Filosofía

Fundamentos de la naturaleza religiosa del ser humano

La erudición la podemos extraer de los libros, de los medios de comunicación actuales, pero el contacto humano, el calor humano, el poder estar juntos solamente puede nacer del corazón de cada persona, y eso es para nosotros, los filósofos acropolitanos, lo más importante, lo fundamental. Vamos a hacer una pequeña improvisación sobre este tema, que podría dar lugar a tantas palabras y a tan pocas, tal vez casi a ninguna, dado que la naturaleza religiosa del ser humano es innata, está en todos los hombres, es algo visceral. El hombre trae consigo la posibilidad de percepción de lo metafísico, de lo ontológico; no hace falta que se lo enseñen. Lo único que podemos aprender son las formas, los símbolos.

El hombre ha creído siempre en algo superior que nosotros llamamos Dios. Algo que está en nosotros, en todo lo que nos rodea, en todas las épocas, en todos los lugares. Como historiador os digo que sabemos muy poco de la historia del ser humano; conocemos apenas los últimos días de una inmensa vida humana. Si la Historia es la parte suficientemente conocida del pasado humano, nos podemos referir a muy poco tiempo, y aun la propia Historia sería un conocimiento parcial del pasado humano, ya que de la Prehistoria, por ejemplo, lo único que nos queda son los utensilios que ha utilizado el ser humano. Mas, a través de esos utensilios podemos ver que los hombres que llamamos más primitivos –si es que eran primitivos, porque podrían ser acaso restos de antiguas formas civilizatorias–, han adorado a algo que está por encima de ellos. De las formas civilizatorias más antiguas se registran siempre rituales, elementos religiosos, altares aunque sean primitivos, como un dolmen, un menhir, una piedra encima de otra; eso no tiene una finalidad pragmática, sino metafísica.

El hombre, a través de todas sus etapas, ha sentido profundamente la presencia de este misterio que es Dios, y lo ha expresado como ha podido. En las antiguas cavernas, que corresponderían al Paleolítico inferior, vemos improntas de manos puestas en las paredes y representaciones de animales. En las culturas del centro de Europa, como la del Cráneo del Oso, vemos una identificación con las fuerzas de la naturaleza, las misteriosas fuerzas que mueven las cosas, que han sido fijadas en formas zoomórficas. Cuando los antiguos hombres adoraban a un árbol o a un animal, no es que adorasen al árbol o al animal en sí, sino a lo que ellos veían, sentían, percibían más allá de ese árbol, de ese animal o de esa piedra. De la misma forma que hoy, cuando estamos frente a un crucifijo, no es que mostremos nuestra devoción a dos trozos de madera, sino a algo que está mucho más allá, que está representando materialmente el gran fenómeno ontológico y teológico del ser humano.

Podríamos decir que la religión nace con el primer hombre, con las primeras formas humanas, con diferentes representaciones: Zeus-Zen es la primera forma que encontramos entre los protogriegos, que luego dará origen a todos los dioses que conocemos de la religión de la antigua Grecia. En Egipto es el Sol, al que se le llama Ra, y en la ciudad de Heliópolis es la montaña roja, la montaña de fuego donde habita el pájaro Benu. En China a esa primera forma se le llama Tien, es el gran azul. En Japón corre juguetonamente bajo los mitos de la liebre de Inaba, que reproduce, a través de sus juegos sobre los cocodrilos marinos, esa fuerza telúrica y celeste que mueve al hombre, quien lo identifica con algo que está más allá. En el altiplano sudamericano es Viracocha y en las costas es Naymlap, que navega sobre su barquita de totora [1] y habita en las islas donde están las almas de los muertos. Es Melkarth entre los antiguos fenicios, representante de la guerra sagrada que se abre paso a través de las tinieblas. Está en Sumeria, en Roma… Está en todas partes.

