El teatro nació cuando el hombre fue consciente de su propia existencia, cuando el hombre se sintió consciente de su relación con los otros hombres, con la naturaleza, consciente del tiempo, de todo lo que le acontecía, de no poder responder a muchas de estas cuestiones; entonces nació el teatro como necesidad de repetir determinadas circunstancias de la vida para buscarles un sentido.
El teatro busca penetrar su sentido y encontrar las leyes que han regido la vida humana relacionándola con aquellos elementos superiores que podemos llamar Dios, dioses, héroes, destino. Eso requiere una armonía y el teatro la debe reproducir. Dicen muchos escritores, historiadores, filósofos, que los hombres de la Antigüedad, los que comenzaron con el teatro hace muchísimo tiempo, estaban más cerca de los dioses. Hay quien dice que los hombres en su ingenuidad, en su pureza, los sentían, los vivían, los respetaban; hay quien dice que esa cercanía era un producto de la fe, de la ignorancia o del temor. No importa la explicación; lo que es importante es que en todos los pueblos de la antigüedad había una cercanía a los dioses que permitía a los seres humanos vivir casi en contacto cotidiano con ellos. Así no tiene que extrañarnos que en las primeras representaciones teatrales, si es que las podemos llamar así, porque no había ni teatros ni escenarios ni decorados ni luces, todo estaba relacionado con el mundo divino, con el mundo mágico; todos estos primeros actos teatrales eran religiosos, en el sentido de religar al hombre con una realidad superior, con una realidad digna. No hubo ningún pueblo en la antigüedad que no tuviera estos primeros misterios divinos, estos primeros misterios sagrados bajo la forma de teatro intentando reproducir aquí en la tierra lo que alguna vez pasó en lo alto.
¿Cómo actuaron los dioses en el comienzo del universo y cómo podemos los humanos reproducir de manera mágica esa situación? ¿En qué se basaba ese teatro antiguo que no necesitaba más que el gran escenario de la Naturaleza? Se basaba en reproducir acciones, en la magia de la acción. Es cierto que hay magia en todo lo que escribimos: en un signo cuando trazamos una imagen, cuando dibujamos la figura de un dios tal y como la imaginamos los seres humanos; hay magia cuando escribimos un nombre, hay magia cuando lo pronunciamos en voz alta. Cuando leemos también hay magia, porque de esas letras escritas surgen imágenes en nuestra mente. Hay muchas formas de magia, pero los pueblos antiguos ponían especial énfasis en la magia de la acción: no es lo mismo dibujar, escribir, leer o pintar que actuar. Cuando los personajes se ponían en movimiento reproducían esa magia primordial del universo que también se había puesto en movimiento alguna vez en el comienzo de los tiempos. Si a ese movimiento de los antiquísimos actores se les suma la magia de la palabra, del sonido con su fuerza de invocación, tenemos ya nuestras primeras actividades teatrales, sin ningún decorado más que bosques, praderas, cielo.
La acción la ejecutaron los pueblos antiguos bajo diversas formas: cantos sumados a danzas a los que se agregaron instrumentos; durante muchísimo tiempo, cada vez que el hombre quiso entrar en contacto de manera mágica con ese mundo superior que percibía sin poder explicarlo lo hacía con un cántico sumado al movimiento, un canto más una danza, una danza más un instrumento; y estas danzas sagradas ocuparon mucho espacio en la vida de los seres humanos. Estaban ligadas a todos los acontecimientos importantes. Alguien nacía y había una danza; alguien se hacía mayor y entraba en la edad en la que podía participar con el resto de la comunidad y había una danza; había un matrimonio y se celebraba también con una danza; alguien moría y había una danza para acompañarlo al más allá.
Todos los movimientos importantes estaban sellados con lo que hoy llamamos danza, pero que tal vez tenía un contenido muchísimo más sagrado, profundo, porque el cuerpo respondía a determinadas leyes. También los sacerdotes usaban estas danzas para ponerse en contacto con los dioses. Podríamos decir que los más viejos actores del mundo fueron los sacerdotes. Cuando invocaban a sus dioses implorando su protección, cuando pedían su bendición, cuando solicitaban un poco más de luz para ver el camino de la vida, estos sacerdotes hacían teatro, y era un teatro iniciático porque abría puertas que no son comúnmente visibles, y a través de ellas y puesto que sabían cómo hacerlo, entraban en contacto con aquellos personajes a los que representaban.
