Sociedad

El reto de la convivencia

Antes que nada quiero aclarar que hablaremos desde el punto de vista filosófico y trataremos de hacer honor a lo que siempre han sido las escuelas de filosofía y los filósofos en la antigüedad.

Siempre han estado muy imbricados en su entorno, en su momento social. De ninguna manera la filosofía ha sido algo alejado de la ciudad, del ciudadano, de los problemas sociales. Desde que tenemos noción –por lo menos en nuestra parte occidental, en cuanto a la filosofía occidental se refiere–, los filósofos y las escuelas de filosofía siempre han estado imbricados en su entorno, les ha interesado el ser humano, fundamentalmente. Les ha interesado todo aquello que ha formado parte de la vida del ser humano y por tanto el tema de la convivencia es un tema altamente filosófico.

En estos momentos tenemos la tendencia a especializarnos, a separar todas las ramas del conocimiento y hoy diríamos que tal vez serían los sociólogos los que tendrían que ocuparse de este tema, pero nosotros pensamos que como filósofos tenemos algo que decir. Porque como he dicho al principio, para nosotros la filosofía es, al igual que en las escuelas clásicas, una ciencia y un modo de vida. Esto lo voy a aclarar brevemente: nunca ha habido una separación entre la teoría y la práctica. Nunca, en las escuelas de filosofía clásicas, se ha separado una vida intelectual de una vida moral, de una vida práctica. Nosotros no somos una escuela clásica de filosofía, somos una escuela a la manera clásica. Y como somos “a la manera clásica” queremos retomar estos viejos conceptos de tratar de reflexionar, de hacer una introspección válida para llegar a conclusiones positivas, y al mismo tiempo tratar de llevar todas esas conclusiones –que consideramos válidas– a la práctica, a la vida cotidiana. Por eso, nos autodefinimos como escuela de filosofía a la manera clásica.

Vamos a entrar en el tema que voy a tratar de tocar brevemente, para luego poder dialogar, algo muy clásico y muy filosófico también, para tener un tiempo de diálogo donde poder exponer preguntas, otros puntos de vista, razonamientos y poder compartir entre nosotros una serie de ideas, de “logos” complementarios y ahí entrar en la faceta del diálogo, que también enriquece a todos los seres humanos.

De entrada lo que podemos decir es algo obvio, que nadie pone en duda y nadie puede negar: el ser humano es un ser social. Somos seres sociales. No sabemos muy bien el origen de las sociedades; y no lo sabemos porque, por más que vayamos atrás en el tiempo, por más que tengamos descubrimientos cada vez más antiguos acerca del origen de los seres humanos, nos vamos a encontrar con que los seres humanos, desde sus inicios, ya viven en sociedad, ya forman agrupaciones humanas. Sin ir más lejos, aquí en España nosotros tenemos el yacimiento prehistórico de Atapuerca, y estamos hablando de cientos de miles y tal vez millones de años de antigüedad. Pero estos humanos o restos de humanos que estamos encontrando en Atapuerca ya viven en comunidad, ya son seres sociales. Tal vez será porque los “cachorros” humanos necesitan de la protección de la familia. No somos como el resto de los animales que en muy poco tiempo pueden valerse, más o menos, por sí mismos.

No sabemos la causa, pero el hombre es un ser social. Aun aquellos anacoretas de la zona de la Tebaida, en Egipto, que querían estar solos, no estaban tan solos. Eso es lo que ha quedado un poco en la mitología o el folklore: personas subidas en enormes columnas, para estar más cerca del cielo. Pero lo que a veces no sabemos es que tenían toda una corte de admiradores alrededor. Cuando hacía falta les subían comida y bebida y esperaban que, de vez en cuando, tuvieran una inspiración y todos pudieran beneficiarse de las palabras de esa persona santa que había renunciado al mundo y estaba tan cerca del cielo.

Así es que nos encontramos con que el hombre es un ser social.

Pero la historia de nuestra convivencia es una historia de conflictos. Podríamos escribir la historia de la humanidad a través de las guerras que en el mundo han sido. Hemos de reconocer que no podemos estar los unos sin los otros, pero que eso a su vez nos provoca una serie de conflictos, grandes conflictos. Posiblemente, si ahora cada uno de nosotros pensara sobre sus propios problemas, llegaríamos a la conclusión de que nuestros grandes problemas están provocados por la relación con otros seres humanos. Sea en el ámbito laboral del trabajo, sea en el ámbito sentimental, sea en el terreno que queramos, posiblemente ahí esté la fuente de nuestros problemas.