Esta deidad se aparece, se asoma a través de una serie de símbolos, a través de una serie de formas, pero en el fondo es siempre y exactamente la misma, ya sea combatiendo con las huestes de Mahoma, ya sea ofreciéndonos el mensaje de amor del cristianismo, ya sea con el Mânava-dharma-sâstra o con la columna de luz de Shiva, en India. De alguna forma siempre es el mismo, siempre es Aquello que percibimos; simplemente adopta distintas formas según el lugar geográfico, según el momento histórico.

En la actualidad nos encontramos ante el grave problema de un enfrentamiento con una forma de pseudo-filosofía –permitidme que la llame así– que nos quiere llevar hacia el materialismo ateo. En el siglo XIX se plasmaron estas ideas a través de un concepto de lo que podría haber sido el ser humano en su trayectoria histórica. Así, se llegó a pensar que el hombre fue primero mágico, luego religioso, después filosófico y actualmente científico. Y dividían las cosas de manera total, es decir, que cuando el hombre estaba en la etapa mágica, sólo vivía lo mágico; cuando estaba en la religiosa, tan sólo era religioso; cuando en la filosófica, filósofo, y en la científica el hombre sólo es científico.

Pero las actuales investigaciones arqueológicas e históricas nos demuestran que pueblos muy antiguos que eran eminentemente mágicos, como el pueblo egipcio, tenían a su vez una religión, una filosofía, una ciencia avanzadas, una técnica que se refleja en la construcción de las pirámides, en los grandes archivos que había para predecir las crecidas del Nilo, en el enorme templo de Karnak, o en la esfinge que conocemos todos de la meseta de Gizeh.

Encontramos un problema, ¿puede ser a la vez el hombre mágico, religioso, filosófico y científico? Sí, esa es la realidad. Lo religioso no es algo que mutile al ser humano, sino que lo potencia. No es el “opio de los pueblos”; por el contrario, es lo que nos ha permitido elevar los más grandes monumentos. ¿No está acaso la fuerza de Dios tras las pirámides de Egipto, tras las piedras de Stonehenge, en la catedral de Nôtre Dame?, ¿no está en las obras de san Bernardo, en los caminos de los templarios, en las distintas formas religiosas que ha asumido el budismo con la escuela Mahâyâna y la Hînayâna? A través de todas esas formas aparece Dios, lo que nosotros llamamos Dios.

Es completamente contrario a la lógica y a la razón pretender que el hombre religioso no sea filosófico ni mágico ni científico, en fin, que no sea un hombre culto. Todo lo contrario. Las grandes obras de la humanidad, desde el Partenón hasta la música de Bach, obras de arte que nos impresionan vivamente, tienen detrás la fuerza y el impulso de lo religioso. Cuando el hombre se queda sin religión, cuando se queda sin la percepción de aquello superior y metafísico, sí que se le mutila, quedando simplemente como si fuese el rey de los animales.

En realidad, el ser humano no es el rey de los animales; es algo más. Está más allá de su apariencia física, de su apariencia psicológica, de sus ideas. El hombre es un misterio. Dentro de cada uno de nosotros hay una voz interior que está diciendo lo mismo que yo, pero tal vez con otras palabras, con otras formas, más ricas, más ilustradas; pero todos participamos de esa corriente interior ontológica y metafísica. Todos sentimos la necesidad de creer, de saber, de sentir a Dios.

Cuando un hombre no tiene una buena casa se cobija bajo unas maderas o unas piedras, y cuando encuentra un río trata de hacer un puente, aunque sea con una madera o unas piedras. El hombre puede solucionar sus necesidades físicas, económicas, sociales, políticas, pero hay algo que está por encima de todo eso, algo para lo cual no le hace falta madera ni piedra, y es el sentir la presencia inmanente de Dios. El ser humano es religioso por naturaleza. Nadie puede decir que enseña religión, lo que se enseña son las formas religiosas.