A pesar de que la historia del teatro generalmente está ceñida en sus inicios a Grecia, no hubo pueblo que no lo tuviera, y en todos se encuentra un mismo proceso: al principio un teatro muy sencillo, muy natural, sin edificios, sacerdotal, mágico, iniciático en cuanto a tomar contacto con esas leyes de la naturaleza que son misterios para los seres humanos. En todos los pueblos hubo una transformación paulatina de los sacerdotes. De los actores, las danzas, los cantos, la palabra, el recitado, la mímica y los argumentos estrictamente religiosos y sagrados, pasamos a los argumentos heroicos humanos entremezclando los unos con los otros; y así, de aquel teatro iniciático lejanísimo se forjó un teatro mucho más humano, pero que no por eso dejaba de tener el mismo contenido.
En Japón, desde siempre, hubo un teatro religioso. Empezó, según se cuenta, cuando la diosa del sol, enojada con su propio hermano, el poderoso dios de la guerra, se escondió en una cueva y dejó a toda la Humanidad a oscuras. Con cantos, con danzas, con teatro, todos los dioses se reunieron delante de la cueva a cantar, a bailar, a decirle que era la más hermosa, que no había nadie mejor que ella. Lograron que finalmente se asomara para ver aquella actuación, y el sol lució nuevamente para los seres humanos. Desde entonces los hombres intentaron imitar a los dioses y pensaron: si los dioses juegan, si interpretan estos papeles para mover determinadas fuerzas de la Naturaleza, ¿por qué no lo vamos a hacer también los hombres? Y con ese mismo sentido hubo en Japón un teatro litúrgico, a veces representado dentro de los templos, a veces en el atrio, a veces fuera, dependiendo de lo sagrado, de lo profundo y de lo secreto del argumento, pero siempre un teatro muy ceremonial, con pasos muy lentos, muy solemnes, con posturas hieráticas, con palabras pronunciadas con lentitud para que cada sonido dejara desgranar el valor de su peso; y poco a poco los hombres se atrevieron a dialogar con los dioses en ese teatro lejano.
Otro relato nos dice que en la India el teatro empezó con un dios, con Brahma el de las cuatro caras, el que era capaz de ver en las cuatro direcciones del espacio. Por eso se contaba también que los cuatro Vedas estaban relacionados con las cuatro caras de Brahma. Brahma creó el mundo jugando o interpretando una gran creación teatral, la más grande de todas. De su acción, de su interpretación, nació el mundo. Brahma solamente contó este secreto a un sabio; a un viejo sabio llamado Bárata, quien a su vez comenzó a desarrollar estilos de teatro intentando reproducir esos misterios que le habían sido transmitidos. En la India hubo desde entonces representaciones litúrgicas que se referían al nacimiento del mundo y de determinados personajes que estaban íntimamente relacionados con el ser humano.
En Tíbet hubo un teatro siempre muy secreto, sagrado, y relacionado también con los dioses. No se recurría a decorados ni a ningún tipo de artilugios porque se pensaba que lo más importante no era crear una ilusión en los espectadores, sino despertar imágenes, ideas, intuiciones. Por lo tanto era el movimiento de los actores, sus palabras, y lo que cada espectador podía sentir.
No podemos dejar de hablar de Grecia y de esos orígenes que fueron los que nos dieron el sentido de lo que es hoy el teatro; un teatro que no comienza con unos edificios maravillosamente construidos, sino con danzas sagradas acompañadas de instrumentos mágicos. Cuando nació Zeus y hubo que ocultarlo de su padre Cronos, que devoraba a todos sus hijos, alrededor del niño escondido en la isla de Creta trenzaban los Curetes una danza llena de ritmo vital acompañándose con crótalos y con otros instrumentos altamente sonoros, para ocultar los llantos del joven Zeus, y la danza de los Curetes era así una forma de teatro. Cuando en los grandes centros oraculares el sacerdote daba su augurio o transmitía el mensaje de los dioses, no lo hacía de cualquier manera. Ante la pregunta el augur no contestaba, y cuando daba su respuesta había a su alrededor todo un decorado, porque esto hacía que el que recibía las palabras del sacerdote se sintiera por un momento en el cielo y no en la tierra. De ahí el humo del incienso, de ahí las palabras pronunciadas con mayor profundidad, con mayor lentitud.