No hace falta hacer todo un repaso histórico que nos llevaría mucho tiempo; ahí están los documentales y los libros de historia. Pero para tratar de definir cómo hemos llegado hasta aquí o en qué punto nos encontramos, me permitiréis que hable brevemente de dos cosas.

Para entender nuestro siglo XXI, primero quiero hablar de la modernidad y sobre todo del período comprendido entre 1880-1914. Ese fue el esplendor del mundo occidental. Éramos los dueños y señores del mundo. Los científicos habían rediseñado nuevos conceptos para interpretar el mundo. En el mundo de la cultura, la música, la literatura se creaban nuevos lenguajes. Los filósofos creían que habían descubierto verdades irrebatibles e inconmovibles. O sea, todo el mundo vivía en una era de paz y esplendor. La máquina estaba dando sus frutos; todos esperaban que en poco tiempo lo que iba a venir era el paraíso celeste, pero aquí en la tierra. Sin embargo, en 1914 llegó la Primera Guerra Mundial. Esto fue un shock tan terrible que los europeos todavía no se han recuperado, porque fue una caída desde la altura. Cuando Europa estaba en lo más alto y en su esplendor, cuando dominaba el mundo, intelectual y materialmente, vino la Primera Guerra Mundial. Nadie creía que los seres humanos eran capaces de semejantes atrocidades. Porque la realidad de la Primera Mundial fue de millones de seres humanos muertos, toda una generación de jóvenes desaparecida en el barro de la tierra francesa, ciudades arrasadas, bombardeos masivos, la utilización del gas, etc. Esto fue terrible para la mentalidad occidental y europea. Nadie pensaba que el ser humano fuera capaz de semejantes atrocidades, y al poco tiempo la Segunda Guerra Mundial…

Esto por un lado; por otro lado, hemos de reconocer como filósofos, como amantes del conocimiento, que la democracia no ha solucionado los problemas de convivencia. Tenemos que hacer un examen de conciencia en este punto. Los sistemas en sí no son ni buenos ni malos, depende de la gente que conforma esos sistemas. Si somos veraces y consecuentes con nosotros mismos, estamos en un momento donde el producto interior bruto mundial crece año tras año; sin embargo, la pobreza también crece años tras año.

Cada vez hay más riqueza en el mundo, pero también cada vez hay más pobres. Cada año que pasa, son casi 200 los países que vulneran los derechos humanos. Estos son informes emitidos por la ONU. Nos encontramos con que una democracia que pretendía un liberalismo intelectual y político, en lo que se ha convertido es en una economía de mercado. Y hoy decir democracia es igual a decir libertad de mercados, y es igual a decir que lo que rige es la ley de la demanda y la oferta. O sea, que todos tenemos derecho a producir y a consumir y tenemos, justamente, metidos en la cabeza que esa es la gran libertad, a la que nos ha llevado nuestro momento actual en el terreno de la política. Claro, hay que recordar que nuestra democracia es la evolución de la República que apareció con la Revolución Francesa.

Estamos donde estamos porque nosotros no somos herederos tampoco de esa democracia griega que nos quieren vender como que fue el antecedente. La democracia griega duró apenas 100 años y solo fue en un pequeño territorio de Grecia. Nuestra democracia es una evolución del concepto de República que aparece en la Revolución Francesa, donde recuerdo que ya se publicaron los derechos del hombre y del ciudadano, en 1789[1]. Nuestros actuales derechos humanos han visto la luz, han sido abiertos al gran público y fueron aprobados después de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando hablamos de la República estamos hablando de que lo que importa es la cosa pública, la Res Publica, el bien común. Y esto era necesario para limitar el poder de los Estados que hasta ese momento tenían a los ciudadanos en un puño; había privilegios, había favoritismos…

Entonces, tenemos toda esa Revolución Francesa y aparece el Estado de derecho, donde se trata de que el ciudadano sea juzgado por la Ley y no por la fuerza; no por la ley del más fuerte, sino por la Ley. Todo esto ha ido derivando a nuestras democracias actuales.