Mas, nos dicen los materialistas ─esos materialistas ateos que habían divido la Historia en cuatro partes y hoy ven sus fracasos─ que demostremos la existencia de Dios, y así podremos comprobar que existe. ¡Torpe manera de encarar las cosas! ¿Cómo vamos a medir lo metafísico con algo físico? ¿Cómo vamos a medir lo ontológico simplemente con las manos o con una presencia material? Sin embargo, tenemos argumentos para conversar con ellos. Tal vez esas personas no sean mal intencionadas, sino que la comunicación actual, la comunicación de masas que nos lleva a esta sociedad de consumo completamente materializada, confunde sobre todo a muchos jóvenes, que son víctimas de esas ideas. Se les ha enseñado a querer tocar, ver y demostrar todo, y se les ha convencido de que, científicamente, tenemos plena seguridad de todo lo que decimos.

Analicemos brevemente algunos puntos y veamos que aun en lo que llamamos ciencia hay mucho de fe.

Por ejemplo, yo nunca estuve en el fondo del océano; por lo tanto, si fuese a aplicar el sistema que enseñan los materialistas dialécticos diría que no existe porque yo no lo vi. Me dirían que puedo bajar en un batiscafo y ver el fondo del océano. ¿Qué diría un hombre religioso con respecto a la existencia de Dios? Que se puede llevar una vida mística, de santidad, de oración, de buenas obras y estar ante la faz de Dios.

Todos creemos en los centros cuásar, esos centros de energía que existen en el cosmos. ¿Alguno de vosotros los vio? Tal vez exista un astrónomo que haya podido registrarlos con sus aparatos; pero la totalidad de los que aquí estamos no hemos visto un centro cuásar, porque no se pueden ver de manera directa, no se pueden tocar. Hablamos del átomo y le damos una serie de características. ¿Por qué se las damos? Porque hemos leído en un libro de física que el átomo tiene electrones, protones, neutrones. Nos hablan del spin, de orbitales atómicos, pero nadie vio un átomo. Decimos que la Tierra es redonda, ¿qué pruebas tenemos? Que vemos que en la Luna se refleja la sombra de la Tierra y así podemos deducir que es redonda, pero que me demuestren que lo que veo en la Luna es la sombra de la Tierra. Que me lo demuestren los materialistas como me piden que yo demuestre a Dios. Que me demuestren que lo que provoca las grandes pestes y enfermedades son las bacterias y los virus; alguno de nosotros igual los ha visto a través de un microscopio, pero muchos no, y esas personas lo aceptan por fe.

Históricamente sucede lo mismo. Yo jamás tuve el placer de darle la mano a Alejandro Magno, ni conocí a Julio César: no sé si fue apuñalado por Casio o por Bruto. Sin embargo, así nos lo enseñan y así lo aceptamos y lo enseñamos. Vemos, por tanto, que nuestros conocimientos físicos, históricos o químicos dependen en gran parte de la fe que tengamos en determinados libros, en una acumulación de conocimientos que ha habido en la humanidad.

Pero si aceptamos eso, ¿por qué no aceptar también que la existencia de Dios está probada, por lo menos en parte, por la acumulación de libros que nos hablan de Él? ¿Qué libros hay más antiguos que aquellos que nos hablan de Dios? ¿Hay algún tratado de física, de química o de botánica que sea tan antiguo como estos libros sagrados, como son los Vedas, o la Biblia o el I Ching? ¿Hay algún libro tan viejo? No.

Los hombres durante miles y miles de años creyeron en Dios, y si yo debo creer que la Tierra es redonda porque la acumulación de casi quinientos años de experiencia así nos lo dice, ¿por qué no he de creer en Dios cuando la acumulación de cinco o diez mil años de experiencia nos señala la existencia de Dios?

Nos podrían decir los materialistas que ellos tienen pruebas empíricas, que pueden demostrar ciertas cosas. Si se unen dos volúmenes de hidrógeno con uno de oxígeno se obtiene agua, pero ¿cómo demostrar, aunque sea con pruebas indirectas, la existencia de Dios?

