El polvo del olvido ha borrado la memoria de uno de los más grandes personajes de la historia europea cuyas ideas y obra dejaron una huella profunda tras él: Juliano, del que solo nos queda su nombre peyorativo, el «Apóstata», el renegado.
En el s. IV d.C. Roma había agotado casi por completo su energía espiritual. Dentro de ese cuerpo inmenso ya no había ese poder central interior que le había caracterizado, que unía todas las diferencias en una entidad viva y funcional. En vez de armonizarse y complementarse, las diferencias se multiplicaron y los pueblos se enfrentaron cada vez más según nacionalidades, religiones e ideologías. La visión del Imperio, basada en la comunidad e igualdad, casi había desaparecido.
En un intento de despertar de nuevo ese espíritu y los valores paganitas, Juliano extrajo de las bibliotecas y academias la Filosofía, la Ética y la Lógica y las usó como celoso instrumento de restauración.
Flavio Claudio Juliano nació en el año 331 d.C. en Constantinopla. Su padre, Julio Constancio, y el emperador Constantino el Grande eran medio hermanos por línea paterna. Después de la muerte de Constantino en el año 337 d.C., el nuevo emperador, su hijo Constancio II, por miedo a perder el trono, asesinó a la mayoría de sus parientes próximos masculinos. Entre estos se encontraban también Julio Constancio y su hijo mayor. Los únicos que sobrevivieron fueron Juliano y su hermano mayor, Galus, porque entonces eran apenas unos niños.
Pero Constancio los exilió a una propiedad lejana de Capadocia, donde no tuvieron ningún contacto con la vida social. Allí, en completo aislamiento, vivieron su niñez y juventud. Nadie podía aproximarse a ellos. Fueron educados entre la servidumbre y los esclavos, bajo la supervisión estricta de sus instructores. Sin embargo, en su juventud, clandestinamente y con la influencia de los maestros neoplatónicos, Juliano aceptó la herencia cultural clásica, rechazando por completo la de adopción forzosa. «Que el olvido tape esa oscuridad», escribió más tarde refiriéndose a aquellos tiempos.
Como Constancio no tenía hijos, en el 351 d.C. llamó a Galus a la corte, donde le dio el título de César de las provincias occidentales, casándole con su hermana Constancia. Entonces Juliano fue liberado de su aislamiento y pasó los años siguientes viajando por Asia Menor y Grecia, aprendiendo de los filósofos neoplatónicos más grandes de la época: Edsios de Pérgamo y Máximo de Éfeso, aceptando a este último como maestro y tratándole con el mayor respeto durante toda su vida.
Cuatro años después de su nombramiento como César, empujado por el miedo y la envidia, Constancio mandó asesinar a Galus, y así, de todos los parientes próximos masculinos, solo quedaba Juliano, a quien Constancio había visto una sola vez en su vida. Aunque Juliano intentó con toda su fuerza alejarse de la corte, donde su vida corría permanente peligro, un año más tarde fue convocado para recibir el título de César en lugar de su hermano. Con el título también le dieron como esposa a Elena, la segunda hermana de Constancio.
Como conocía la historia de su hermano, a Juliano le parecía más bien una elegante condena a muerte que una verdadera rehabilitación y entrega de poder. Como él mismo dice, con este título le concedieron la esclavitud más penosa y difícil. Constancio le rodeó de espías y guardianes; todos los que mantenían cualquier tipo de contacto con él estaban estrictamente controlados y eran continuamente registrados.
Con mucho esfuerzo logró hacer traer a su servicio a cuatro de sus antiguos sirvientes. Solo uno de ellos conocía el secreto de su adoración a las deidades clásicas, y a veces realizaban ritos en secreto.
Decidido a librarse de Juliano, Constancio le pone un brillante uniforme y en pleno invierno del año 355 d.C., sin experiencia militar alguna, lo manda a las provincias del Norte, a la tierra de los celtas. El mismo Constancio prácticamente había abandonado estos territorios a los bárbaros. Las legiones adscritas a esta demarcación se encontraban cansadas, desalentadas por los enfrentamientos constantes, llevaban meses sin recibir la paga y carecían de comida y de armas. La disciplina estaba bajo mínimos y la sola mención de los bárbaros bastaba para atemorizar a los soldados. Tal fue la situación que Juliano encontró cuando llegó, no como comandante, sino subyugado a los comandantes locales, que tenían órdenes escritas de tener más cuidado con posibles conspiraciones suyas que con los ataques de los bárbaros. El único deber de Juliano era vestir la ropa real de Constancio y llevar su imagen entre los soldados.
Sin embargo, la reputación de Juliano creció entre las tropas. Sus principios filosóficos le habían enseñado a soportar cualquier circunstancia adversa. Pese a que no tenía ningún entrenamiento militar, siempre estaba en primera línea, como un simple soldado, compartiendo con los demás lo bueno y lo malo, el frío y las carencias. Desde su llegada las acciones militares comenzaron a encauzarse correctamente y finalizaron ese año con éxito.