Pero hemos de reconocer que la democracia no es un producto acabado; tiene que mejorar, tenemos que mejorar. Hay un gran margen de mejora y como no es un producto acabado tampoco ha solucionado los grandes problemas que tiene la humanidad y la sociedad; entre ellos el problema de la convivencia, que sigue siendo un gran problema, como habíamos dicho.

¿Qué podemos hacer? Llegados a este punto, ¿qué puede ofrecernos la filosofía cuando hablamos de la convivencia? Siempre las escuelas de filosofía han tratado de mejorar al ser humano y el mundo en el que vive. Y nos han dicho que deberíamos tener en cuenta tres grandes principios en nuestra vida.

Uno de los principios de los que nos van a hablar consiste en trabajar la parte interna del ser humano, para que el ser humano pueda ser mucho mejor de lo que es; para que el ser humano pueda avanzar y crecer internamente. Desarrollar una serie de valores internos, una serie de facultades, de virtudes, de potencias, que le haga poder comprender y entender mucho mejor a la Naturaleza. Trabajar de acuerdo con la Naturaleza y vivir de una forma mucho más natural.

Esa sería una de las patas del trípode en el que se apoyaría la filosofía de todos los tiempos; para explicarnos que nosotros sí podemos hacer algo frente a este estado de cosas. Nos diría que esto es necesario para que el ser humano realmente pueda disfrutar de su libertad, pueda disfrutar de su capacidad de raciocinio y de su capacidad de elección.

Para eso tendríamos que crecer internamente como seres humanos, porque solo podríamos ser realmente libres si empezamos a descubrir al ser humano interno que todos llevamos adentro y empezamos a darnos cuenta de que todos podemos ser mucho mejores de lo que somos. Podemos ser mucho más fuertes de lo que somos, podemos ser mucho mejores de lo que somos.

Otro punto importante para la filosofía es que nos diría que no debemos encerrarnos en una sola forma de pensamiento o de conocimiento, sino que para todo ser humano es importante el conocimiento comparado. Es importante tratar de alcanzar un eclecticismo, basado en el estudio comparado del otro. Hoy se habla mucho de la “otredad”, es decir, de la otra persona, de otros tipos de cultura, de otros tipos de pensamiento, de otras formas científicas, filosóficas, religiosas y políticas. Porque si solo nos quedamos anclados en un conocimiento limitado, pequeño, no vamos a ser capaces de ver en su totalidad, en conjunto, desde todos los puntos de vista, los problemas que nos aquejan, en este caso el gran problema de la convivencia. Esto conseguiría que el ser humano, que está acercándose trabajosamente hacia ese eclecticismo del que estamos hablando, ese ser humano sería mejor realmente, porque podría conocer y comparar formas diferentes a la suya; algo muy necesario para la convivencia: conocer otras formas diferentes.

Y por último, nos hablarían de un principio y de una finalidad; tal vez el más importante de todos, que estaría relacionado con la fraternidad ‒que es lo más difícil de alcanzar‒, porque se trata de una verdadera hermandad, de corazón, sin tener en cuenta una serie de características que la mayoría de las veces, o todas las veces prácticamente, son provocadas por el nacimiento. Por ejemplo, la religión a la que pertenecemos ‒si todos nosotros hubiéramos nacido en Egipto tendríamos otra religión ahora mismo‒, el sexo que tenemos, la clase social a la que pertenecemos, las ideas políticas que tenemos, la raza, el color de piel, todo eso no tiene mayor importancia cuando estamos hablando de la fraternidad, de la verdadera fraternidad.

Con esos principios, que son fines al mismo tiempo, la filosofía tradicional antigua, natural, siempre ha tratado de que el ser humano sea capaz de solucionar uno de los mayores y fundamentales problemas que tenemos, la convivencia; ser capaces de vivir juntos y en libertad, que esa es la definición de la democracia que acuñó la República. Se trataba de conseguir un sistema donde todos pudiéramos vivir juntos y en libertad.

