintín y unos cuatro más acá del capitán. Se llama Silvestre, es casi sordo, maniático, viste a la antigua –esta característica se dará en muchas ocasiones en el mundo de Tintín, donde personajes, automóviles y aviones están como rescatados de un tiempo anterior– y es un genio científico que permite, precisamente, la construcción del cohete lunar que, en estas ficciones, lleva a los primeros hombres a la Luna a mediados de los años 50. Cree en la radiestesia y es buen jardinero. Irascible y desagradable, padece de ataques de furia y comete tonterías al por mayor… al extremo de arruinar varias veces el castillo-palacio que habita con el capitán Haddock, donde ocasionalmente también vive Tintín, y del que no sabemos si está en Bélgica o en Francia.

Los policías Hernández y Fernández, que aunque no son parientes parecen gemelos, son tan solo distinguibles por el borde del bigote. Se dicen de «la Secreta» y otras veces de la Policía Judicial. Aunque se creen muy astutos, son en verdad sumamente torpes y siempre se enredan en sus respectivos bastones. Visten de oscuro y con bombín en la cabeza, gustan de disfrazarse para pasar desapercibidos, aunque de tan ridículas maneras que todos los distinguen. Aparentan eficiencia, pero son absolutamente inútiles y todos los casos los resuelve, en realidad, Tintín. Suelen repetir, de manera invertida, las mismas frases y son cómicos en sus desgracias y tropezones.

Otro personaje secundario y, en este caso ocasional, es Bianca Castafiore, «el ruiseñor de Milán», soprano famosa en todo el mundo. Esta gran «diva» es enorme de cuerpo, de rostro altanero, y sobreactúa constantemente sintiéndose el centro de todo el universo. Machaca el «Aria de las joyas» de Gounod con tales voces, que hace saltar en añicos los cristales y crispa los nervios de todos, menos de Tornasol, el que aparece platónicamente enamorado de ella, pues hasta le dedica una rosa de su creación.

Latón es un tipo enojoso, vacío, rodeado de su numerosa familia. Es el más grotesco cómico de este mundo de Tintín. Se llama Serafín y es agente de ventas de lo que puede, generalmente seguros que trata de endosar al capitán, cuyo castillo invade cada vez que puede, con el mayor descaro.

En este mundo hay otros numerosos personajes más o menos importantes, desde el canalla Rastapopoulos, hasta Irma, la sufrida camarera de la Castafiore.

Es, en verdad, un mundo complejo, apasionante y tremendamente simple. Es la eterna lucha entre el bien y el mal que gira alrededor del héroe por excelencia, del héroe que todos soñamos ser, del que –repetimos– llevamos en el corazón y en el Alma los humanos que con más o menos fortuna hemos tratado también de ayudar al mundo.

Tintín no ha muerto, pero sus aventuras sí. Permanecen estáticas sin nadie que las pueda continuar, pues el «médium» ha dejado este mundo… tal vez para reunirse con un Tintín más real que Hergé, un Tintín que nos contempla con su cara de esbozo, siempre sorprendida y frecuentemente sonriente. Así pareció intuirlo su autor, cuando, en 1964, le dirige a Tintín la siguiente carta:

Mi querido Tintín:

Hace 35 años que eres mi hijo y es la primera vez que te escribo.

He querido, de principio, que vivas tu vida. Has salido veinte veces para recorrer mundo. Durante este tiempo, yo, con el lápiz en la mano, garabateaba toneladas de papel, soñaba tus aventuras.

Así pues, desde siempre hemos estado muy separados, y a la vez unidos por el vínculo más estrecho que pueda unir a dos seres. Tengo la gran costumbre de «corresponder» contigo, pero no por carta. Por eso seguramente siento al empezar esta la falta de seguridad, y una ligera emoción. ¡Me intimidas, Tintín! ¿Estoy orgulloso de ti? Sí, evidentemente. Me has dado grandes goces y también quebraderos de cabeza, pero jamás el menor motivo de tristeza o de descontento. Hubo incluso una época –la de mi juventud– en que mi ideal hubiese sido parecerme a ti. Me hubiese gustado ser un héroe sin miedo y sin tacha. Pero ¡ay!, era una ilusión que hace mucho tiempo se desvaneció… Ya no traspongo la palabra evangélica: «Sé perfecto como tu hijo es perfecto».

Perfecto: si alguien lo es, eres tú. Yo debería estar más que satisfecho. ¿Por qué, pues, me siento algo decepcionado?… Porque eres, precisamente, demasiado perfecto. Porque yo, hombre normal, nacido de padres normales, tengo un retoño que no es «como los demás». ¿De quién has heredado esto? ¿Por qué hay en ti algo (¿cómo lo diría?…) que no es completamente «humano»? Yo me había hecho grandes ilusiones respecto al capitán Haddock. A fuerza de relacionaros los dos, él debía, fatalmente, civilizarse, y esto no ha fallado; pero tú no has adquirido ninguna de sus asperezas, ninguna de sus debilidades, no has tomado nada de él, ni tan solo un dedo de whisky. Pero me detengo: mi mano ha sido asida por un ángel, colega de aquel que muchas veces retiene a Milú en la peligrosa pendiente. Lanzarte en una carrera (digamos el periodismo; en realidad, la caballería): yo tenía ese derecho. Pero, considerándolo bien, ¡creo que no ha de ser un padre quien debe guiar a su hijo en la elección de sus defectos!

¡Salud, muchacho! Yo diría aún más: ¡Salud!

Hergé

Te dejamos, Tintín, con la esperanza de encontrarte en cada uno de nuestros discípulos… Y tráete a Milú, pues la fidelidad nunca sobra… Y si puedes, al buen capitán Haddock, con el que, al no ser de carne angélica como tú, podremos compartir una copa, sobre un viejo barco que no llegue nunca a puerto.

 

Créditos de las imágenes: Megazord, ReflexPics

JC del Río

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  • Hace varios días estábamos corrigiendo este artículo para editarlo en nuestra revista portuguesa Fenix, y al terminar teníamos los ojos húmedos y casi no podíamos continuar, tal era la profunda emoción que nos causó al leerlo, especialmente al final, con la carta de Hergé a su hijo del Alma. Es necesario, imperativo el retorno de las Musas, de la verdadera Literatura, de obras de arte simples, bellas, profundas que nos abran a una dimensión más sutil, que nos arranquen de la mediocridad, y que nos den fuerzas para vencer una y otra vez al dragón de lo cotidiano. ¡Gracias profesor Livraga!

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