¡Triste mentalidad la de los materialistas! ¿Quién puso en el cosmos esta inteligencia tan extraordinaria que hace que toda esta creación esté en equilibrio, donde nada se pierde, donde todo se transforma? ¿Quién les dio a los peces de las profundidades la posibilidad de ser fosforescentes para así iluminar las grutas a miles de metros de profundidad? ¿Quién dio huesos huecos a las aves para que puedan volar y tener una gran resistencia estructural con un mínimo de peso? ¿Quién enseña a las hormigas a hacer sus caminos? ¿Quién dio la posibilidad a las flores y hojas de moverse, sin tener musculatura ni sistema nervioso, para poder estar frente al Sol y tener así ese fenómeno de tipo químico que les permite, a través de la clorofila, sobrevivir? ¿De dónde surge toda esta inteligencia? ¿Por qué los astros giran y giran durante miles y millones de años y están equilibrados sobre sus ejes? ¿Por qué las olas están siempre batiendo las costas? ¿Por qué nosotros mismos, ahora, cuando estamos hablando de todo esto tenemos una serie de funciones automáticas dentro nuestro? ¿Por qué late nuestro corazón? ¿Por qué tenemos movimientos peristálticos en nuestros intestinos? Nosotros no estamos pensando en eso, no lo estamos regulando, eso viene de alguna parte. Mas dirían los materialistas: «Eso viene de la evolución. Con el tiempo, los órganos han ido evolucionando y evolucionando».

¡Magnífico! Pero ¿quién o qué dio comienzo a todas las cosas? ¿La casualidad? No creemos en la casualidad, creemos en la causalidad. Todas las cosas tienen su causa y su efecto. Si nosotros ahora cogemos, como decía una filósofa del siglo pasado, unos trozos de madera, un poco de bronce, algo de cuero y lo arrojamos al aire, ¿bajará un órgano interpretando una música de Bach? No, bajará el mismo montón de madera, de bronce y de cuero que hemos arrojado al aire. Entonces, en el principio de los tiempos o cuando fuese, nadie pudo haber arrojado al espacio la materia y que por casualidad se convirtiese en esta gran máquina musical que hoy podemos registrar a través de nuestros aparatos, que emiten sonidos, ondas… Indudablemente, ha existido y existe una inteligencia que está regulando todos los procesos en el universo.

Y si hay una inteligencia que rige los procesos en el universo, que ha hecho una ley de los ciclos que nos permite conocer el verano y el invierno, la noche y el día, y ha ingeniado que para reproducirnos tengamos que unirnos hombres y mujeres y así conformar el núcleo de toda sociedad, que es la familia, y juntos tener hijos; ¿no habrá alguien que sea poseedor de esta inteligencia? ¿No habrá un Inteligente? Y ese Inteligente, eso que está más allá y que utiliza esa inteligencia, ¿no es acaso evidente? Es mucho más obvio y mucho más evidente que la existencia de un átomo o que la redondez de la Tierra.

La evidencia de Dios se ve en todas las cosas. Dios se eleva con las montañas y con las piedras, nos da belleza y nos da nieve que se funde y corre a través de las piedras cantando; llega al mar donde luego se va a evaporar, va a formar nubes, e irá de nuevo a las montañas y nuevamente bajará.

¿Quién le dio al agua –¿no decían los materialistas que era hidrógeno más oxígeno?– la inteligencia de saber dónde está el mar? Los materialistas dirían que eso se debe a los desniveles, el peso específico, etc. ¿Y quién creó el peso específico y quién pensó en los desniveles de manera tan hábil? ¡Qué más quisiésemos nosotros, filósofos, que tener la marcha que tiene el agua a través de las piedras! El agua no se cansa nunca, no vacila. Busca los caminos para llegar al mar, de la misma manera que el hombre, cuando es hombre, no vacila, busca los caminos para llegar a la conciencia de Dios.

Dios se levanta con cada árbol, en el verde de sus hojas, en el perfume de sus flores. Nace con cada niño que viene a la Tierra como una nueva esperanza. Cierra los ojos de todo aquel que ya ha cumplido su etapa vital y ha muerto. Dios mueve las aguas, las tierras; hace que las sillas donde estáis sentados resistan vuestro peso; hace que podáis oír mis palabras y que mis palabras puedan ser emitidas. Vosotros no me veis a mí ni yo os veo a vosotros. Lo que estáis viendo es simplemente ropa y células epiteliales. Sin embargo, por un mecanismo extraordinario, mi ser interior se comunica con vuestro ser interior y estamos hablando nada menos que de Dios.