Pero es un sistema, como habíamos dicho, no totalmente evolucionado; todavía tenemos que dar algunos pasos en esa dirección. El profesor Livraga ‒para mí el mejor filósofo del siglo XX y que tenía una manera muy clara y sencilla de explicar las cosas, de llegar a la gente‒, explicó, en varias ocasiones, que el gran problema de nuestro tiempo es el desconcierto en cuanto a fines y principios. Es decir, en nuestras sociedades actuales no tenemos muy claro de dónde venimos ni a dónde vamos, ni por qué hacemos las cosas. Solía explicar de forma muy pedagógica que imagináramos a nuestro mundo y nuestra sociedad como si fuera un tren expreso que va a alta velocidad por unos raíles. Pero nadie sabe dónde comenzó ese viaje, dónde empiezan esos raíles y nadie sabe dónde van a acabar tampoco. Nadie sabe a dónde vamos. No hay que ser un gran especialista para darnos cuenta de que si nuestro mundo se basa en el crecimiento interior bruto y en la explotación de los recursos de la tierra y de las materias primas, alguna vez esto se va a acabar. No hay que ser un fenómeno económico para darse cuenta de esto. ¿A dónde va nuestro tren? ¿A dónde va nuestro mundo?

Él explicaba que en ese tren hay dos vagones, uno de primera clase y otro de segunda. En el de primera van los que pueden pagarse el billete de primera. Y en segunda van los que no pueden pagarse el billete de primera, los de segunda. De vez en cuando se cambia al que conduce el tren. Se hacen votaciones, elecciones y cambian al maquinista, pero el maquinista tampoco sabe a dónde va el tren. Lo único que puede hacer es ir un poco más rápido o un poco más lento, hacer sonar las sirenas, si eso le gusta, soltar pitidos… y nada más. A unos les prometen: “¡Tranquilos! No armen demasiado escándalo ni protesten mucho, que es cuestión de tiempo que los de segunda pasarán al vagón de primera, sin duda”. Y a los de primera les prometen: “En cuanto podamos nos vamos a librar de los de segunda, porque molestan mucho y a los de primera clase les molestan ciertas voces.”

Así explicaba cómo era la realidad de nuestro mundo, donde hay un gran desconcierto en cuanto a fines y principios. ¿Por qué la filosofía en que nos basamos podría ayudarnos en todo esto? ¿Por qué la filosofía podría solucionar este estado de cosas? Vamos a recurrir a un símbolo, para explicar esto, si bien desde el punto de vista filosófico hay otras maneras de explicarlo. Sabemos que los viejos alquimistas relacionaban los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego con estados de la naturaleza. Por ejemplo, relacionaban la tierra con el mundo físico, evidentemente; relacionaban el agua con el mundo energético y vital; relacionaban el aire con el mundo psicológico y relacionaban el fuego con la mente. El fuego siempre ha estado relacionado con la mente. Este símbolo es muy importante para nosotros, porque nosotros somos seres humanos, lo que significa que somos seres con fuego, seres con mente. Cuando nosotros decimos “yo soy un ser humano”, lo que estoy diciendo es “yo tengo mente”, que viene de la raíz del sánscrito Manas. Yo tengo mente, es decir, soy hu-mano. Estoy diciendo al mismo tiempo: “Yo tengo fuego; yo soy un fuego, porque tengo mente”. En la antigüedad todos los pueblos sabían que ese fuego del que disponen los humanos no es un fuego cualquiera, no era el fuego material, el fuego con el que cocinamos, el fuego que usamos para iluminarnos por la noche. No; era el fuego de los dioses. En casi todas las mitologías y religiones antiguas, y de una forma más acabada en la Grecia Antigua, lo que vamos a encontrar es que los dioses nos dieron su fuego, el fuego divino. Ese fuego, entonces, está dentro de cada ser humano.

Y siempre se ha relacionado con la convivencia. La zona de la que yo vengo antiguamente formaba parte del reino de la Corona de Aragón. Hace muchos años tuve que hacer un trabajo de investigación. En los archivos de la Corona de Aragón, muchos documentos estaban en latín, o en catalán o en valenciano antiguo. En documentos de alrededor del 1200 es muy curioso que cuando están hablando de pueblos, lugares, villas, no dicen “hay diez casas” o por ejemplo, “hay 40 familias en 40 casas”… No dicen eso. La expresión literal tanto en latín como en catalán y valenciano es “en tal pueblo hay 40 fuegos”. De ahí viene la palabra hogar: de la palabra fuego. Es decir, que cuando hablamos de fuego, inevitablemente estamos hablando de convivencia: los seres con fuego, los seres humanos, nos reunimos alrededor del fuego, en círculo o en líneas, porque al fin y al cabo lo que reúne a los seres humanos, de una o de otra manera, siempre es el fuego. Si pensamos en las características del fuego, caeremos en la cuenta de que además de otras muchas, el fuego nos da luz y calor.

