Una de las tantas enfermedades –y bastante grave– que aqueja al ser humano actual es el intelectualismo. De este mal pueden decirse las mismas cosas que otros varios: que ataca a determinados tipos de seres vivos en determinadas condiciones, y que suele aparecer en edades determinadas; no se conoce la causa que lo produce, y los remedios aplicados se encuentran en vías de ensayo, con éxitos y fracasos alternados.
Como siempre, la enfermedad parte de la descomposición de una de las partes del organismo. Cuando la mente empieza a trabajar sin orden ni sentido, cuando las ideas se vuelven obsesivas y acaparadoras, sin dar lugar a otra manifestación de vida, esa mente enrarecida padece de intelectualismo. Lo que hasta entonces había constituido el sano ejercicio de las facultades mentales –más o menos desarrolladas– pasa a convertirse en un deseo desenfrenado de acaparar más y más datos, de obtener más y más cifras, de hallar un porqué –el que sea– a lo inexplicable, de razonar lo irrazonable, de despreciar todo lo que no pase a través del tamiz del intelecto.
Este hombre enfermo se deforma. Su cabeza crece desmesuradamente y merman a la par todas sus otras expresiones: se enfría el sentimiento, se apaga la fe, se debilita la voluntad, se entorpece el cuerpo. Todo aquello que no pueda ser racionalizado, no merece la pena de estar vivo.
Si traemos a cuento esta curiosa y terrible enfermedad, es porque cada vez abundan más los afectados por ella, y porque desgraciadamente suele inculparse a la filosofía como una de sus causantes. En este sentido, la filosofía es concebida como un ejercicio intelectual, en que se combinan todos los conceptos, desde los concretos hasta los abstractos, y en el que la palabra tiene mucho más valor que el concepto mismo. La expresión favorita del atrapado por el intelectualismo es un lenguaje oscuro, complejísimo, sin significado en la mayoría de los casos, pero impactante, sonoro y categórico, al punto de impedir toda réplica o deseo de mayores explicaciones.
Por todo ello, y ante el aumento alarmante de semejante epidemia, queremos destacar una vez más el valor auténtico de la filosofía como actividad integral, que trata de desarrollar un ser humano auténtico en todas sus posibilidades de expresión. Pensar y hablar no son desechables, sino que, al contrario, deben ir unidos a una acción y un sentimiento acordes. Las facultades intelectuales son fructíferas en cuanto otorgan armas positivas para armonizar el ser humano; el cuerpo debe recibir sus adecuadas atenciones, los sentimientos deben ser cultivados con el mismo esmero que las ideas, la voluntad debe ponerse en juego para el logro real de las más nobles ambiciones.
Nueva Acrópolis quiere un hombre equilibrado, en que no pese más la cabeza que los pies, ni tampoco se produzca el efecto contrario.
La enfermedad señalada proviene, pues, de la ignorancia, por mucho que se utilice la mente. Y el antídoto más eficaz es la sabiduría, donde se unen todas las potencias humanas para lograr la cabal expresión de cada una de ellas.
El hombre sano puede ser intelectual, pero no intelectualista.
Créditos de las imágenes: Karl Fredrickson
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