Así que Dios está tanto o más fundamentado que cualquier otra cosa. Para quien es realmente filósofo, para el que ama la sabiduría más allá de todas las formas, para el que no finge sino que lo es de manera auténtica y natural, para ese, Dios está en todas las cosas; porque si hubiese una cosa, por pequeña que fuese, donde no estuviese Dios, aunque tuviese el tamaño del ojo de una aguja, esa cosa lo estaría limitando y Dios no sería absoluto.

Dios está en lo lleno y en lo vacío, está en el cazador y en el cazado, en el que está de pie y en el que está sentado, en los vivos y en los muertos, en las aguas que corren y en las que están estancadas. Dios marcha con nosotros por las calles y también sueña imposibles con nosotros; plasma imposibles, abre libros, los escribe, los lee… ¿Cuántos han guardado poemas en su corazón? ¿Cuántos los han escrito? ¿Cuántos han tenido cuadros dentro de sí? ¿Cuántos los han pintado? ¿Cuántos sintieron músicas en su alma? ¿Cuántos las han llevado al pentagrama? Dios es infinitamente rico dentro de nosotros y nos da todas esas posibilidades.

¿Qué debemos hacer ante esta evidencia de la existencia de Dios? Primeramente debemos tratar de llevar una vida que no contradiga a la naturaleza externa e interna de las cosas. Una vida que sea estética en lo exterior y ética en lo interior, que trate de armonizarse con todo el universo, que trate siempre de llevar paz, amor y conocimiento a todas las cosas, que lleve fuerza cuando hace falta, que sepa hacer crecer un árbol, y abatirlo si es necesario.

Debemos tratar de esforzarnos por liberarnos de esta esclavitud del materialismo, que nos va penetrando por todas partes, que nos hace negar no sólo la existencia de Dios, sino hasta dudar de nuestra propia existencia, como esos filósofos posteriores a Heidegger que nos dijeron que no tenemos alma, que tenemos propiedades, y que para hacerlo más difícil, para hacerlo pseudo-metafísico, nos hablan de una «cosidad de la cosa en sí». Pura palabrería. Detrás de esa “cosidad”, detrás de la existencia de lo existente está siempre la simpleza magnífica y maravillosa de Dios, de ese misterio al cual llamamos Dios.

Debemos tratar de que nuestras obras reflejen esa armonía; debemos tratar en lo posible de ser canales de esa fuerza interior, de esa fuerza espiritual, y que se plasme en cada una de nuestras obras: en lo que pintamos, en lo que hablamos, en lo que escribimos, en la forma en cómo tratamos a los demás. Tenemos que sacarnos de encima este capuchón de materia y miedo, esa especie de traje de buzo que ha puesto plomo en nuestros pies y nos hace marchar con la cabeza baja, agobiados. Tenemos que volver a ser damas y caballeros, sentirnos capaces de arrodillarnos ante el misterio, ante aquello a lo que llamamos Dios. Tenemos que ser capaces de tender una mano a todos los hombres, porque si Dios existe, si es uno, todos somos hijos de Dios, todos somos sus representantes o emanaciones o como lo queráis llamar, que por las palabras no vamos a discutir.

Todos somos hermanos, existe una fraternidad, una confraternidad real entre todos los seres humanos, y aquellos que niegan esta confraternidad, aquellos que nos precipitan en la lucha de clases y en los partidismos, están atentando contra la esencia misma del carácter humano. Lo que diferencia a un ser humano de un animal no es la inteligencia, no es la bondad, porque hay animales muy inteligentes y hay animales infinitamente buenos. Como les decía yo a algunos discípulos hace unos días, ¿quién es tan bueno como un perro, que le demos una palmada cariñosa o un azote, igual viene y lame y besa la mano que le ha golpeado? ¿Cuántos hombres, cuántas mujeres pueden hacer lo mismo? Ved cuanta bondad hay en ese perro que a veces sin conocernos nos ve en la calle y mueve su rabo de alegría cuando ni siquiera sabe quiénes somos. ¿Cuándo lograremos esa capacidad espiritual de alegrarnos cuando vemos a otro ser humano, de una manera natural y espontánea?