Calor y luz en el mundo físico equivalen en el mundo metafísico al amor y al conocimiento. El calor del fuego en este plano de la vida, en este mundo vibratorio físico, ese calor en el mundo metafísico es amor. Por eso nosotros, cuando realmente amamos, notamos un calor interno, un fuego que se activa. Y la luz, la luz que da el fuego en el mundo físico, en el metafísico es conocimiento.

De ahí que los humanos, los seres con mente, cuando se reúnen entre ellos y comparten su fuego, es para ser cada vez más humanos, o sea, tener más calor y más conocimiento. Pero ese amor al conocimiento, ese amor a la sabiduría eso es lo que significa filosofía: amor al conocimiento. Luego, la filosofía tiene mucho que decir cuando hablamos de la convivencia, cuando hablamos de compartir entre los seres humanos aquello que precisamente nos dignifica y nos mantiene de pie, como es el fuego.

Cada vez que podemos, no perdemos la oportunidad de aclarar que el filósofo es un buscador. El filósofo no es un sabio, no es un Sophos; es un FiloSophos. No tenemos la sabiduría, la verdad última. Lo que nosotros hacemos es buscar ‒porque eso es filosofía, como decía Platón, buscar lo que nos falta‒, y los seres humanos, los que tenemos mente, nos movemos en busca de lo que no tenemos, precisamente. Nosotros buscamos, buscamos saber, porque no sabemos.

Esto es fundamental para la convivencia; porque en una verdadera convivencia todos aquellos que entren en contacto con nosotros deberían llevarse un poco más de calor, un poco más de conocimiento, menos oscuridad y menos frío; eso es filosofía precisamente. La filosofía, entonces, está muy relacionada con el fuego y con los humanos. Casi podríamos decir que es el estado natural del ser humano: buscar aquello que no tiene, porque lo que ya tenemos no lo vamos a buscar.

Y llegados aquí, ¿qué elementos fundamentales considera la filosofía que deberíamos tener en cuenta a la hora de convivir, en lo que llamamos la convivencia? Por encima de todas las cosas tenemos que empezar por la Justicia. Si queremos mejorar y avanzar en cuanto a convivencia humana debemos tener en cuenta la Justicia. La definición clásica de Justicia, era dar a cada cual lo que le corresponde, según sus actos y naturaleza. Dar a cada cual lo que es suyo. Pero hay que tener en cuenta qué hace esa persona y quién es el que lo hace. Porque no es el mismo delito el que realiza una persona menor de edad, o sea inconsciente, o que no ha sido educada lo suficiente; no es el mismo delito robar 100 euros, que un ministro robe 100 millones de euros; evidentemente no es lo mismo. Una verdadera justicia tiene en cuenta no solo qué hacemos sino quién es el que hace eso, y por encima de todas estas cosas, también debe tener en cuenta el factor humano.

El factor humano es fundamental cuando hablamos de justicia, y el factor humano se compone de dos elementos, la condición humana y la dignidad humana. Esto conviene no olvidarlo. Cuando hablamos de la condición humana nos referimos a esas cosas que hemos traído a la vida y las que nos han ido educando y nos han ido incorporando poco a poco. Esas cosas que tenemos en nosotros más bien son una materia opaca, donde todo está mezclado, lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo, lo largo y lo estrecho. Es la naturaleza humana, donde a veces hacemos cosas que no deberíamos hacer, pero la naturaleza humana no puede evitar hacerlas, comer chocolate por ejemplo, o fumar un cigarrillo, etc.; cada uno de nuestros pequeños vicios… No hablemos de los grandes, que también es la naturaleza humana, al fin y al cabo; pero nuestros pequeños vicios eso está marcado por la naturaleza humana: somos así, se nos van los ojos, se nos van los pies, se nos van las manos, porque es la naturaleza humana.

