La personalidad humana no puede evitar proyectar la visión de sí misma a lo largo del tiempo, y así aparecen los planes, proyectos y objetivos. De niños vivimos condicionados por los planes de nuestros padres y familiares, los que trazan para ellos y también para nosotros. Más adelante, entramos en un círculo de amigos cuyos planes compartimos. Y cuando el amor llama a nuestro corazón, nuestros mutuos planes ocupan prácticamente todo nuestro tiempo.
Se diría que estamos ante una condición del ser humano: la facultad de soñar y tratar de alcanzar esos sueños que, de no conseguirse, se convierten en utopías. La utopía pertenece al futuro.
El paraíso, en cambio, pertenece al pasado. Lo tuvimos al principio pero, como todos sabemos, se perdió.
El griego Hesíodo, en el Mito de Pandora, nos dice:
«Antes vivían sobre la Tierra las tribus de hombres libres de males y exentas de la dura fatiga y las penosas enfermedades que acarrean la muerte a los hombres».
Y en el Mito de las Edades:
«Al principio los inmortales que habitaban mansiones olímpicas crearon una dorada estirpe de hombre mortales. Existieron aquellos en tiempos de Cronos, cuando reinaba en el cielo; vivían como dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban con fiestas ajenos a todo tipo de males. Morían como sumidos en un sueño: poseían toda clase de alegrías y el campo fértil producía espontáneamente abundantes y excelentes frutos. La Tierra sepultó esta raza».
En el Génesis, después de expulsar del paraíso a Adán y Eva, dijo Dios:
«¡Ahí está el hombre hecho como uno de nosotros por conocer el bien y el mal! ¡Cuidado, no alargue ahora su mano hasta el árbol de la vida, coma de él y viva para siempre!»
¿Qué relación hay, entonces, entre el paraíso y la utopía?
El tiempo. Cuando se perdió el paraíso comenzó la utopía. Cuando acaba el pasado empieza el futuro. Así el pasado nos empuja, sirve como proyección, catapulta, punto de partida. Es nuestra memoria que, bien usada, nos impide cometer otra vez los mismos errores.
Por el contrario, el futuro tira de nosotros. Es una referencia, un punto de destino que nos llena de ilusión, entusiasmo y esperanza.
La relación, pues, entre el paraíso y la utopía es el tiempo, y aquellos que pueden levantar el velo del tiempo, los profetas y los poetas, nos hablan de paraísos perdidos y de utópicos sueños inalcanzables.
Si hacemos caso a las diferentes tradiciones de la antigüedad, la pérdida de esa Edad de Oro tuvo una serie de consecuencias; no solo se perdió el paraíso sino también la inmortalidad, la pureza y la inocencia (propias de la niñez) y la felicidad (propia de la inconsciencia). Y ahí empezó la utopía: desde entonces deseamos lo que nos falta, lo que no tenemos; desde entonces el hombre es el eterno insatisfecho, el buscador, siempre en marcha con sus luchas, avances y retrocesos, en pos de sus anhelos, deseos y sueños; tratando de alcanzar el mayor de todos ellos, la verdadera y única utopía: recuperar el paraíso.
¿Hay alguna manera?
Recordemos que en el edén genesíaco hay dos árboles: el árbol del conocimiento y el árbol de la vida. Al comer del primero salimos del jardín dorado. ¿Qué pasa al comer del segundo? Tal vez la clave resida ahí: abandonamos el paraíso para saber, y cuando consigamos aprender a vivir es posible que recuperemos lo que nos pertenece. Hay, pues, que saber vivir.
Platón tenía razón cuando enseñaba que el ser humano es alado por naturaleza, pero que ahora tiene muñones ensangrentados en lugar de brillantes alas. Tal vez seamos realmente inmortales, y haya un destino y un porqué en todos los avatares de la existencia humana.
Descubrir los secretos de la vida, saber vivir (o intentarlo al menos) ya justifica la cuna y el ataúd, las risas y los llantos que acompañan siempre a todo viajero a través del tiempo y del espacio.
Créditos de las imágenes: Rudy Issa
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Felicito al sr. Adelantado, esperanzador y profundo artículo.