Desde muy temprano, en Grecia, los colegios sacerdotales tuvieron muchísimo cuidado en guardar el secreto que rodeaba estas representaciones mágicas y así las daban a conocer a sus sacerdotes. De ahí que siempre lo iniciático, lo mistérico se haya relacionado con lo escondido, lo guardado, y a duras penas en algunas festividades especiales, en algunos momentos en que se podía conocer algo, el público tenía acceso a representaciones.
Pensamos que la tragedia nació en Grecia. Empleamos la palabra tragedia porque, como explica Aristóteles, que es uno de los pocos que se dedicó a recoger material al respecto, tragedia proviene de la palabra canto, oda, y macho cabrío: a los primeros cantores, a los primeros coros que intervenían en certámenes olímpicos, se les obsequiaba con un macho cabrío, símbolo del dios al cual todo el mundo cantaba, el gran dios del entusiasmo de la vida, de la fertilidad del renacimiento perpetuo, Dionisos.
Sin embargo, la tragedia tiene raíces mucho más viejas. En Egipto, mil años antes de que Esquilo escribiera sus primeras obras, ya había teatro. Se narraba la tragedia de Osiris despedazado por su propio hermano, la tragedia de Isis buscando a su esposo por todo el territorio egipcio, trozo a trozo, hasta poder reunificarlo. Eran representaciones en las cuales participaban a puerta cerrada los sacerdotes, y a puertas abiertas todo el pueblo, porque una vez al año todo el mundo lloraba por Osiris despedazado y por Isis buscando a su esposo.
Recientes investigaciones de autores que se dedican a la traducción de papiros han demostrado que muchísimo antes que en Grecia, mil años antes de que recojamos sus primeras obras teatrales, en Egipto ya había una obra completa en tres actos dedicada a Horus vengando a su padre, dividido en tres partes con sus entreactos y con las danzas que había en estos.
Pero es la tragedia griega la que nos va a dar el sentido de lo que estamos buscando, ese sentido de un teatro que comienza con un canto, con una danza alrededor del altar de un dios, del más difícil de interpretar en Grecia. De Dionisos se decía que era el dios del entusiasmo. Esta palabra se compone de En-Theos, Dios-en-Nosotros, Dios cuando entra en uno mismo. Por lo tanto, Dionisos tenía la particularidad de conseguir que el hombre sintiera a Dios dentro de sí, no que lo pensara, no que viera una imagen, no que escuchara un nombre, sino que se sintiera totalmente transportado por esa posesión del Dios.
Dionisos entraba en los seres humanos a través del canto, de la danza, a través de los instrumentos, de las palabras, del recitado, del ritmo, y los seres humanos se sentían totalmente transportados. Ese era el valor de la tragedia, el vivir por unos momentos de una manera completamente distinta, el sentirse por unos momentos un dios. Por eso se le llamaba teatro iniciático, puesto que iniciaba a los hombres en los principios divinos o permitía que, por unos instantes, los hombres se sintieran iguales a los dioses.
En casi todos los libros se nos comenta ese momento verdaderamente excepcional que representaban los días en que los atenienses se reunían en el teatro. Y no solamente los atenienses: desde todas partes de Grecia, desde todas las ciudades viajaban días enteros para poder asistir a estas representaciones.
El teatro no era entonces lo que es para nosotros. Ahora tenemos muchos teatros, muchos títulos, las obras se repiten constantemente; podemos elegir a qué teatro ir, qué obra ver, a qué actores admirar. Pero en esa Atenas donde nace la tragedia, el teatro era un acontecimiento único. Dedicado a Dionisos, al renacimiento de la vida y al sentimiento divino, había representaciones que se celebraban entre finales de enero y principios de febrero, y otras entre finales de marzo y principios de abril. Estas eran las épocas del gran renacimiento, en que los espectadores sabían que tenían que acudir al teatro porque era su momento, y allí estaban, totalmente embebidos, porque no es que acudieran a ver qué ocurría con sus dioses cuando se crearon los primeros escenarios, no es que fueran una vez más a ver cómo se había creado el universo, o cómo había que salvar a Zeus de Cronos o cómo se recorría el camino de Eleusis. Lo que sentía el público, lo que importaba, era la participación. Porque ese momento no consistía en enterarse de un argumento nuevo, sino vivirlo con la conciencia de que el universo es cíclico como lo es toda nuestra vida. Una vez al año una obra que repetía los mismos acontecimientos ponía al hombre en contacto con esa repetición de toda la naturaleza, con los grandes héroes, con los grandes personajes, con los grandes dioses.