Pero hay que tener en cuenta que también hay algo en nosotros que es como el fuego. Es vertical. ¿Habéis visto el fuego? Aunque lo inclinemos, cuando encendemos una cerilla, aunque la pongamos boca abajo, el fuego va hacia arriba. El fuego es vertical, no es horizontal ni tampoco desciende nunca. Y si las cosas vuelven a su origen, como aquello de “polvo eres y en polvo te convertirás”, esto nos debería enseñar mucho de por qué el fuego va hacia arriba, seguramente porque ese es su origen. A lo mejor no era mentira cuando aquellos antiguos griegos nos decían que era el fuego de los dioses, que habían bajado a la tierra para nosotros.

Hay que tener en cuenta la dignidad humana, o sea, una parte dentro de nosotros que tiene que vivir de pie, no morir de pie. Eso que románticamente se dice que “hay que morir de pie y no vivir de rodillas” está muy bien… pero lo más difícil es vivir de pie ‒no morir de pie‒, toda nuestra vida. Como el fuego, hacia arriba, vertical, hacia lo alto. Eso es complicado, pero cuando hablamos de justicia tenemos que contemplar que dentro de un ser humano están estas dos partes y que todo eso es el factor humano.

Algo más para tener en cuenta: también hemos de contemplar, cuando hablamos de la convivencia, el factor de la felicidad. La felicidad es muy importante. Los antiguos filósofos estaban de acuerdo, prácticamente todos, en colocar la felicidad fundamentalmente en la ataraxia y la autarquía; pero esto no es tan fácil. Son términos griegos que vienen a significar algo así como que: yo no soy perturbado por nada, o sea, nada ajeno a mí me puede desestabilizar, me puede conmover, me puede sacar de mi centro. Y yo soy independiente: autárquico.

Sin ir tan lejos como estos viejos filósofos, sí me atrevería a decir que tal vez la felicidad, para nosotros, a nuestro nivel ‒para que sea algo más entendible, alcanzable, mucho más cercano‒, está en nuestra capacidad de enamorarnos de las cosas elevadas, aunque no seamos ni autárquicos ni apáticos, o sea, no ser afectados. Lo que si podemos hacer es enamorarnos de las cosas elevadas. Eso al fin y al cabo es lo que significa Acro-polis, o sea la parte elevada de las cosas, lo mejor, lo más brillante. Por ejemplo, lo mejor de nuestros amigos, lo mejor de los que comparten la vida con nosotros, nuestras mejores experiencias, lo mejor de las culturas que estudiamos, lo mejor de otros modos de pensar, lo mejor de otros modos de vivir. Porque lo peor, lo peor de otros modos de vivir, de pensar, ya lo tenemos. Eso no ha variado. Lo peor del imperio Romano, que siempre sale en las películas, en forma de orgías, bacanales, etc. eso que era lo peor se hace hoy en día en todos lados. Para qué vamos a fijarnos entonces en estas cosas.

Tenemos que tratar de elevar nuestra conciencia hacia lo mejor, a la parte elevada. Lo más alto eso es lo que significa Acrópolis, que como sabéis estaba en la parte elevada de las ciudades. Ahí es donde estaban los templos. Tenía que costar un esfuerzo al ciudadano subir, ascender la colina, para llegar a los templos y para poder tratar de entrar en contacto consigo mismo, con su parte inmortal, con su parte de fuego. Para eso se han construido siempre los templos, en todas las culturas: para facilitar que el ser humano pueda contactar y conectar con su propia parte espiritual, su parte de fuego que todos tenemos, a no ser que alguien rechace la mente. Si alguien dice “no, yo no quiero tener mente”, entonces este no tendrá fuego, y sin mente ya me diréis cómo hacemos para comunicarnos, como ahora por ejemplo; pues tenemos que admitir que somos seres hechos de fuego.

También deberemos tener muy en cuenta, cuando hablamos de la convivencia, la libertad. Desde nuestro punto de vista filosófico y de la mayoría de los pensadores, la libertad está basada en la educación, la educación que recibimos. Lo que sucede es que eso ahora está fallando. Precisamente nuestros sistemas de gobierno y nuestra democracia es el sistema que más necesita de la educación, porque ahora los ciudadanos pueden decidir. Tienen que decidir, tienen que pensar y decidir. Luego, es cuando más falta hace la educación. Y estamos fallando en eso. Porque no generamos seres humanos, ciudadanos, que sean capaces de sacrificarse por el bien común ‒que para eso estamos juntos‒, que antepongan el bien común a sus propios intereses personales e individuales; por eso está fallando la educación. El concepto antiguo, clásico, filosófico natural, de siempre, ha sido que el ciudadano tiene que ser útil, feliz y consciente. Materialmente, en el mundo físico ha de ser útil; tenemos que ser útiles a los demás. ¿Queremos convivir con los demás? Tenemos que ser útiles. ¿Yo qué sé hacer?, ¿yo qué puedo hacer por la colectividad? Tengo que sentirme útil. Para eso tengo que hacerlo de manera voluntaria; no sirve si lo hago obligado. Tiene que ser un auténtico voluntariado.