Llevado de su miedo, Constancio empezó a sospechar de Marcelo, el comandante del ejército, y le mandó eliminar. Como estaba convencido de que Juliano era débil e incapaz, le entregó en el año 357 d.C. el mando completo sobre el ejército en Galia.
A pesar de no tener formación militar, con su ejemplo personal y sus rápidas acciones genialmente realizadas, hizo que el ejército ganara su confianza y un triunfo siguió al otro. Más de cuarenta ciudades perdidas volvieron a formar parte del Imperio y restableció en ellas los valores de civilización, paz y seguridad. Redujo los grandes impuestos de la administración y concedió los cargos de responsabilidad a los hombres más honrados y capaces. Los acontecimientos parecían marchar envueltos en un aura milagrosa, como si las deidades a las que él rendía culto se encargaran de trazar una parte de la historia por medio de su encarnación en Juliano. Nada parecía imposible.
Los bárbaros fueron expulsados de Galia. Trajo doscientos barcos de Bretaña y construyó otros cuatrocientos en menos de diez meses. Penetró en el río Rhin y estableció control sobre los territorios de alrededor. Ganó también el respeto de los pueblos bárbaros, no solo con la demostración de su ingenio, sino también en numerosos ejemplos de honor y justicia. Todo ese tiempo sirvió fielmente al asesino de sus parientes, obedeciendo sus leyes.
Su éxito inesperado despertó de nuevo la envidia de Constancio. Por eso le manda una orden casi imposible de cumplir. Las mejores y más valientes tropas de Juliano sin excepción debían dejar Galia y en un plazo increíblemente corto presentarse en la frontera de Persia. Se trataba de desarmar a Juliano, y de paso a toda Galia, dejándola a merced de los bárbaros a fin de que estos se encargaran del trabajo sucio.
Juliano preparó las legiones para el viaje, pero al anochecer, cuando debían partir, el ejército rodeó el lugar, formuló su rebelión contra Constancio y exigió a Juliano que se autoproclamara Emperador. Sin embargo, Juliano se mostraba reacio a aceptar ese papel. Según la leyenda, fue preciso que el Genio del Imperio se le apareciese en sueños para exigirle que aceptara el título. Esto ocurrió en el año 360 d.C., cerca de Lutecia, hoy París.
Ni siquiera después de este episodio Juliano quiere enfrentarse con Constancio y no se considera Emperador. Solo pretende que se le permita quedarse pacíficamente con su ejército en Galia. Solicita a todas sus legiones que envíen una carta a Constancio en términos de concordia. Pero Constancio soborna a los bárbaros para que estorben el ejército de Juliano atacándoles continuamente y manteniendo ocupados a la mayoría de sus soldados. Mientras, él mismo se prepara para ir a Galia. Cuando Juliano se entera, ayudado por señales proféticas, decide llevar su ejército directamente a Constantinopla. «No se trata solamente de mi propia salvación, sino del bienestar y la libertad de todos los hombres, especialmente del pueblo celta, que ya ha sido traicionado dos veces por Constancio».
Acostumbrados a misiones imposibles, «viajando a una velocidad vertiginosa y volando como el viento», sus legiones llegaron a principios del invierno del año 361 a Iliria, cerca de Nissus –hoy día Nis, Serbia–, y esperaron el enfrentamiento decisivo con Constancio. Pero esa casi segura guerra civil fue evitada por la muerte repentina de Constancio.
Convertido legalmente –y prodigiosamente– en Emperador, Juliano inicia la restauración completa del Imperio. Parece como si hubiera sentido que no le quedaba mucho tiempo y que antes de irse debía resucitar al gigante caído. Trabaja sin parar día y noche. La idea sagrada de Roma como lugar de paz y tolerancia, donde todos los pueblos y todas las religiones podrían ejercer sus derechos y aspiraciones es su estrella, que le guía por el laberinto caótico de su tiempo.
Le vemos actuar en distintos papeles: como emperador, sacerdote supremo, legislador, juez, comandante del ejército, reformador de la economía y simple soldado. Su ejemplo personal es modelo de comportamiento. En sus sueños le visita el Genio del Imperio alentándole a que continúe con sus deberes de emperador, cuya única misión es ocuparse del bienestar de sus súbditos. Limpia las instituciones de estafadores, ladrones, aduladores, conspiradores y parásitos. Restablece la tolerancia y libertad de culto religioso, aún para aquellos que no la aceptaron para los demás.
En el otoño del año 362 Juliano llega a Antioquía, donde piensa preparar la campaña contra los persas. Allí vive una de sus más grandes desilusiones, pues adquiere la plena conciencia de que el espíritu helénico por él idealizado estaba lejos del que existía en la época de Homero o de Platón. Los helenos ya «no guardan la imagen de la virtud antigua», dice en una carta. En cambio, elogia a los celtas, ilirios y germanos, a quienes llama sus parientes espirituales. En sus cartas se aprecia continuamente la nostalgia por esa Europa «bárbara».