Cuando se habla del teatro griego se puede hablar de tres grandes estilos: tragedia, drama y comedia. La tragedia es la que más se acercará a lo que llamamos teatro iniciático; el destino y los dioses regían por completo el acontecer de los hombres que eran como muñecos llevados, en su ignorancia y en su ceguera, hacia un punto del cual no podían alejarse; eran llevados por una fuerza tremenda, la de la tragedia, la del destino, es la enorme voluntad de los dioses que se impone sobre la voluntad de los hombres.
En el drama se atempera un poco esta situación y hay un juego intermedio entre la voluntad de los dioses y la de los hombres, que se hacen más seguros de sí mismos, más dueños de su destino, y tienen la posibilidad del esfuerzo y de la redención. Sufren, pero ya no están ciegos.
La comedia muestra un aspecto más lúdico de la existencia. Los hombres se ríen los unos de los otros. Los dioses también se burlan de los hombres, pero generosa y paternalmente, como si les hiciera gracia ver los esfuerzos humanos por conseguir algo y la torpeza con que actúan para conseguirlo. El destino ya no actúa con tanta dureza sobre los hombres, porque ellos tampoco alteran de una manera demasiado decidida las leyes de la Naturaleza. Son hombres-niños que ya han perdido el contacto con lo mistérico, con lo iniciático, y juegan un poco a vivir; los hombres se ríen y por eso también se ríen los dioses.
Lo importante del teatro iniciático es que, a un nivel u otro, al nivel profundo de la tragedia o al nivel más sencillo de la comedia, siempre ha ofrecido algo, una iniciación, una enseñanza, una apertura. Muy profundo, muy cerrado era entonces el verdadero teatro iniciático, en el cual sólo los sacerdotes comprendían lo que decían, qué hacían, cuándo lo decían y cómo lo decían.
En un segundo nivel podemos hablar de un teatro para pensar y para purificarse, puesto que todo lo que acontecía en la escena era también lo que acontecía en los seres; y eso obligaba a meditar, y aunque se sufría, había una manera de purificarse, porque la resolución del teatro era también la propia resolución del hombre y porque los finales, si es que se puede hablar de un final en la vida y en el teatro, eran también esos finales que había que poner a cada una de las situaciones humanas. Y si hablamos de un teatro más sencillo, más popular, era también una forma de acercar al pueblo a unas realidades que de otra manera se le habrían escapado, y mostrarle que detrás de un telón pasan muchas cosas que no siempre se ven, y que cuando cae, si no somos capaces de abrir nuestros propios ojos, difícilmente vamos a poder ver aquellas otras realidades superiores.
El que escribe, ¿puede ser un autor cualquiera? Evidentemente hay una enorme diferencia entre aquellos autores de la gloriosa época clásica, de la tragedia griega, y los autores que pueden escribir hoy una obra de teatro, aunque siempre hay excepciones. Cuando Esquilo escribía teatro, se sobrecogía, y no faltan los biógrafos que dicen que sólo escribía cuando estaba animado por el impulso de Dionisos. Tanto penetró en los misterios que, según algunos relatos y tradiciones, murió de una manera extraña, como si los mismos colegios sacerdotales hubieran decidido silenciarlo, porque ya su inspiración era tan grande y su capacidad de percibir los misterios profundos era tan elevada, que era imposible reproducirlos en obras teatrales: la mayoría del público estaría incapacitado para entender lo que se le estaba proporcionando.
Así que del autor nos quedaremos con una idea: la inspiración. Sin inspiración, sin contacto con una idea o con un arquetipo, no puede haber una obra de arte ni una obra de teatro.
El espectador no está simplemente sentado en los graderíos de piedra. Cuando empezaron a hacerse los grandes teatros, la gente empezaba a ver una obra al amanecer y terminaba a la tarde, con algunos intermedios, pero en realidad no estaba en el asiento, estaba en la escena, estaba en los personajes y, como decía Aristóteles, el público se transportaba a otro mundo a través del temor y de la compasión. No era un temor cualquiera, no era sentir miedo; era ver a través de los personajes, sentir el temor de lo que podía suceder si en nuestra ignorancia quebrantábamos las leyes inmutables de la naturaleza, saber cuál era su respuesta cuando el ser humano no se avenía a aquello que constituye el orden universal. Y ese temor hacía que los espectadores se sintieran mucho más conscientes de su obligación, y experimentaran compasión ante el gran personaje, ante el que sufre con mucha más altura que uno mismo. Una compasión sagrada al compartir el sentimiento, porque todos los personajes, desde los dioses hasta los hombres, estaban sometidos a situaciones difíciles, a grandes elecciones, a lo que más atormenta a los seres humanos: tener que elegir entre una y otra cosa, entre lo humano y lo divino. Ello hacía que el espectador sintiera compasión por el personaje y por sí mismo y era así como se purificaban y era así como se producía esa fantástica catarsis.