Y para que realmente algo sea voluntario se tienen que poner en marcha dos fuerzas que son impresionantes, que por separado ya lo son y cuando están juntas es lo que más hace crecer a un ser humano: la voluntad y la libertad. Cuando hacemos algo voluntariamente, porque queremos, porque nadie nos obliga, es algo que nos cuesta, tenemos que poner en funcionamiento la voluntad y la libertad. El ser humano se desarrolla como tal a una velocidad increíble. Si solo somos teóricos, muy intelectuales, jamás pondremos manos a la obra en nada. Estaremos limitados; nuestro desarrollo será limitado.

Entonces, el buen ciudadano, el que tiene que convivir con los demás, tiene que ser materialmente útil, psicológicamente feliz. Tal vez la felicidad se pueda alcanzar a través de valorar lo mejor que encontramos en nuestra vida, seleccionar experiencias, seleccionar lo mejor e ir dejando atrás lo peor. Cultivarnos. Nuestro concepto de cultura no es cultura por la cultura en sí. No queremos cultura, cultivarnos, para saber más de muchas cosas. No. La cultura que nosotros proponemos, que siempre está traspasada por un hilo filosófico, es una cultura que nos ennoblece. Es como, por ejemplo, en el caso de los metales: nosotros hablamos de hierro, de cobre; pero hay otros metales nobles, por ejemplo el oro, que brillan, que no se corrompen.

De alguna manera así, nosotros pensamos que la cultura nos ennoblece, que tiene que servir para sacar nuestro brillo, nuestro oro, lo mejor de nosotros mismos y no lo peor; para sacar lo peor no necesitamos cultura. La cultura nos tiene que “cultivar” y a través de este cultivo de nuestra personalidad, de nuestro carácter, nosotros nos vamos ennobleciendo, vamos brillando, como el oro. Y tal vez esto nos acerque a la felicidad de la que hablábamos.

Y espiritualmente tenemos que ser conscientes, es decir, fértiles, fecundos, para entendernos. Y así tenemos a un ciudadano que puede convivir con otros ciudadanos. ¡Cuidado!, que de momento esto es una utopía. Esto está basado en lo que hemos dicho de los fines y principios: lo que está al principio y está al final no lo hemos alcanzado todavía. Pero es que el ser humano tampoco está completo. Somos seres en evolución. ¿O alguien cree que ya no va a mejorar, que no puede mejorar absolutamente nada? “Aquí he llegado y aquí me quedo. Soy como soy y de aquí no me muevo”. ¿Alguien cree eso? Todos podemos mejorar. Todos nos sorprenderemos cuando la vida nos traiga experiencias y de pronto diremos: “¡Anda!, esto que me hacía tanto daño cinco años atrás, ahora ya no me afecta. ¡Fíjate!, soy más fuerte. Esto que no lo entendía, que no lo había entendido nunca, ahora, de pronto, a estas alturas de la vida, lo entiendo perfectamente!”. ¡Pues claro que si! Nuestra vida es un continuo aprender, un constante aprendizaje.

Entonces, el fin de algo es un logro; esto no es un don de nadie. Esto tiene que hacerse, tiene que conseguirse, esto depende de nosotros. Y aquí llega la gran pregunta: ¿Qué vamos a hacer? Porque la filosofía es práctica, habíamos dicho al principio. Y hay muchas cosas que dependen de nosotros. ¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a caminar con paso firme, de manera consciente hacia la convivencia? ¿Vamos a conseguir tener una mentalidad de continuidad?, que no es fácil. ¿Vamos a tener conciencia de inmortalidad, de alguna manera? Porque esto es importante para la convivencia.

