Si la evidencia fue en muchas épocas del devenir humano un elemento de conocimiento y constatación de las cosas, es evidente que la Historia se repite… Con apariencias ligeramente modificadas, con circunstancias apenas variadas, son las mismas fuerzas, las mismas ideas las que se presentan en un juego de opuestos que, tal vez, contribuya al equilibrio definitivo de la evolución.
Hace tiempo ya, unos dos mil quinientos años, se vivió en la Hélade una confrontación pública, política y moral, entre sofistas y filósofos. Entonces pudo haber parecido un acontecimiento exclusivo de esa civilización. Sin embargo, siempre hubo, los hay y parece qu8e seguirá habiendo sofistas y filósofos.
¿Quiénes eran estos sofistas de entonces?
Eran unos personajes de variados conocimientos, con una excelente oratoria y una extraordinaria capacidad para demostrar una cosa y también lo contrario de esa misma cosa. Su función era la de formar a los jóvenes atenienses para las confrontaciones de la naciente democracia; había que desarrollar habilidades que se ajustaran a las necesidades políticas del momento. Poco importaba la verdad o el encuentro con lo divino; lo perentorio era la felicidad humana en el presente y la variedad de opiniones ante una Verdad que se antojaba lejana e inaccesible.
Como respuesta a esta floración sofística, aparece Sócrates en escena. Es el filósofo amante de la verdad, que prefiere perder el beneplácito del público con tal de estar en paz con su propia conciencia. Justamente su misión –según sus propias palabras– no era enriquecer a los ciudadanos o proveerles de un conjunto más o menos extenso de conocimientos; él quería despertar conciencias para mejorar a los hombres. Siempre prefirió el papel de maestro antes que el de político.
Si los sofistas cobraban por sus enseñanzas y, por consiguiente, elegían a sus discípulos por su poderío social y económico, Sócrates se negaba a poner precio a sus clases y elegía a sus discípulos por la disposición moral e intelectual que les permitiría desarrollar con más potencia sus dormidas virtudes.
¿Cómo termino este enfrentamiento? El desenlace es de sobra conocido. Una vez más predomino la opinión sobre la sabiduría, la falacia sobre la verdad, los intereses creados sobre la justicia. Sócrates bebió la cicuta, pues su muerte no podía contradecir los principios que había predicado con el ejemplo a lo largo de toda su vida.
Hoy los nombres son diferentes. Los sofistas son muchos y los encontramos a cada paso, eso sí revestidos de las más diversas denominaciones.
Pero sus acciones y finalidades son las mismas de entonces.
En cambio, y también como entonces, son muy pocos los filósofos amantes de la sabiduría y consecuentes con sus propias ideas. Y esos pocos, de haberlos, son ferozmente combatidos y acusados con las mismas calumnias que hace siglos valieron para acabar con la vida de Sócrates: corrupción de la juventud y negación de los verdaderos dioses…
Incluso dicen algunos historiadores que Sócrates jamás ha existido y que fue simplemente una invención necesaria de Atenas para ofrecer un modelo moral ante la degradación de las costumbres. No creemos que haya sido así; pero de todos modos, si hubiésemos estado allí, es probable que hubiésemos “creado” la figura de ese Sócrates arquetípico. Tanto como hace falta inventarlo o plasmarlo ahora mismo, si no ya en la presencia de un solo genio de la talla del que mencionamos, si en la suma productiva de todos los que aman el verdadero conocimiento y anhelan vivirlo más allá de críticas y limitaciones.
La Historia se repite, y también la elección: ¿filósofos y sofistas?
Créditos de las imágenes: Hiroshi Higuchi
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