Lo que nos diferencia de los animales es precisamente el percibir la existencia de Dios, el sentir esa fuerza misteriosa que recorre todas las cosas. El saber en nuestro interior que no comenzamos con nuestro cuerpo ni terminamos con él. El saber que nuestros sueños no se pierden, que todo aquello que queremos, de alguna manera se realizará. El conocer la fuerza de nuestra voluntad, la sensibilidad que podemos tener en nuestro corazón. El poder reír y llorar. Eso es lo que nos diferencia realmente del animal. Y si perdemos esa posibilidad de percepción de lo divino, nos convertimos en animales, aunque estemos vestidos y aunque podamos recitar de memoria cuáles son las valencias del cloro, del hidrógeno o del oxígeno, aunque podamos hablar de matemáticas, aunque podamos empujar piedras, como las empujan los escarabajos peloteros en Egipto.

Tenemos que darnos cuenta de que lo que nos sacraliza y nos convierte realmente en seres humanos es la realidad de Dios en nosotros.

Marchemos entonces juntos, marchemos unidos en esta senda. Nueva Acrópolis nos ofrece la posibilidad –como su mismo nombre indica, «nueva ciudad alta», no ciudad alta material, sino ciudad alta moral, espiritual– de recrear esta familiaridad filosófica que sirve para asentar todo aquello que de sagrado tenemos, todo lo que verdaderamente es válido en nosotros y para que podamos ver de nuevo a nuestros hijos como hijos, a nuestros padres como padres, a nuestros hermanos como hermanos, a nuestros novios o novias como novios o novias. Para que podamos ver de nuevo los árboles verdes y los animales alegres. Para que podamos otra vez articular no solamente palabras que hablan de economía o de enfrentamiento, sino palabras que hablan de Dios, de aquello que puede elevarnos realmente.

Porque cuando caemos, no sólo moralmente, sino cuando caemos físicamente, por ejemplo en un pozo, ¿qué es lo que gritamos, qué es lo que decimos? «¡San Átomo, ayúdame!». No. ¿Le pedimos a la ley de Lavoisier que nos ayude? No. Todos decimos: «¡Dios mío!». ¿Por qué decimos instintivamente Dios mío? Porque dentro de nosotros está Dios, porque está dentro y fuera, porque lo tenemos instintivamente.

Acrópolis es un camino y es un bastión contra todo aquello que trate de animalizarnos y de convertirnos en seres alejados de nuestra propia realidad. La propia realidad de decir ese Dios mío instintivo en la vida; y en el último instante, en los portales de la muerte, que nos repita al oído, «no temas, no temas, la muerte no existe, la muerte no existe», cuando logremos eso, cuando podamos hacerlo todos juntos, no hará falta que nos hablen de Dios, será tan evidente como los dedos de la mano.

Tratemos tan sólo de no ser contaminados por esas ideas materialistas que nos llevan al enfrentamiento, que nos llevan al genocidio, al fanatismo, al ateísmo. Seamos realmente filósofos, buscadores de la verdad, amantes de la sabiduría. ¡Y qué más grande verdad que la de Dios, qué más grande sabiduría que la de conocernos a nosotros mismos!

En este momento oscuro de la Historia en el que las fuerzas del materialismo avanzan por todas partes, tengamos el valor, como el hombre que cae en el pozo, de gritar bien fuerte: ¡Dios mío!

 

Notas

[1] El junco o totora (del quechua t’utura) es una planta herbácea perenne acuática.

Créditos de las imágenes: Marc-Olivier Jodoin

JC del Río

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