Vamos a hacer un ejercicio de imaginación; con la imaginación nos podemos ir donde queramos. Imaginemos que estamos en otra época, que estamos en Grecia, en Atenas, siglo V antes de Cristo. Vámonos a Atenas… Un ciudadano ateniense de esa época, en un año, en un solo año había vivido casi de todo: había ido a la guerra, había visto morir a sus compañeros, había vivido, tal vez, sequías, epidemias, había habido muchas fiestas… Y de pronto llegaba el momento esperado: ¡el teatro! El ateniense estaba todo el año esperando que llegara el momento de los certámenes de teatro. Había obras de teatro que duraban ocho horas, y ahí estaban. Los estamos viendo, vestidos con túnicas, bajo el cielo estrellado, a la luz de las antorchas y están representando el Prometeo Encadenado, de Esquilo, por ejemplo. Ese hombre estaba ahí con su mujer. Estaban viendo esa obra de teatro, estaban escuchando las palabras del gran Esquilo; cuando Prometeo decía que robó el fuego de los dioses, para dárselo a los humanos, y que lo hizo por amor a la humanidad, porque la humanidad no sabía moverse, no veía su futuro, no veía su destino, no entendía la vida, no encontraba el sentido de la vida. Prometeo robó ese fuego y ese hombre griego, que había estado un año esperando, estaba viéndolo representar. De pronto escuchaba cómo el coro, formado por varias voces, todos a una decían: “¿Y ahora los efímeros poseen el fuego de los dioses?” Cuando el ateniense escuchaba eso, se daba cuenta de que no era un ser efímero, porque ahora tenía el fuego de los dioses.

Ese ser humano, que no tenía un coche como el nuestro para ir a 200 por hora, que no iba en avión, que no tenía ordenadores, ese ser humano tomaba conciencia de que era inmortal, de que no era efímero, de que dentro de él había un fuego que debía pasar siglo tras siglo, vida tras vida, y tenía un concepto, una idea de continuidad; de que lo que iba a conseguir individualmente, de lo que cada ser humano podía superar por sí mismo, iba a beneficiar al conjunto, iba a beneficiar al colectivo. Tenían conciencia de que lo que hacían no era solo para ellos, sino también para las generaciones venideras, para las generaciones futuras. Ellos no eran efímeros, no iban a acabar con cincuenta, sesenta, setenta o cien años sino que iban a continuar más allá del tiempo. Tal vez a nosotros nos falte esa mentalidad para entender lo que es la convivencia y que todos los logros que consigamos no se van a perder. Eso va a quedar para las generaciones futuras, aunque hagan un mal uso después. Pero ya vendrán otras y otras y otras generaciones como las oleadas en la playa, y algún día, la humanidad podrá vivir en paz, en libertad, en convivencia.

Para acabar, voy a leeros un cuento relacionado con la convivencia.

 

Asamblea en la carpintería

Hubo en la carpintería una extraña asamblea, las herramientas se reunieron para arreglar sus diferencias. El martillo fue el primero en ejercer la presidencia; empero la asamblea anunció que debía renunciar. ¿La causa? Hacía demasiado ruido y se pasaba el tiempo golpeando. El martillo reconoció su culpa, pero pidió que fuera expulsado el tornillo: había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo. El tornillo aceptó su retiro, pero, a su vez, pidió la expulsión de la lija: era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás. La lija estuvo de acuerdo, con la condición de que fuera expulsado el metro; pues se pasaba el tiempo midiendo a los demás como si él fuera perfecto.

En eso entró el carpintero. Se puso delante e inició su trabajo utilizando alternativamente el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Al final, el trozo de madera se había convertido en un lindo mueble. Cuando la carpintería quedó sola otra vez la asamblea reanudó la deliberación. Dijo el serrucho: “Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos; pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace maravillosos, así que no pensemos ya en nuestras flaquezas y concentrémonos en nuestras virtudes. La asamblea encontró, entonces, que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba solidez, la lija limaba asperezas y el metro era preciso y exacto. Se sintieron como un equipo capaz de producir hermosos muebles. Y sus diferencias pasaron a segundo plano.

 

[1] La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789

Créditos de las imágenes: Levi Meir Clancy

JC del Río

Ver comentarios

  • Como un Filo–Sophos buscaba reflexionar sobre la convivencia y he encontrado este claro, humano e impactante artículo, me dio la sensación de escuchar al conferencista a través de su reflexión, que compartió su fuego y que algo de ello recibí y asimilé (seguramente lo leeré varias veces). Muchas Gracias.

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