El actor era el que vivía realmente el teatro iniciático. Para él estaba realmente hecho ese personaje que cambiaba de vestimenta varias veces a lo largo de una obra, que cambiaba de voz, de máscaras, que de pronto era hombre, de pronto era mujer, anciano y niño; ese actor era el que sentía cuán pasajeras son las situaciones de la vida, lo rápido que se viene, lo rápido que se va, lo que significa haber nacido, lo que significa morir, la poca diferencia que hay entre ser hombre y mujer, entre estar en el escenario o detrás del escenario. Era el actor el que vivía muchas vidas en pocas horas, el que pasaba a través de muchísimos momentos, a través de larguísimas etapas de la historia en pocos minutos. Para él estaba hecho el teatro iniciático si era verdaderamente un actor.
Ante esto, podemos decir que hoy contamos con artilugios, con teatros muy perfectos con todo tipo de elementos técnicos como para producir las más variadas experiencias en los espectadores; pero falta el espíritu en el actor y en el espectador, y si el actor asume el espíritu del personaje al que representa, no siempre tiene la capacidad de transmitirlo al que está más allá del escenario.
Por otra parte, ¡se han tergiversado tanto los argumentos! Hoy podemos ver en el teatro escenas de la vida cotidiana donde prevalecen los intereses diarios y donde tenemos que ver cómo unos le sacan los ojos a otros y cómo unos destrozan a otros al igual que lo vemos simplemente leyendo un periódico. Participamos en conjunto de ese liberarnos de pesos interiores, pero no abrimos ninguna puerta ni nos iniciamos en nada porque el teatro iniciático, tal como se concebía en la Antigüedad, era totalmente pedagógico; lo que intentaba era enseñar, transformar. Repitiendo las palabras del profesor Livraga, que dedicó uno de sus libros a la tragedia griega, ese teatro iniciático nunca fue una farsa: fue la realidad misma sin tiempo y sin espacio. En nuestra realidad diaria estamos sometidos a un espacio físico y a un tiempo que nos comprime y que nos obliga a hacer equis cosas en equis minutos, pero en ese teatro, en ese maravilloso teatro de enseñanza, hay una realidad absoluta donde no importa qué espacio ocupamos ni cuánto tiempo nos lleva. Lo importante es lo que aprendemos y lo que recogemos, la experiencia viva que nos llevamos.
Lo que pretendía el teatro iniciático era que sin necesidad de pasar cada una de las circunstancias de la vida y cada una de sus experiencias, se saliera de cada representación un poco más rico de lo que se había entrado, rico como ser humano, rico en comprensión, en evolución. No se puede decir que verdaderamente el teatro iniciático rompa las barreras del tiempo y del espacio. No se puede hablar de volver atrás; no hay atrás, no hay antes. Lo que propondríamos es una recuperación de raíces, de elementos sagrados, a tal punto de hacer otra vez un teatro de la vida, un teatro para vivir, donde los seres humanos nos sintamos mágicamente desdoblados, en parte espectadores, en parte actores, y poder recuperar así el sentido de nuestra propia identidad como nos cuentan que hicieron aquellos hombres que nos precedieron.
¿De dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos? Sería el sentido profundo del teatro iniciático.
Tendría que cerrarse algo, y a cambio algo tendría que abrirse dentro de cada uno de los espectadores. Nosotros, que no tenemos aquel teatro, tenemos en cambio la necesidad imperiosa de transmitir unas ideas que correspondieron a la Humanidad de siempre, que es también la de hoy y puede ser la de mañana.
¿Por qué no pensar que entre nosotros están aquellos que estén dispuestos a recuperar el teatro para aprender a vivir, para enseñar a vivir? Porque siempre seguiremos actuando y presenciando el infinito, el inacabable teatro de la vida, el verdadero teatro iniciático.
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