Camino de Persia, su pequeño pero valiente ejército gana una y otra vez, pero en el transcurso de una batalla Juliano recibe una herida mortal en el pecho. Sus últimos pensamientos y oraciones fueron dirigidos a la deidad de la que se sentía devoto: Helios.
Juliano seguía las grandes ideas filosóficas bajo la dirección de sus maestros, y especialmente observaba las ideas éticas. Estas le enseñaron a dominar completamente su cuerpo y su psique. Llevaba una vida sencilla, casi ascética, con extrema severidad hacia sí mismo. Siempre dormía en un simple colchón de paja y una habitación fría, así que le era fácil soportar los inviernos de los territorios del Norte. Raras veces llenaba el estómago demasiado. Su comida era sin excesos ni condimentos; pocas veces comía carne y si lo hacía era solo durante los festejos oficiales. Desdeñaba la riqueza y evitaba todo tipo de abundancia, no permitiéndose ceder antes los deseos y pasiones. Aguantaba estoicamente lo que la vida le ponía delante. Nunca le dominaban la rabia, el mal humor ni la venganza. Siempre trataba de desarrollarse y perfeccionarse a sí mismo. No toleraba que le trataran como amo, porque ningún hombre libre podía ser amo de otro ser humano. Desdeñaba a los que iban a los templos solo para ver al Emperador y no para orar. Exigía que se adorara a las deidades y no a los hombres.
Una vez seguro de algo, era difícil hacerle abandonar la idea si no se le convencía honestamente de que estaba equivocado. Algunos consideraban esto un rasgo de carácter difícil, mientras que para otros era sencillamente constante. No permitía que los comerciantes vendieran su mercadería a precios desorbitados, y limpió la administración de corruptos.
Hablaba concreta y abiertamente. Ante los placeres de la vida secular, prefería para sí mismo los ideales de los héroes y filósofos clásicos. Él mismo dice que le hicieron entrega de «un alma incapaz de sentir miedo». Es poco probable que en toda la historia humana hayan existido muchos hombres de espíritu tan recto y heroico. De toda la época romana, solo se le puede comparar con Marco Aurelio por su integridad humana. Sin embargo, pese a toda su grandeza, solo se consideraba un discípulo humilde de su Maestro.
Juliano estaba iniciado en los Misterios de Helios-Mitra, la deidad del Sol. Con ello también asumió la responsabilidad de no revelar los conocimientos del Misterio a los no iniciados.
Para él Helios no era solamente el Sol visible. Era también, de alguna manera, un Ser vivo que participa, al igual que el hombre, de los tres planos de la existencia: inteligible, intelectual, material. Era además la encarnación del platónico Bien Supremo, el Logos solar, Padre común de las almas de todos los seres humanos, ya que los padres físicos otorgan solamente el cuerpo. Juliano creía que todo lo que hacía servía para dirigir su alma y las de aquellos que estaban bajo su cargo hacia ese Bien Supremo, Helios, para volver finalmente a unirse a él.
«Soy seguidor del Rey Helios. Dentro de mí guardo las pruebas más firmes de esto» (Juliano).
«Murió el mejor de los hombres, el que aspiraba a la vida perfecta. El honor de los buenos también murió con él: aquí están ya extendiéndose bandas insolentes de facinerosos y descontrolados… Murió el restaurador de las leyes sagradas, el que estableció lo hermoso en lugar de lo feo, trajo vida a nuestros templos, levantó los altares, unió las legiones de sacerdotes antes escondidos entre las sombras, irguió las estatuas antes quebradas… Murió pronto, después de que apenas sentimos el bien que era capaz de hacer en el mundo, sin que tuviéramos tiempo para llenarnos. Para nosotros era como el ave Fénix, volando sobre todas las tierras, pero no se detenía ni en los campos ni en los templos, así que los humanos no podíamos verle muy bien. Y ahora, esa felicidad que nos daba, es como si se hubiera esfumado; nada permite que arraigue aquí, porque estoy convencido de que el mal ha compensado su derrota triunfando otra vez sobre el bien. Habría sido mejor para nosotros continuar viviendo en esta oscuridad, sin conocer la armonía que proviene de su soberanía, en vez de que, después del ejemplo luminoso de la vida, caer de nuevo en la oscuridad de antes» (Libanio).
Con la muerte de Juliano también murió la idea del Imperio Romano. La cultura de la Antigüedad, después de vivir su segundo crepúsculo, entró en la oscuridad milenaria. La fe en la razón y en el hombre desapareció. La Ética, la Lógica y la Dialéctica fueron expulsadas para siempre de la esfera de la vida social helénica. Se predicó la uniformidad y se destruyó la riqueza de las diferencias y el derecho de la libertad interior del hombre.
Créditos de las imágenes: Artepics / Alamy Stock Photo
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